Libros del Rincón
Había una vez un señor muy rico. Más rico que el más rico de los millonarios americanos. Incluso más rico que el Tío Gilito. Superriquísimo. Tenía depósitos enteros llenos de monedas, desde el suelo hasta el techo, del sótano a la buhardilla. Monedas de oro, de plata, de níquel. Monedas de quinientas, de cien, de cincuenta. Liras italianas, francos suizos, esterlinas inglesas, dólares, rublos, zloty, dinares. Quintales y toneladas de monedas de todas clases y de todos los países. De monedas de papel tenía miles de baúles llenos y sellados.
El señor Puk decidió hacerse una Casa.
Me la haré en el desierto dijo, lejos de todo y de todos.
En el desierto no hay piedra para hacer casas, ni ladrillos, argamasa, madera o mármol... No hay nada, sólo arena.
Mejor dijo el señor Puk, me haré la casa con mi dinero. Usaré mis monedas en vez de la piedra, de los ladrillos, de la madera y del mármol.
Llamó a un arquitecto e hizo que le diseñara la casa.
Quiero trescientas sesenta y cinco habitaciones dijo el señor Puk, una para cada día del año. La casa debe tener doce pisos, uno por cada mes del año. Y quiero cincuenta y dos escaleras, una por cada semana del año. Hay que hacerlo todo con las monedas ¿comprendido?
Harán falta algunos clavos...
Nada de eso. Si necesita clavos, coja mis monedas de oro, fúndalas y haga clavos de oro.
Harían falta tejas para el techo...
Nada de tejas. Utilizará mis monedas de plata, obtendrá una cobertura muy sólida.
El arquitecto hizo el diseño. Fueron necesarios tres mil quinientos autovías para transportar todo el dinero necesario en medio del desierto.
Se necesitaron cuatrocientas tiendas para alojar a los obreros.
Y se empezó. Se abrieron los cimientos y después, en vez de echar el cemento armado, venga de monedas a carretadas, a camiones llenos. Luego las paredes, una moneda sobre otra, una moneda junto a otra. Una moneda, un poco de argamasa, otra moneda. El primer piso todo de monedas italianas de plata de quinientas liras. El segundo piso, todo de dólares y de cuartos de dólar.
Después las puertas. Estas también hechas con monedas pegadas entre sí. Luego las ventanas. Nada de cristales: chelines austriacos y marcos alemanes bien encolados y, por dentro, forradas con billetes de banco turcos y suizos. El tejado, las tejas, la chimenea: todos hechos con monedas contantes y sonantes. Los muebles, las bañeras, los grifos, las alfombras, los peldaños de las escaleras, el enrejado del sótano, el retrete: monedas, monedas, monedas por todas partes, únicamente monedas.
Todas las noches el señor Puk registraba a los albañiles cuando dejaban el trabajo para asegurarse de que no se llevaban algún dinero en el bolsillo o dentro de un zapato. Les hacía sacar la lengua porque también, si se quería, podía esconderse una rupia, una piastra o una peseta debajo de la lengua.
Cuando se terminó la construcción aún quedaban montañas y montañas de monedas. El señor Puk hizo que las llevaran a los sótanos, a las buhardillas, llenó muchas habitaciones, dejando sólo un pasaje estrecho entre uno y otro montón, para pasear y hacer cuentas.
Y luego se fueron todos, el arquitecto, el capataz, los obreros, los camioneros, y el señor Puk se quedó solo en su inmensa casa en medio del desierto, en su gran palacio hecho de dinero, dinero bajo los pies, dinero sobre la cabeza, dinero a diestra y siniestra, delante y detrás, y adonde fuera, a cualquier parte que mirara, no veía más que dinero, dinero, dinero, aunque se pusiera con la cabeza para abajo no veía otra cosa. De las paredes colgaban centenares de cuadros valiosísimos: en realidad no estaban pintados, era dinero colocado en marcos, y hasta los marcos estaban hechos con monedas. Había centenares de estatuas, hechas con monedas de bronce, de cobre, de hierro.
En torno al señor Puk y a su casa estaba el desierto, que se extendía sin fin hacia los cuatro puntos cardinales. A veces llegaba el viento, del Norte o del Sur, y hacía batir las puertas y las ventanas que producían un sonido extraordinario, un tintineo musical, en el que el señor Puk, que tenía un oído finísimo, lograba diferenciar el sonido de las monedas de los diferentes países de la tierra: «Este dinn lo hacen las coronas danesas, este denn los florines holandeses... Y, esta es la voz del Brasil, de Zambia, de Guatemala...»
Cuando el señor Puk subía las escaleras reconocía las monedas que pisaba sin mirarlas, por el tipo de roce que producían sobre la suela de los zapatos (tenía unos pies muy sensibles). Y mientras subía con los ojos cerrados murmuraba: «Rumania, India, Indonesia, Islandia, Ghana, Japón, Sudáfrica...»
Naturalmente dormía en una cama hecha con dinero: marengos de oro para la cabecera y para las sábanas, billetes de cien mil liras cosidos con hilo doble. Como era una persona extraordinariamente limpia, cambiaba de sábanas todos los días. Las sábanas usadas las volvía a guardar en la caja de caudales.
Para dormirse leía los libros de su biblioteca. Los volúmenes se componían de billetes de banco de los cinco continentes, cuidadosamente encuadernados. El señor Puk no se cansaba nunca de hojear esos volúmenes, pues era una persona muy instruida.
Una noche, precisamente cuando hojeaba un volumen del Banco del Estado australiano...