Libros del Rincón


Micolás, Boruca y Marango


Dicen por ahí que el mejor amigo del hombre es el perro. Esto puede ser verdad para mucha gente, pero para Pepe Vampiro no lo es, su mejor amigo es Micolás.

Micolás, para quien aún no lo sabe, es un chango. Un chango que de tan listo se parece a la gente. Aunque eso de decir que Micolás se parece a las personas molesta a su amigo Pepe Vampiro.

—¡Un momento, Micolás es más listo que muchos tarolas que andan por ahí!

Y es verdad.

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Pepe Vampiro es tan amigo del chango que hasta se le ocurrió llevarlo a la escuela. Y como siempre hay una primera vez, pues allá se fueron los dos a clases con todo y uniforme.

¡Qué locura!

La maestra no quería saber nada del chango, pero nadita. Se desgreñó, dio tres grititos roncos, golpeó con la suela del zapato el piso de la clase y gritó, haciendo una rabieta:

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—¡Desaparece de aquí con ese animal!

—¡Micolás no es ningún animal, maestra América!

Ella dio tres grititos, sacudió su flacucho cuerpo, pestañeó seis veces y dio otra vez la orden:

—¡Fuera de aquí con ese mamífero peludo y horroroso!

Pepe Vampiro casi se volvió loco cuando la maestra llamó horroroso al changuito, se puso azul de la rabia, pero sus compañeros lo consolaron.

—¡Calma, Pepe! Nosotros vamos a arreglar todo esto.

Y realmente lo arreglaron.

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Dos días después, a la hora de hacer las filas (esas dizque filas para entrar a clase más retorcidas que una lombriz), los niños de cuarto B, amigos de Pepe Vampiro, comenzaron a gritar a coro:

—¡Queremos a Micolás! ¡Queremos a Micolás!

Al mismo, tiempo que gritaban, levantaban cartelones y mantas con protestas pidiendo el regreso del chango.

Medio minuto después, la escandalera ya había empezado. Era un relajo tremendo, todo mundo gritaba. No había fila que no hiciera ruido.

La maestra Angélica, directora de la escuela, salió corriendo de su oficina para ver lo que pasaba. En el camino entre la oficina y el patio de la escuela caminaba muy deprisa, tan rápido como podían sus piernas y rezaba sin parar.

—Ave María, llena eres de gracia, ojalá que no sea ningún terremoto, Padre nuestro que estás en los cielos, ojalá que no sea ningún incendio...

Cuando llegó al patio saltó de gusto porque no había sucedido ninguna desgracia, pero no entendió ni pizca de lo que estaba pasando.

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—¡Dios mío! ¿Pero quién es Micolás?

En medio de ese patatín y patatán, la maestra de cuarto B intentó explicar:

—Maestra Angélica, Micolás es un chango...

—¿Un chongo? ¿Qué diablos tiene que ver un chongo con todo esto?

—¡No es un chongo! ¡Es un chango, un animal peludo y horroroso!

—¿Sabroso?, maestra América, ¡quiere hacer el favor de explicarse correctamente!

—¡Lo estoy intentando, maestra!

—¿Entrenando? ¿Entrenando a quién? ¿Quién va a competir?

La maestra América arrastró a la directora lejos del escándalo y explicó la situación.

—¡Qué locura! Sólo esto me faltaba para jubilarme: un chango sentadito en los mesabancos escolares.

La directora respiró hondo y comentó:

—Ya veo venir lo que pasará, mis colegas cuchicheando y riéndose de mí, mientras dicen: "...allá va la directora del chango".

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—¡Eso mismo! Todo va a ser: "changuito por aquí, changote por allá, chango, changos, changas" ...¡Dios me libre!

—¡Dios nos libre!

Pero de repente, muy de repente, la directora dijo:

—¡Nada de que Dios nos libre, maestra! Creo que los muchachos tienen razón. Quizá un changuito en clase pueda...

Los ojos de la directora brillaron.

—¿No está usted pensando permitir un chango en mi clase?

—¡Pues sí estoy, maestra América!

—Pero...

De nada le sirvió reclamar a la maestra. Al día siguiente, Micolás fue inscrito en la escuela y recibió sus papeles de estudiante. Hasta necesitó sacarse fotografías para su credencial. De tanta prisa que tenía, la foto salió de cabeza.

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Por fin, todo listo. Micolás fue recibido con mucha alegría por sus compañeros. Había letreros por toda la escuela dándole la bienvenida. Sólo la maestra arrugó la cara y frunció el ceño.

Ya en el salón, Micolás recibió libros, cuadernos, lápices, plumas, papel, lonchera. Se acomodó al lado de Pepe Vampiro, cerca de Torcuato, Laurita, y José María. Todo el mundo quería ser amable con él. El chango aprovechaba todas las gentilezas, jugaba sin descanso y comía hasta que le estallaba la barriga. Al final de unos cuatro días de clases, parecía más alumno que chango.

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Tanto, que algunos días después, el día de la prueba de matemáticas, Micolás comenzó a anotar algo en pedacitos de papel y a lanzarlos a la cabeza de sus compañeros. A nadie le molestó. Sólo la maestra le llamó la atención.

—¡Con que jugando a la hora de la prueba!

Micolás hizo cara de chango con cara de persona y respondió en changués:

—Quinquinquim...

Los niños, sonrientes como si no estuviesen en examen, tomaban los pedacitos de papel, los abrían, leían y reían. Fue así durante casi media hora.

De repente, la maestra América desconfió de las risas de Micolás y los demás alumnos, se levantó y tomó uno de los pedazos de papel arrojados por el chango. Era un pedazo de hoja de cuaderno y en él estaba la respuesta a uno de los problemas de la prueba de matemáticas.

El problema estaba así:

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La maestra América, por la rabia de haber sido engañada por un chango y los alumnos, se comió cuatro plátanos de un tirón.

—¡Esto no se va a quedar así, changos, quiero decir, niños!

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De hecho no se quedó así. La directora, maestra Angélica, llamó a los niños a quienes el chango había soplado, los reprendió y concluyó:

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—Voy a suspender a Micolás por dos días.

Pepe Vampiro intentó negociar:

—Es que él no sabe que está prohibido pasar las respuestas.

—Si no sabe, lo va a aprender. Además sólo son dos días chiquitos...

—Nos va a hacer falta...

Pero Micolás parecía entender lo que era eso de la suspensión de clases. Hizo cara de llanto y enfrente de la directora rompió su credencial de estudiante.

La maestra Angélica exclamó un ¡oh! ofendida, se indignó con la actitud del chango, se levantó de la silla y gritó:

—¡Fuera de aquí, chango marango! ¡Mal educado y grosero! ¡Fuera de aquí!

Los niños, tristes, salieron de la oficina.

—¡Caray, Micolás! Así no se logra nada. Estábamos negociando, casi convenciendo a la directora y tú haces una tontería.

Bueno... la monada ya estaba hecha. Ahora sólo quedaba cumplir la suspensión y esperar dos días para regresar a clases.

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Dos días después, casi al final de la mañana, los amigos de Micolás estaban en clase, desganados, sin fuerzas, cuando Pepe Vampiro rompió el silencio y dijo:

—Maestra América, Micolás desapareció.

—¿Qué?

—¡Micolás, mi chango!

—Pero Pepe, ¡interrumpes la clase para hablarme de aquel chango! ¡Ten paciencia!

Con santa paciencia los amigos de Pepe y el chango esperaron a que terminara la clase. A la salida de la escuela todo mundo ya sabía de la desaparición del animal.

—¡La maestra América es la culpable!

—¡No, la culpa es de la directora!

—¡Tampoco! ¡Fuimos nosotros los que no cuidamos bien a nuestro amigo!

Cada quien daba su opinión sobre lo que había pasado.

—Creo que nada ganamos con ponernos a llorar aquí en la puerta. Necesitamos buscar a Micolás. ¡La escuela no tiene chiste sin él!

—¡Eso es verdad, compañeros!

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Se organizaron y grupos pequeños salieron en busca de Micolás. Buscaron por todos los rincones del mundo: debajo del vestido de la dama enojada, en la nariz del hombre entrometido, en la mochila del niño curioso, en el baúl de los cachivaches, en la axila del coco, en la punta de la lengua de la muñeca, en las pantuflas, en una cabeza hueca, en las ferias, en las plazas y jardines. Pero nada.

Al día siguiente, toda la escuela, que ya era admiradora del chango, fue a ver a Pepe Vampiro en busca de noticias y para ofrecer ayuda. ¡Pero cuándo! Nada de nada, nada de nadita, ni sombra del dichoso changuito.

En las clases, nadie lograba participar correctamente. La clase de la maestra América parecía un cementerio: un enorme silencio llenaba el salón. Pepe Vampiro, María, Torcuato... estaban tan quietecitos que daban pena. Hasta Rita, que todo el mundo conocía como Rita Cabrita, estuvo callada y no pegó los chicles en la silla de nadie. ¿Y la maestra América? ¡Pobrecita!, hasta se le olvidó peinarse y quitar las flores marchitas del florero. Se sentía medio culpable de lo sucedido. Creo que fue por eso que prometió aumentar la calificación a quien consiguiese encontrar a Micolás. Pero como eso estaba prohibido, les recomendó:

—Nadie le diga nada a la directora.

Nadie dijo nada, como tampoco nadie tomó en cuenta el ofrecimiento de la maestra, no era para menos. Sólo Josema respondió:

—Ahora ya qué, maestra... no sirve de nada.

La maestra América se sintió mucho con la respuesta del alumno y lloró tres días sin parar.

En las otras clases la situación no era mejor. El maestro Antonio Gil organizó cuadrillas y grupos de búsqueda. Nada. La maestra Vera Pereira formó una comisión para hablar con la prensa y la televisión. Nada. Se dio la noticia, se transmitió por radio, pero el chango no apareció. Hasta el perico del conserje de la escuela, conocido como Pico de Oro, llamaba al mono:

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—¡Colás! ¡Colás! ¡Colás!

El eco en el pasillo de la escuela respondía:

—...olás... olás... olás...

Todo el mundo se asomaba menos el chango.

Pasaron dos días más y no había noticias. Ya eran seis días que el chango había desaparecido.

Aquel día, miércoles, día de lectura, la maestra América avisó a los niños:

—Voy a la biblioteca a buscar un libro para leérselos. Vamos a alegrar un poco esa tristeza.

La maestra salió, se tardó algunos minutos escogiendo un libro. La directora, que pasaba por ahí, le dijo:

—Llegaron unos libros nuevos, maestra. Están en una caja de cartón.

Los alumnos esperaban el regreso de la maestra cuando escucharon un grito muy gritado que provenía de la biblioteca.

—¡Socorro!

Era la maestra América la que había gritado y salido disparada por el pasillo. Antes de desmayarse al pie de la escalera consiguió explicar con la mirada perdida:

—¡Un animal negro con cabello amarillo...con dos cabezas!

Y ¡plum! se desmayó, mientras el perico Pico de Oro pericaba:

—Colás... colás... colás...

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Un mar de gente se asomó por la puerta de sus salones para ver la causa y las consecuencias de aquel grito. Vieron a la maestra acostada y al secretario de la escuela y al muchacho de la cooperativa atendiéndola. Pepe Benítez, del tercero A, casi se traga el pirulí que estaba chupando a escondidas. Claudia Cabello salió del baño sin terminar de hacer lo que estaba haciendo (su maestra no dejaba salir a nadie para eso de la pipí, sonarse la nariz y lavarse las manos. Decía que cada quien debe ir a la escuela con todas esas cosas resueltas). Cuando la niña salió del baño, pasó por la escalera y vio que a su maestra la llevaban a la oficina de la directora.

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Espanto general: nadie estaba tranquilo en su salón sabiendo que un animal negro, de cabellos amarillos y dos cabezas andaba suelto por la biblioteca. La noticia voló rápidamente por la escuela, la atravesó de lado a lado y cada quien la cambiaba un poco:

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—Es un animal de cuatro cabezas del tamaño del armario...

—El negro animal aventó fuera de la biblioteca a la maestra...

—Va a morder al que se le acerque...

—Se escapó de un circo...

—Y ahora debe estar enfurecido...

—Debemos suspender clases...

La directora de la escuela, después de socorrer a la maestra, decidió:

—Necesitamos saber qué animal es ese.

—¿Quién va, maestra Angélica? ¡Yo no!

—¿Que quién va? Pues los hombres de la escuela: Juan, el conserje; el secretario y Paulino, el de la cooperativa.

De hecho, a esas horas sólo había dos hombres en la escuela. Pero cuando oyeron sus nombres, se pusieron amarillos, muy espantados.

—Yo no. ¡No me gustan los animales de cara negra!

—¡A mí tampoco! ¡Me aterran los que tienen greñas amarillas!

Y salieron rapidísimo de la oficina de la directora.

—Hay cada hombre hoy en día...

Parecía que en esa escuela, eso del hombre fuerte y valiente, audaz y decidido, no funcionaba.

Si ellos no tienen valor, necesitamos saber quién lo tiene.

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Algunos minutos después, una maestra de esas pequeñas pero que no temen agarrar avispas con las manos, se presentó:

—Yo iré, maestra.

—¿Usted, maestra Lucía? ¿Usted tiene el valor?

—De sobra. El animal que se esconde en una biblioteca sólo puede ser buena gente. Si no, no estaría en medio de tantos libros.

Todos coincidieron con la opinión de la maestra, pero nadie quiso acompañarla.

La maestra Lucía entró en la biblioteca y cerró la puerta por dentro. Durante un minuto y treinta y siete segundos no se escuchó el menor ruido. Sólo se oían quedito los pasos de la maestra. Poco después se oyó un escándalo de estantes que se caían y unos histéricos chillidos de algún animal de dos cabezas. Probablemente porque el animal tenía dos voces diferentes.

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Mientras la fiera dejaba mudo a todo el mundo, ni señal había de la maestra Lucía. Pero poquito después se descubrió qué era lo que pasaba: la maestra abrió la puerta y apareció cargando al negro animal de cabello amarillo y dos cabezas.

Se escuchó un solo grito de espanto y alegría:

—¡Micolás!

El tal negro animal era Micolás. Los cabellos amarillos eran cáscaras de plátano, deliciosos plátanos dominicos, y las dos cabezas...bueno, las dos cabezas eran las cabezas de dos animales: una, la del propio Micolás y la otra, era la de una changuita amiga del chango. Pues sí: ahora había dos changos en la escuela.

La alegría fue aún más grande.

Cinco días, cuatro horas y veintitrés minutos después la escuela había regresado a la calma de siempre. El grupo de la maestra América había ganado un nuevo alumno, la changa amiga de Micolás. Y como era necesario ponerle un nombre a la changuita, se organizó un concurso para escogerlo. Todo mundo podía participar, sólo se necesitaba tomar una boleta de la dirección, inventar un nombre y depositar la boleta en la urna del pasillo. A la hora de la votación, el jurado integrado por dos maestras, Pepe Vampiro, sus amigos y Micolás acabó escogiendo el nombre más chistoso que apareció. Pepe Vampiro fue el encargado de anunciar el nombre elegido:

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—El jurado escoge el nombre... el nombre de... BO-RU-CA... nombre muy raro.

Para mayor sorpresa de todos, los interesados acabaron sabiendo que el nombre de Boruca había sido sugerido por la directora de la escuela. Satisfecha por haber ganado el concurso, la maestra Angélica decía a los cuatro vientos:

—Ya que me van a decir la directora de la escuela de changos, por lo menos que lo hagan con motivo...

La maestra Angélica y Boruca se hicieron muy amigas. Cuando la directora tenía algún problema serio, llamaba a la changuita, conversaban un rato y, poco después, encontraba la solución.

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En cierta ocasión, la maestra Angélica recibió la visita de un inspector que comenzó a pedir todo lo que se le venía a la cabeza.

Pidió las boletas de alumnos de diez años atrás, pidió fotografías de todo el mundo, se quejó del color de las paredes y hasta de la pluma del escritorio. Exigió las cuentas de la cooperativa y dijo que la escuela tenía poco dinero. La maestra Angélica se la pasó entregando lo que le pedía y explicaba lo que le preguntaba. Explicó que las paredes estaban sucias porque por ahí pasaban más de mil niños al día y la escuela no tenía dinero para pintar; explicó que la pluma del escritorio estaba rota y pegada con diurex porque no había otra; explicó que la cooperativa no tenía dinero porque la cooperativa no era una caja económica ni cofre de banco. Lo peor estaba por suceder. Cuando el inspector descubrió a la pareja de changos inscritos en el cuarto año, casi se tragó su dentadura y se enfureció mucho, estaba rojo del coraje.

—¡Eso es cosa de monos, maestra Angélica! ¡De mo-nos!

La maestra le contestó con mucha calma:

—Usted tiene razón: los dos changos son una monada.

El inspector gruñó y ordenó:

—¡Un café! ¡Un café! ¡Un café!

Un café apareció de inmediato, pero en lugar de una empleada, quien lo sirvió fue Boruca. Simpática, la changuita llegó equilibrando la taza en una charola. El inspector tomó la taza, le hizo una cara fea y se tomó el café de un solo trago.

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Mala suerte. En cuanto la bebida llegó a su estómago, el pobre hombre tuvo un acceso de tos tan intenso que parecía reventar. Al mismo tiempo que tosía, soltaba lágrimas por sus ojos ya muy irritados, se tomaba la barriga con las manos, daba saltos y gritaba:

—Agua... agua... agua...

La maestra Angélica rezongó:

—Qué hombre tan indeciso. No sabe lo que quiere: café... agua...

Cuando llegó el agua, el inspector ya había desaparecido (y nunca más volvió a presentarse). Después descubrieron que la simpática Boruca había derramado medio frasco de tinta en el café de aquel hombre.

Así, poco a poco, Micolás y Boruca, changos sensatos, combinaban su aplicación en la escuela con sus monadas, aprendiendo, enseñando, jugando y comiendo bien en los recreos. Ya era octubre y los amigos del grupo de Pepe Vampiro decidieron hacer una dramatización del Descubrimiento de América. Los actores fueron designados de inmediato: Micolás sería Cristobal Colón y Boruca sería el vigía que estaba en lo alto de una carabela. Durante una semana entera los niños ensayaron la obra. Todo inútil. A la hora de representarla la maestra Angélica se los prohibió.

—¡Imagínense! ¡Cristóbal Colón un chango! ¡El Descubrimiento de América realizado por changos! Pero, niños, es necesario un poco más de respeto por la historia de América:

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Los niños no hicieron caso y prepararon una representación a escondidas, atrás del baño de las niñas a la hora del recreo. Casi todo estuvo bien, casi todo correcto, pero cuando Micolás debía gritar: "Gracias al cielo... ¡Las Indias!" se retorcía de la risa. Riéndose así, nadie tomó en serio eso de "Gracias al cielo... ¡Las Indias!" representado por changos.

Después de esa monada, los niños coincidieron en que hay ciertas cosas que los changos no pueden hacer y nada más, una de esas cosas era gritar "Gracias al cielo... ¡Las Indias!" Además, si por un lado, a los changos no les interesaba conocer la historia de América, por otro, sí les gustaba ayudar en el salón de clases: limpiar las bancas, levantar la basura del piso, resolver los problemas de matemáticas, comerse la torta de los demás, quedarse con los plátanos del almuerzo de la maestra...

Y hablando de esa fruta, Micolás se ganó una vez una gran penca de plátanos. Se la llevó a su casa (la de Pepe Vampiro) y junto con Boruca se la comieron hasta que cayó la noche. Ni un plátano quedó vivo. Las barrigas se hincharon y los dos se empacharon. Boruca sufrió más que Micolás y cayó en cama, enferma de platanitis aguda según dijo el veterinario que era el esposo de una de las maestras. Y esa platanitis hizo que la changuita aterrizara en cama por un buen rato. Y se habría quedado más tiempo si a Rita Cabrita no se le hubiera ocurrido llevarle flores a la changa enferma. Eran unas flores ya viejas pero muy perfumadas; y en cuanto el olor llegó cerca del hociquito de Boruca hizo que ésta soltara un tremendo estornudo, de unos cuatro metros:

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—Atchimmmmmmmnmmmmmm...

¡Qué suerte! ¡Pero muy buena suerte! En cuanto acabó el estornudo, Boruca dio un fuerte suspiro y escupió un pedazo de plátano con todo y cáscara que tenía atorado en la garganta.

Pepe Vampiro, el también goloso devorador de fruta, acompañaba las emplatanadas de la changuita y entre mordida y mordida, decía:

—¡Esta changa no es nada aplatanada!

Los niños se la pasaban muy contentos.

En la escuela, Micolás y Boruca les ayudaban a todos. Hasta participaban en las declaraciones de amor.

Bueno... a veces la ayuda no era tan eficiente como los niños querían pero los changos lo hacían con buena intención. Cierta vez, Torcuato, apellidado Temístocles Epaminondas Junior, quería mandarle un recado a María, una carta de amor, por supuesto, y le pidió ayuda a Josema:

—¡Hey, Josema! ¿Me regalas una hoja para hacer una carta?

—¿Cartita de amor, Torcuato?

—Es secreto, Josema.

¡Cuál secreto! Si todo el mundo sabía que Torcuato se moría de amor por María. El muchacho tomó la hoja que le dio su amigo y garabateó en ella sus sentimientos, dobló el delicado pedazo de papel y le murmuró algo en el oído a Micolás. El chango, que era muy chango para eso de las cartitas de amor, salió alegremente hacia el fondo de la clase y guardó el papel. En el recreo, buscó a Rita Cabrita y le entregó la carta que en realidad era para María. Rita dejó de jugar avión, abrió el papel y leyó:

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Después de que leyó la carta, Rita estrujó el papel y lo aventó muy lejos. Hizo cara de enojada, dejó a sus amigas y salió en busca de Micolás. Encontró al chango, agachado y chupando una paleta, detrás de los pocos y raquíticos árboles que había en el patio de la escuela y le gritó furiosa:

—¡Micolás de pacotilla! ¡Tú y ese Torcuato cara de lombriz me las van a pagar!

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Acabado el recreo se fue cada chango en su mecate hacia los salones. Rita Cabrita no se aguantaba sola hasta que llegó el final de las clases: estaba como agua para chocolate. A la salida, en cuanto las filas se dispersaron y los niños se fueron hacia la calle, Rita se acercó por donde caminaba Torcuato y azotó ferozmente su mochila de cuero en la espalda del muchacho:

—¡Sinvergüenza! ¡Torcuato cara de lombriz! ¡Mandándome cartitas, mazapán podrido!

Mientras Torcuato se defendía, medio asustado y sorprendido todavía por el inesperado ataque, Rita continuaba dándole de mochilazos y gritando a todo vapor:

—¡Debías de tener vergüenza! ¡Meterse con la novia de un compañero! ¡Vanidoso sin chiste!

Y vámonos, otro mochilazo.

En un minuto ya se había armado un escándalo. Los compañeros que aún estaban por ahí hicieron un círculo alrededor de ellos para dar apoyo a su favorito:

—¡Patéala en la espinilla, Torcuato!

—¡Pégale por atrás!

—¡Jálale el cabello!

—¡Qué valiente! ¡Un hombre pegándole a una mujer!

Y Rita Cabrita, furiosa, gritaba todavía más:

—¡Vas a aprender a no volverlo a hacer!

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Dos maestras trataron de parar la pelea, pero también había para ellas: una se llevó una patada de Rita y a la otra se le rompió el vestido porque Torcuato, intentando escapar de los mochilazos, se metió entre los pies de la maestra. Micolás, que estaba siempre donde ocurrían las cosas, observaba desde el asta bandera; se deslizó por el tubo y se dio un costalazo en el suelo. En ese preciso momento, Torcuato consiguió escaparse y entonces Rita se fue en dirección del chango y le dio un buen golpe en su pierna izquierda.

—¡Chango condenado! ¡Vas a aprender a no llevar recaditos a nadie!

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Micolás escapó, seguido de cerca por Boruca. El perico del conserje, muriéndose de ganas de participar en el desorden, pericaba en el pasillo:

—Colás... colás... colás...

De paso, en la huida, Torcuato le dijo a María:

—La carta era para ti... fue un error del chango...

—¡Tú eres el chango! ¡Desaparece de mi vista!

Torcuato, sin tiempo para explicaciones, se dio a la fuga. Rita venía corriendo furiosa atrás de él.

El escándalo se acabó sólo cuando la maestra Angélica apareció en el portón de la escuela, con un pie calzado y otro descalzo, por eso cojeaba:

—¡No me dejan estar tranquila! ¡Ya no hay tranquilidad!

La maestra Angélica tenía razón, la tranquilidad había terminado con la llegada de los changos. Pero a ella bien que le gustaban. Tanto los quería que organizó al grupo de Pepe Vampiro (ya cuando Rita, María y Torcuato habían hecho las paces), para lanzar como candidata a Reina de la Primavera a Boruca. Más de la mitad de la escuela votó por la changuita, que se proclamó reina, ganándoles a las niñas de nariz respingada, falda cortita y piernas largas. El día de la coronación, Boruca no quiso saber nada de coronas sobre su cabeza y prefirió una penca de plátanos. Los alumnos del grupo ganador hicieron dos carteles: "Salve Boruca, simpática Reina de la Primavera" y "Boruca, la reina que es un amor"

¡Qué fiesta! Cuatro días sin clases.

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—¡Ay, ay, ay! Tenemos la reina más simpática de la región. Nadie le gana a esta reinaza —aseguraba la maestra Angélica. Y continuaba:

—Ahora van a decir: "allá va la directora de los changos, que tiene una Reina de la Primavera que es una monada..." Pueden decir lo que quieran, no me importa.

Fue así que la escuela, donde la maestra Angélica era directora, donde enseñaba la maestra América, donde estudiaban niños, niñas y changos, fue llamada desde entonces: "La escuela de las monadas".

Y antes de acabar el año, los changos (los changos, changos) hicieron otra monada. Era época de exámenes (por eso había muchos alumnos con retortijones) y nadie puso mucha atención a la desaparición de Boruca. Los pocos niños de la clase de Pepe Vampiro que notaron la ausencia de la changuita, comentaban maliciosamente:

—Boruca debe estar aprovechando la primavera...

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Pero... al día siguiente, con la cara más orgullosa del mundo, Boruca apareció en la escuela con otro chango junto a ella. Explotaron mil comentarios:

—¡Es su nuevo novio!

—¡Pobre de Micolás!

—Siempre pasa eso... apenas se quitó la corona, se aprovechó del rey y se creyó con derecho a tener dos novios...

—Quién sabe... qué tal si la dejaron primero, quién sabe...

—Quién sabe... pero ese chango que vino con ella tiene cara de chango marango.

—¡Marango! ¡Eso es, amigos! ¡Es el chango Marango!

Listo: estaba bautizado, adoptado e inscrito el nuevo alumno de la escuela de la maestra Angélica. Marango llegó y Marango se quedó. Nadie más quiso saber si era o no el novio de Boruca, el rival de Micolás... ya en la escuela el resto de los muchachos lo sabría tarde o temprano.

A la hora de la inscripción y elección de salón para Marango, la maestra Angélica creyó que lo mejor era ponerlo en la clase del profesor Antonio Gil.

—Tres changos en un mismo salón son demasiados.

La maestra América no estuvo de acuerdo:

—Yo me encargo, maestra.

—No, maestra América. Un chango en la clase del profesor Gil va a animar a todos esos niños que están medio despreocupados por sus estudios.

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El año estaba por terminar y los niños, los changos y el personal de la escuela eran cada vez más amigos. Los changos aprendieron a formarse por órdenes de la directora, también a comerse los plátanos uno a uno y a saludar al perico Pico de Oro. Los niños redoblaban su interés por la escuela. Nadie faltaba nunca a no ser por enfermedad.

A nadie le extrañó que la directora extendiera un gran letrero en la puerta de la escuela con la frase: "SE ABREN LAS INSCRIPCIONES PARA CHANGOS". Quien lo dudase tenía que entrar a ver a los tres changos participando en todo junto con los niños.

El sol estaba en lo alto aquella tarde del último día de clases. La maestra Angélica miró otra vez el cartel y suspiró profundamente de alegría. En el cuello de su vestido había una margarita. Volvió a leer el letrero, tomó la margarita, sonrió y dijo:

—¿Cómo habrán adivinado esos changos que mi flor preferida es la margarita?

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Después entró y cerró la puerta. La escuela estaba en completo silencio. Se sentó en la silla y se puso a trabajar. Antes de firmar algunos kilos de documentos, murmuró en voz baja:

—Necesito descansar... el año que entra tendremos por aquí muchas monadas más...


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