Libros del Rincón
Había una vez un perro que no sabía ladrar. No ladraba, no maullaba, no mugía, no relinchaba, no sabía decir nada. Era un perrillo solitario, a saber cómo había caído en una región sin perros. Por él no se habría dado cuenta de que le faltara algo. Los otros eran los que se lo hacían notar. Le decían:
Vaya una contestación. ¿No sabes que los perros ladran?
Ladran porque son perros. Ladran a los vagabundos de paso, a los gatos despectivos, a la luna llena. Ladran cuando están contentos, cuando están nerviosos, cuando están enfadados. Generalmente de día, pero también de noche.
Pero tú ¿ qué? Tu eres un fenómeno, oye lo que te digo: un día de estos saldrás en el periódico.
El perro no sabía cómo contestar a estas críticas. No sabía ladrar y no sabía qué hacer para aprender.
Haz como yo le dijo una vez un gallito que sentía pena por él. Y lanzó dos o tres sonoros kikirikí.
Me parece difícil dijo el perrito.
¡Que va, es facilísimo! Escucha bien y fíjate en mi pico.
Vamos, mírame y procura imitarme.
El gallito lanzó otro kikirikí.
El perro intentó hacer lo mismo, pero sólo le salió de la boca un desmañanado « keké» que hizo salir huyendo aterrorizadas a las gallinas
No te preocupes dijo el gallito, para ser la primera vez está muy bien. Venga, vuélvelo a intentar.
El perrito volvió a intentarlo una vez, dos, tres. Lo intentaba todos los días. Practicaba a escondidas, desde la mañana hasta por la noche. A veces, para hacerlo con más libertad, se iba al bosque. Una mañana, precisamente cuando estaba en el bosque, consiguió lanzar un kikirikí tan auténtico, tan bonito y tan fuerte, que la zorra lo oyó y se dijo: «Por fín el gallo ha venido a mi encuentro. Correré a darle las gracias por la visita...» E inmediatamente se echó a correr, pero no olvidó llevarse el cuchillo, el tenedor y la servilleta porque para una zorra no hay comida más apetitosa que un buen gallo. Es lógico que le sentara mal ver en vez de un gallo al perro que, tumbado sobre su cola, lanzaba uno detrás de otros aquellos kikirikí.
Ah dijo la zorra, conque esas tenemos, me has tendido una trampa.
Desde luego. Me has hecho creer que había un gallo perdido en el bosque y te has escondido para atraparme. Menos mal que te he visto a tiempo. Pero esto es una caza desleal. Normalmente los perros ladran para avisarme de que llegan los cazadores.
Te aseguro que yo... Verás, no pensaba en absoluto en cazar. Vine para hacer ejercicios.
Me ejercito para aprender a ladrar. Ya casi he aprendido, mira qué bien lo hago.
Y de nuevo un sonorísimo kikirikí.
La zorra creía que iba a reventar de la risa. Se revolcaba por el suelo, se apretaba la barriga, se mordía los bigotes y la cola.
Nuestro perrito se sintió tan mortificado que se marchó en silencio, con el hocico bajo y lágrimas en los ojos.
Por allí cerca había un cuco. Vio pasar al perro y le dio pena.
Entonces ¿por qué estás tan triste?
Pues... lo que pasa... es que no consigo ladrar. Nadie me enseña.
Si es sólo por eso, yo te enseño. Escucha bien cómo hago y trata de hacerlo como yo: cucú... cucú... cucú... ¿lo has comprendido?
Facilísimo. Yo sabía hacerlo hasta cuando era pequeño. Prueba: cucú... cucú...
Ensayó aquel día, ensayó al día siguiente. Al cabo de una semana ya le salía bastante bien. Estaba muy contento y pensaba: «Por fin, por fin empiezo a ladrar de verdad. Ya no podrán volver a tomarme el pelo».
Justamente en aquellos días se levantó la veda. Llegaron al bosque muchos cazadores, también de esos que disparan a todo lo que oyen y ven. Dispararían a un ruiseñor, sí que lo harían. Pasa un cazador de esos, oye salir de un matorral cucú... cucú..., apunta el fusil y ¡bang! ¡bang! dispara dos tiros.
Por suerte los perdigones no alcanzaron al perro. Sólo le pasaron rozando las orejas, haciendo ziip ziip, como en los tebeos. El perro a todo correr. Pero estaba muy sorprendido: «Ese cazador debe estar loco, disparar hasta a los perros que ladran...»
Mientras tanto el cazador buscaba al pájaro. Estaba convencido de que lo había matado.
Debe habérselo llevado ese perrucho, a saber de dónde habrá salido refunfuñaba. Y para desahogar su rabia disparó contra un ratoncillo que había sacado la cabeza fuera de su madriguera, pero no le dio.
El perro corría, corría...