Libros del Rincón


El milagro


Charlie entró en la tienda y depositó la húmeda moneda de cincuenta peniques sobre el mostrador.

—Una Delicia de Chocolate y Caramelo Batido de Wonka —dijo, recordando cuánto le había gustado la que recibiera por su cumpleaños.

El hombre que estaba detrás del mostrador parecía robusto y bien alimentado. Tenía gruesos labios y redondas mejillas y un cuello muy gordo. La grasa de su papada rebosaba el cuello de su camisa como un anillo de goma. Se volvió y alargó el brazo para coger la chocolatina, luego se volvió otra vez y se la entregó

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a Charlie. Charlie se la arrebató de las manos y rápidamente desgarró el envoltorio y le dio un enorme mordisco. Luego le dio otro... y otro... y, ¡qué alegría de poder llevarse a la boca grandes trozos de algo dulce y sólido! ¡Qué maravilloso placer poder llenarse la boca de exquisita y sustanciosa comida!

—Me parece a mí que necesitabas eso, hijo —dijo amablemente el tendero.

Charlie afirmó con la cabeza, la boca llena de chocolate.

El tendero puso el cambio sobre el mostrador.

—Calma —dijo—. Puede venirte un dolor de estómago si te lo tragas así, sin masticar.

Charlie siguió devorando la chocolatina. No podía detenerse. Y en menos de medio minuto la golosina entera había desaparecido. Charlie estaba sin aliento, pero se sentía maravillosa, extraordinariamente feliz. Alargó una mano para coger el cambio. Entonces hizo una pausa. Sus ojos estaban justamente a ras del mostrador. Miraban fijamente las monedas de plata. Las monedas eran todas de cinco peniques. Había nueve en total. Ciertamente no importaría que se gastase una más...

—Creo —dijo en voz baja—, creo que... me comeré otra chocolatina. De la misma clase que la anterior, por favor.

—¿Por qué no? —dijo el tendero, alargando el brazo y cogiendo otra Delicia de Chocolate y Caramelo Batido del estante. La colocó sobre el mostrador.

Charlie la recogió y rasgó el envoltorio... Y de pronto... debajo del papel... vio un brillante destello de oro.

El corazón de Charlie se detuvo.

—¡Es un Billete Dorado! —gritó el tendero, saltando medio metro en el aire—. ¡Tienes un Billete Dorado! ¡Has encontrado el último Billete Dorado! Eh, ¿qué te parece? ¡Vengan todos a ver esto! ¡El chico ha encontrado el último Billete Dorado de Wonka! ¡Ahí está! ¡Lo tiene en la mano!

Parecía que al tendero le iba a dar un ataque.

—¡Y en mi tienda, además! —gritó—. ¡Lo encontró aquí mismo, en mi propia tienda! ¡Que alguien llame a los periódicos, de prisa, y se lo haga saber! ¡Ten cuidado, hijo! ¡No lo rompas al desenvolverlo! ¡Eso es un tesoro!

En pocos segundos, había un grupo de unas veinte personas apiñadas alrededor de Charlie, y muchas más se abrían camino a empujones para entrar en la tienda. Todo el mundo quería ver el Billete Dorado y a su afortunado descubridor.

—¿Dónde está? —gritó alguien—. ¡Levántalo, así todos podremos verlo!

—¡Allí está, allí! —gritó otro—. ¡Lo tiene en la mano! ¡Mirad cómo brilla el oro!

—Me gustaría saber cómo se las arregló para encontrarlo —gritó un niño, furioso—. ¡Yo llevo semanas enteras comprando veinte chocolatinas al día!

—¡Piensa en todas las golosinas que podrá comer gratis! —dijo otro niño, envidiosamente—. ¡Durante toda la vida!

—¡Ese pobre flacucho lo necesitará! —dijo una niña, riendo.

Charlie no se había movido. Ni siquiera había extraído el Billete Dorado que envolvía a la chocolatina. Estaba inmóvil, sosteniéndola apretadamente con ambas manos mientras la multitud gritaba y se apretujaba a su alrededor. Se sentía mareado, invadido por una extraña sensación de ligereza, igual que si estuviese flotando en el aire como un globo. Sus pies no parecían tocar el suelo. Podía oír los fuertes latidos de su corazón en algún sitio cerca de su garganta.

En ese momento, se percató de que una mano se había posado livianamente sobre su hombro, y cuando levantó la vista, vio que había un hombre junto a él.

—Escucha —susurró éste—. Te lo compraré. Te daré cincuenta libras por él. ¿Eh? ¿Qué te parece? Y también te daré una nueva bicicleta. ¿De acuerdo?

—¿Está loco? —gritó una mujer que estaba cerca de ellos—. ¡Vaya, yo le daría doscientas libras por ese billete! ¿Quieres vender ese billete por doscientas libras, jovencito?

—¡Ya es suficiente! —gritó el gordo tendero, abriéndose paso entre la multitud y cogiendo a Charlie firmemente por un brazo—. Dejen en paz al muchacho, ¿quieren? ¡Abran paso! ¡Déjenle salir! —Y a Charlie, mientras le conducía a la puerta, le susurró—: ¡No dejes que nadie se lo quede! ¡Llévatelo a casa, de prisa, antes de que lo pierdas! Corre todo el camino y no te detengas hasta llegar allí, ¿has entendido?

Charlie asintió.

—¿Sabes una cosa? —dijo el tendero, haciendo una pausa y sonriendo a Charlie—. Tengo la sensación de que necesitabas un golpe de suerte como éste. Me alegro mucho de que lo hayas conseguido. Buena suerte, hijo.

—Gracias —dijo Charlie, y salió a la calle, echando a correr sobre la nieve lo más de prisa que sus piernas se lo permitían. Y cuando pasó frente a la fábrica del señor Willy Wonka, se volvió y agitó la mano y cantó—: ¡Ya nos veremos! ¡Nos veremos muy pronto! —Y cinco minutos más tarde llegaba a su casa.


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