Libros del Rincón


CUENTO


La señora Berti Bartolotti se sentó en la mecedora y empezó a desayunar. Se tomó cuatro tazas de café, tres panecillos con mantequilla y miel, dos huevos pasados por agua y una rebanada de pan negro con jamón y queso y una rebanada de pan blanco con foie-gras de ganso. Como la señora Bartolotti se mecía mientras comía y bebía —al fin y al cabo las mecedoras son para mecerse—, su bata azul celeste acabó llena de manchas marrones, de café, y amarillas, de huevo. Además, gran cantidad de migas de pan le cayeron por el cuello de la bata.

La señora Bartolotti se levantó y empezó a saltar sobre un pie por el cuarto de estar hasta que todas las miguitas hubieron caído de la bata. Después se chupó los dedos pegajosos de miel. Entonces se dijo a sí misma:

—Criatura, ahora vas a lavarte y a vestirte como es debido y a ponerte a trabajar, ¡pero rápido!

Cuando la señora Bartolotti hablaba consigo misma, siempre se decía «criatura».

En la época en que la señora Bartolotti era realmente una criatura, su madre le decía constantemente:

—Criatura, que hagas los deberes en seguida. Criatura, que seques la vajilla. Criatura, cállate.

Y más tarde, cuando la señora Bartolotti ya no era una niña, su marido, el señor Bartolotti, siempre le decía:

—Criatura, que prepares pronto la comida. Criatura, que me cosas un botón de los pantalones. Criatura, que friegues el suelo.

La señora Bartolotti se había acostumbrado a cumplir las órdenes y los encargos sólo cuando le llamaban «criatura». Su madre hacía tiempo que había muerto y el señor Bartolotti hacía tiempo que se había ido a vivir a otra parte; a nadie le interesaba por qué, era un asunto privado. En todo caso, la señora Bartolotti no tenía a nadie más que a sí misma que le llamara «criatura».

La señora Bartolotti entró en el cuarto de baño. Le apetecía un baño bien caliente. Lo malo era que en la bañera nadaban los peces dorados. Eran siete doradas pequeñas y cuatro grandes, y la señora Bartolotti las había sacado el día anterior de la pecera y las había echado en el baño porque le pareció que los peces necesitaban un cambio de agua. Todo individuo, pensó la señora Bartolotti, toma sus vacaciones y se marcha de viaje. Solamente las pobres doradas se pasaban todo el año dando vueltas y vueltas en su redonda pecera.

La señora Bartolotti decidió contentarse con una ducha bien caliente. (Tenía una cabina de ducha aparte en el cuarto de baño). Desgraciadamente la puerta plegable de la ducha no cerraba bien. En realidad no es que no cerrara bien, sino que no se abría, porque la señora Bartolotti había extendido una cuerda que cruzaba cuatro veces el cuarto de baño de la ventana a la ducha, para tender sus vaqueros y su suéter de lana. Y en el lavabo estaban los vaqueros y el suéter, que aún no había lavado.

—¡Pues te lavarás en seco ahora mismo, criatura! —dijo a su imagen en el espejo y cogió un trozo de algodón y un frasco grande del armario del cuarto de baño.

Vertió un poco de líquido rosa en el algodón y se frotó a fondo la cara. El algodón se volvió multicolor. Rosa de maquillaje, rojo de barra de labios, negro de rimmel, marrón de lápiz de ojos, verde de sombra de párpados y azul marino de línea de cejas.

—¡Se ha puesto magnífico! —dijo la señora Bartolotti al ver el algodón y lo tiró justo al lado de la papelera, debajo del lavabo.

Después sacó varios tubos, frascos y lápices del armario y volvió a ponerse la cara rosa, roja, negra, marrón, verde y azul marino. Entonces descubrió que el frasquito de la pintura de las pestañas estaba casi vacío, así es que escribió con la barra de labios en los azulejos de la pared del cuarto de baño:

¡¡¡COMPRAR PINTURA DE PESTAÑAS!!!

Después, con la esponja del baño, borró de los azulejos COMPRAR PAPEL DE WATER, escrito igualmente con lápiz de labios, porque ya lo había comprado el día anterior.

Antes de salir del cuarto de baño, la señora Bartolotti se miró en el espejo del lavabo para averiguar si su aspecto era juvenil o no. O sea, que tenía días jóvenes y días viejos. Ese día la señora Bartolotti tenía un día joven. Quedó complacida de su cara.

—Tan joven como se puede, tan guapa como es posible —murmuró para sí, aprobadora. Todas las arrugas en torno a los ojos y a la boca estaban disimuladas con maquillaje rosa.

La señora Bartolotti nunca decía su edad, por lo tanto nadie la sabía. Por eso tenía diversas edades.

La anciana señora Meier, su vecina, cuando hablaba de la señora Bartolotti, decía:

—La joven señora Bartolotti.

El nieto de la anciana señora Meier, el pequeño Michi, decía:

—La vieja señora Bartolotti.

El señor Egon, que vendía en su farmacia polvos, supositorios y pomadas, y que se le habían formado dos pliegues en la frente de leer tantas recetas, decía:

—Berti Bartolotti es una mujer en la mejor edad.

También el señor Egon estaba en la mejor edad. Tenía cincuenta y cinco años. Se trataba familiarmente con la señora Bartolotti dos veces por semana. Una vez él la visitaba a ella, y otra vez ella le visitaba a él. Iban al cine o al teatro, después a cenar, luego tomaban una copa o tomaban un café. Dos veces por semana el señor Egon llamaba a la señora Bartolotti «Bertita» y dos veces por semana la señora Bartolotti llamaba al señor Egon «Egoncito». Pero el resto de los días de la semana, si la señora Bartolotti iba a la farmacia a comprar jarabe para la tos o se encontraban en la calle, ella le llamaba «señor» y él la llamaba «señora». En general no solían hablar los demás días.

Los días de familiaridad eran siempre los martes y los sábados.

La señora Bartolotti volvió al cuarto de estar, después de haberse observado durante un largo rato en el espejo. Se sentó de nuevo en la mecedora, encendió un cigarro y empezó a considerar si se ponía a trabajar, se iba de compras o mejor se volvía a la cama. Justo cuando se había decidido por la cama, sonó el timbre de la puerta. Sonó fuerte y largo. La señora Bartolotti se llevó un susto de muerte. Sonó como cuando llamaba el cartero, el repartidor de telegramas o los bomberos.

La señora Bartolotti dejó el cigarro en un platillo floreado y se dirigió a la puerta Esperaba que quien había llamado tan fuerte y largo fuera el cartero con un giro postal. La señora Bartolotti siempre esperaba al cartero con un giro, y de vez en cuando venía realmente el cartero y traía dinero. Mil chelines o dos mil chelines o, incluso, cinco mil chelines. Según hubiera sido de grande la alfombra que la señora Bartolotti había vendido. En la orden de pago ponía:

CASA BARTOLOTTI & COMPANY

ALFOMBRAS DE ARTESANÍA

La firma comercial Bartolotti & Company era la señora Berti Bartolotti. La Company se la había inventado para que su tarjeta comercial pareciera más importante y sólida.

La señora Bartolotti hacía las más bellas y coloreadas alfombras de nudo de toda la ciudad. Los comerciantes que vendían sus alfombras decían a sus clientes:

—La señora Bartolotti es una artista, ¡una verdadera artista! Sus alfombras son pequeñas obras de arte. ¡Por eso son tan caras!

(Los comerciantes de alfombras pedían a los clientes tres veces o más de lo que pagaban a la señora Bartolotti. Por eso resultaban tan caras las alfombras.)

El que había llamado tan fuerte e insistentemente, el que estaba en la puerta, no era el cartero de los giros. Era el cartero de los paquetes postales. El cartero de los paquetes postales respiraba con dificultad y se secaba el sudor de la frente.

—¡Condenado chisme! —dijo, señalando el enorme paquete envuelto en papel blanco—. Pesa por lo menos veinte kilos.

Y el hombre arrastró el paquete por el pasillo hasta la cocina; la señora Bartolotti firmó un recibo y dio al cartero cinco chelines de propina. El cartero dijo:

—Hasta otra vez.

Y la señora Bartolotti dijo:

—Hasta luego —Y acompañó al cartero hasta la puerta.

Luego recogió su cigarro del cuarto de estar y fue a sentarse en una silla de la cocina frente al gran paquete blanco. Se palpó el pelo teñido de rubio, se pasó las uñas pintadas de azul cielo entre los mechones endurecidos por la laca y meditó.

Lana, pensó, lana seguro que no es. La lana no pesa tanto. Un paquete de lana de este tamaño pesa a lo sumo cinco o seis kilos.

La señora Bartolotti se levantó y giró en torno al paquete. Buscó algún remite y no encontró ninguno. Tampoco lo halló cuando con grandes dificultades lo tumbó y miró en la parte de abajo.

—Criatura —se dijo severamente la señora Bartolotti—, ¡examina a fondo tu conciencia!

La verdad era que la señora Bartolotti tenía una manía: era aficionada a los cupones y a los boletines de pedido, le gustaban las ofertas rebajadas y las ofertas especiales más que nada en el mundo. Cuando en un periódico, o en un catálogo, o en una revista encontraba una tarjeta de pedido o cupón, lo arrancaba, lo rellenaba y lo enviaba. Era hasta tal punto aficionada a los boletines de pedido que nunca se paraba a pensar si el objeto le era útil. Por su manía de hacer pedidos, la señora Bartolotti había llegado ya a las mayores rarezas: una enciclopedia universal de animales en diecisiete tomos, una partida de calcetines de hilo para caballero, un servicio de té de plástico para veinticuatro personas, una suscripción a una revista de piscicultura y otra a una publicación de desnudismo. Además: un molinillo turco de café (pero no para moler café, sino como lamparita de noche), diez calzoncillos de angora de una talla enorme y nueve máquinas budistas de oración. Pero sin ninguna duda lo más singular que la señora Bartolotti había encargado y recibido era una alfombra. Cuando el repartidor trajo la carísima y horrible alfombra floreada, la señora Bartolotti lloró, con razón, por su manía y se juró no volver a encargar nada nunca, nunca más.

Pero, como ocurre cuando se tiene una auténtica manía, la señora Bartolotti volvió a rellenar una tarjeta al día siguiente:

Por consiguiente, la señora Bartolotti examinó a fondo su conciencia. Su conciencia estaba casi limpia. Salvo un pedido de un paquete gratuito de una muestra de..., sólo recordaba una oferta especial de automáticos cromados con pinzas y punzón. Pero esa oferta especial era imposible que pesara cerca de veinte kilos. Y la muestra de prueba y el paquete gratuito ella sabía que a lo sumo podían pesar cien gramos.

Quizá, pensó la señora Bartolotti, me envie este paquete mi buen tío Alois. Quizá sea un regalo por mi cumpleaños. Al fin y al cabo hace treinta años que el buen hombre no me ha enviado ningún regalo. Si ahora quiere repararlo, bien podrían llegar a juntarse veinte kilos.

La señora Bartolotti tomó las tijeras de picar cebolletas y cortó el cordón del paquete. Luego, rasgó el papel y levantó la tapa de grueso cartón que había debajo. Dentro había virutas azul celeste y entre las virutas un sobre azul, en el que se podía leer:

Había sido escrito de modo simétrico, con una cinta nueva y en máquina eléctrica. El buen tio Alois no tenía máquina de escribir y, además, siempre escribía Berti con «th».

La señora Bartolotti abrió el sobre, sacó una hoja de papel doblada y leyó:

Aún había una firma debajo, que decía «Hunbert» o «Honbert» o «Monbert». Y aún más abajo:

La señora Bartolotti dejó la carta sobre la mesa de la cocina, se inclinó encima de la caja de cartón y empezó a escarbar entre. las virutas azul celeste. Percibió algo liso, duro y frío. Apartó las virutas y vio entonces una gran lata de conservas de brillo plateado. La lata era más o menos tan alta como un paraguas de caballero y tan voluminosa como el tronca de un haya de treinta años. La lata de conservas no tenía etiquetas; sólo había en ella un punto azul celeste, aproximadamente del tamaño de una moneda de diez chelines. Una de las tapas de la lata llevaba el rótulo ARRIBA y la otra, ABAJO. En el centro de la lata se leía: Documentos en la pared interior.

La señora Bartolotti hizo rodar la lata fuera de la caja de cartón y la puso de pie. Así, el ARRIBA estaba arriba y el ABAJO estaba abajo. Golpeó con los nudillos en la lata; sonó bastante hueco.

—Esto no es macedonia de frutas —murmuró.

—Quizá palomitas de maíz —se dijo a continuación.

Las palomitas de maíz le gustaban a la señora Bartolotti, pero cuando examinó más de cerca la lata comprendió que dentro no podía haber palomitas de maíz. Nada líquido o que se pudiera derramar era posible que contuviese, pues era una de esas latas que en el centro, todo alrededor, tiene una cinta de chapa con una anilla metálica. Al tirar de la anilla, se desprende la cinta de chapa todo alrededor y, entonces, queda la lata dividida en dos partes. Por lo tanto, en la lata tenía que haber algo compacto.

—Corned beef —dijo para sí la señora Bartolotti, extendiendo la mano para agarrar la anilla.

El corned beef le gustaba más aún que las palomitas de maíz. Veinte kilos de corned beef son sin duda un pedazo bastante grande y veinte kilos de corned beef seguro que no iban a caber en su nevera, pero la señora Bartolotti pensó: Bueno, le regalo un kilo a Egon y a la anciana Meier otro kilo y dos al pequeño Michi y al buen tío Alois le envío un paquete con tres kilos. Al menos, así se dará cuenta de que yo le recuerdo más a él, que él a mí. Y, además, pensó la señora Bartolotti, no necesito hacer compra en toda la semana. Comeré corned beef en el desayuno, en la comida y en la cena. La señora Bartolotti agarró la anilla.

—Criatura, déjalo, puede salirte mal —susurró una voz en su oído izquierdo.

—Criatura, abre de una vez esa extraña lata —susurró una voz en su oído derecho.

Pero como ambas eran su propia voz, la señora Bartolotti no las hizo caso. Además, era demasiado tarde. Ya había desprendido unos cinco centímetros de la cinta de chapa. La señora Bartolotti siguió tirando. Se oía un extraño ruido silbante. Cuando la señora Bartolotti acabó de desprender la cinta de chapa, la mitad superior de la lata quedó ladeada sobre la inferior y el silbido cesó. Se desprendía un olor a fenol y a hospital y había una fragancia de ozono y aire fresco.

—Así no huele el corned beef, de no ser un corned beef asqueroso —murmuró la señora Bartolotti al levantar la parte superior de la lata de conservas.

Resultó muy oportuno que la silla de la cocina se hallara exactamente detrás de ella, pues la señora Bartolotti se llevó un susto tremendo. Empezó a temblar desde la punta de los oxigenados cabellos hasta las uñas de los pies pintadas de verde claro, se sintió un poco mareada, se tambaleó y cayó pesadamente sobre la silla de la cocina. Aquéllo acurrucado dentro de la lata de conservas, dijo:

—Buenos días, querida madre —e hizo un cariñoso gesto de saludo con la cabeza.

Cuando la señora Bartolotti se llevaba un susto tremendo, no sólo temblaba y se mareaba. Cuando se llevaba un susto tremendo, la señora Bartolotti también veía ante sus ojos estrellitas doradas y detrás un fino velo violeta.

En ese momento, la señora Bartolotti estaba terriblemente asustada. Veía las estrellitas y detrás el dorado velo violeta, y detrás de él, la mitad inferior de una lata y, dentro, un enano encogido. Veía una cabeza encogida y con mil arrugas, brazos apergaminados, un cuello apergaminado y un pecho encogido. Luego vio también un vientre apergaminado y el enano, que al parecer había permanecido sentado en la lata, se puso de pie. La arrugada boca del encogido enano, dijo:

—Querida madre, la disolución nutritiva está en la tapa.

La señora Bartolotti agitó la cabeza y abrió y cerró los ojos varias veces. Quería hacer desaparecer las estrellitas y el velo violeta. En efecto, las estrellitas desaparecieron y, a través del velo violeta, pudo distinguir en el interior de la tapa del bote una bolsa azul claro. En la bolsa se podía leer: DISOLUCION NUTRITIVA. Y debajo, en letras, más pequeñas:

En un ángulo de la bolsa decía: «Cortar por aquí», subrayado por una flecha. La señora Bartolotti cortó la esquina de la bolsa justo por la flecha.

—Sería conveniente que te dieras prisa —dijo el enano—. Sin la disolución nutritiva no puedo conservarme mucho tiempo al aire libre.

La señora Bartolotti se levantó de la silla de la cocina. Se tambaleó. Sacó el barreño de plástico rosa de debajo del fregadero, lo puso bajo el grifo y giró el pulsador rojo del calentador de agua hasta «caliente». (El calentador era ya muy viejo y en la posición de caliente daba un agua templada). Cogió un jarro, en el que cabía medio litro, y vertió ocho jarros de agua en el barreño junto con la solución nutritiva. La solución nutritiva era de un color marrón oscuro. La señora Bartolotti removió este contenido con un cucharón y el agua se puso parduzca.

Entonces, la señora Bartolotti vertió lentamente el agua parduzca sobre la cabeza del enano arrugado. A decir verdad, ella esperaba que el agua cayera sobre el enano como un ducha y que se vertiera parte en la lata y parte en el suelo. Pero no sucedió así. El enano absorbía toda el agua marrón y se iba poniendo cada vez más terso, hasta que ya no pareció un enano, sino un niño bastante normal.

Cuando la señora Bartolotti acabó de verter los cuatro litros, halló en la lata un muchacho al que se le podían calcular unos siete años de edad. Tenía un sano color, tostado por el sol, una piel de niño tersa y delicada, mejillas sonrosadas, ojos de color azul claros, blanca dentadura y rizos rubios. Naturalmente, estaba desnudo.

El muchacho salió de la lata de conservas y entregó un sobre azul claro a la señora Bartolotti. La señora Bartolotti tomó el sobre, que era de plástico con sus bordes soldados herméticamente. Impreso en letras negras ponía: DOCUMENTOS.

La señora Bartolotti cogió las tijeras de cortar cebolletas y rasgó el sobre por la línea de puntos. En el sobre había una partida de bautismo, un documento de ciudadanía y algunos certificados de vacunación. En la partida de bautismo decía:

En el documento de ciudadanía se afirmaba que Konrad Bartolotti, hijo de Konrad August y de Berti Bartolotti, poseía nacionalidad austríaca. Y de los certificados de vacunación se desprendía que Konrad Bartolotti había sido vacunado contra la escarlatina, la tos ferina, el sarampión, la tuberculosis, el tifus, la disentería, la difteria, el tétanos y la viruela.

Aún encontró en el sobre la señora Bartolotti un papel duro, con los bordes recortados en pico. En él, con letras adornadas y en tinta azul claro, estaba escrito:

De nuevo la firma podía decir «Hunbert» o «Honbert» o «Monbert».

El muchachito de siete años, que según la fe de bautismo se llamaba Konrad Bartolotti, castañeteaba los dientes y se le había puesto carne de gallina.

—¿No tienes ropa? —preguntó la señora Bartolotti.

—La ropa me la tienen que dar aquí, así está convenido —dijo Konrad.

La señora Bartolotti sacó su gruesa chaqueta de punto del armario del vestíbulo y se la puso a Konrad por los hombros. Konrad dejó de castañetear los dientes.

—Nos han explicado —dijo— que la moda cambia muy rápidamente. Sería absurdo que nos mandaran vestidos. Cada año se lleva algo distinto y no sería lógico que nos dieran ropas de antemano —Konrad contempló las larguísimas mangas de la chaqueta de punto y preguntó— ¿Es ésta ahora la moda para los chicos de siete años?

—No, no —dijo la señora Bartolotti—. Los pequeños llevan otras cosas. La chaqueta es mía. Yo no sabía...

—¿Qué no sabías? —preguntó Konrad.

—Pues que te enviaban.

—¡Sólo nos envían por encargo!

La señora Bartolotti creyó percibir en la voz de Konrad un tono de reproche.

—O ¿es que se ha equivocado de dirección el servicio de ventas?

Ahora, la señora Bartolotti creyó percibir en la voz de Konrad un tono triste.

—No, no —se apresuró a decir la señora Bartolotti—. El servicio de ventas no se ha equivocado, claro que no, sólo.... sólo que..., yo no sabía que llegabas hoy; pensaba que no llegaría hasta dentro de una o dos semanas.

—¿Estás contenta de que haya llegado, madre? —preguntó Konrad.

La señora Bartolotti contempló a Konrad. El niño necesitaba afecto, pensó. Claro, todos necesitamos afecto. Y también pensó que era un niño muy agradable. Seguro que es tan agradable como Egon, y tan agradable como la anciana Meier. Y, con toda seguridad, más agradable que Michi, el nieto de la anciana Meier. Además, en algún momento le habré encargado. Ahora está aquí y necesita afecto.

—Sí, estoy muy contenta de que hayas llegado, Konrad —dijo la señora Bartolotti.

Konrad sonrió. Luego, dijo que estaba muy cansado por la salida de la lata, que debilitaba mucho. Preguntó si podría dormir un poco, una, dos o tres horas. Esto, además, era lo programado; de lo contrario, podían producirse deterioros.

La señora Bartolotti llevó a Konrad al dormitorio Despejó su cama de revistas, periódicos, novelas de amor y cajas de galletas y bombones. Sacudió las migas de galleta de las sábanas y mulló la almohada. Konrad se acostó. La señora Bartolotti lo tapó y Konrad se durmió en seguida.

Antes de dormirse, aún dijo:

—Buenas noches, querida madre.

La señora Bartolotti descubrió que realmente quería a Konrad.

Bajó las persianas y salió andando de puntillas de la habitación. Cerró suavemente la puerta. Se sentó en la mecedora y sacó un grueso cigarro de la tabaquera. Necesitaba fumar. Los cigarros calmaban sus nervios. Cuando la señora Bartolotti había dado tres profundas chupadas al cigarro, desapareció por fin de sus ojos el fino velo violeta. Y cuando dio otras tres profundas chupadas, recordó que hacía bastante tiempo, en la época en que aún vivía con el señor Bartolotti, había deseado realmente un niño.

Pero me habría dado cuenta de que encargaba un niño..., pensó la señora Bartolotti.

—Tampoco te diste cuenta de que encargabas medio quintal de chinchetas —se dijo a sí misma la señora Bartolotti y se respondió muy indignada —¡Pero las chinchetas son muy diferentes a los niños! Un pedido tan insólito no lo habría olvidado.

—Los molinos de oración tibetanos son aún más insólitos que los niños —se rebatió la señora Bartolotti— y también los habías olvidado.

Aún estuvo riñendo consigo misma durante un rato y, por fin, se puso de acuerdo consigo misma en que el señor Bartolotti, tanto tiempo ausente, habría cursado el pedido de un hijo. Probablemente para que ella tuviera una agradable sorpresa. Eso conmovió bastante a la señora Bartolotti, pues el señor Bartolotti nunca le había proporcionado sorpresas agradables.

Cuando el cigarro se consumió, la señora Bartolotti recordó que el señor Bartolotti, hacía ya muchos años, estuvo preguntando durante unas tres semanas si no había llegado un paquete para él.

—Eso es —dijo la señora Bartolotti— ¡Eso es! En aquellos días él esperaba al niño.

(Pero en ésto se equivocaba radicalmente la señora Bartolotti. El señor Bartolotti esperaba en aquellos días un libro titulado La interpretación de los sueños en el antiguo Egipto, y el libro llegó finalmente).

La señora Bartolotti cogió su monedero, su cartera, su bolsa de cuero y su estuche de plástico. En el monedero sólo había algunas monedas. En la cartera había mil chelines, destinados al pago del alquiler. En la bolsa de cuero había algunas monedas de plata de cincuenta y otras de veinticinco que la señora Bartolotti coleccionaba. En el estuche de plástico había cuatro billetes azules de mil chelines, que guardaba para un caso de apuro.

—Este es un auténtico caso de apuro, criatura —se dijo la señora Bartolotti.

Se quitó la bata, corrió al cuarto de baño, cogió un pantalón vaquero y un suéter de algodón de la cuerda de tender, y se los puso.

Los vaqueros estaban gastados alrededor de la cremallera y, todavía bastante húmedos, en la cintura. Además, estaban sin planchar, tan rígidos y arrugados como sólo pueden estarlo unos vaqueros. El retorcido suéter también estaba sin planchar y bastante deformado.

Si me pongo un abrigo encima, pensó la señora Bartolotti, nadie se dará cuenta.

La señora Bartolotti sólo tenía un abrigo. Un grueso abrigo de piel de liebre, gris claro. Aunque hacía bastante calor, se embutió en el abrigo.

—Los abrigos de piel de liebre se llevan con gorros de piel de liebre —dijo la señora Bartolotti poniéndose el enorme gorro.

Metió en su bolso los cuatro mil chelines para caso de apuro y el monedero, la cartera y la bolsa de piel, pidió un taxi por teléfono y salió de casa.

La señora Bartolotti dijo al taxista que la llevara «a la ciudad». En la ciudad en la que vivía la señora Bartolotti, se decía «ir a la ciudad» a ir al «centro de la ciudad», donde suelen estar las tiendas bonitas, caras y elegantes.

Estaban a primeros de octubre, y por lo tanto ya era otoño, pero hacía bastante calor. Para ser exactos, veintidós grados a la sombra. La señora Bartolotti sudaba bajo la piel de liebre, y la gente la miraba con curiosidad. Pero que la mirasen con curiosidad, era algo a lo que la señora Bartolotti ya estaba acostumbrada. La mayoría de las veces llevaba vestidos que a la gente le parecían raros. O no se adaptaban a la época del año o a la ocasión de la que se trataba. La señora Bartolotti iba a jugar al tenis con pantalón negro, llevaba vaqueros a la Opera, iba a la lechería con vestido largo de seda y al cine, con ropa de montañero.

—Lo que tú quieres es irritar a la gente con estas cosas —aseguraba Egon, el farmacéutico.

Pero no era así. La señora Bartolotti no quería molestar a nadie. Cogía un vestido cualquiera del armario. Un día le apetecía. ponerse algo rojo y, como los pantalones de montañero eran de ese color, se ponía los pantalones de montañero.

La señora Bartolotti llevaba una hora corriendo por la ciudad y ya había gastado los cuatro mil chelines; tenía ya nueve bolsas de plástico llenas de ropas de niño. Había comprado calzoncillos y calcetines, suéteres estampados y bordados, pantalones de pana y pantalones de cuero, un cinturón y una camisa de seda india. Había comprado tres pares de zapatos de deporte color de rosa con cordones violeta. Un par del número 30, otro del 31 y otro del 32. Uno de ellos le vendrán bien, pensó. También había comprado una boina bastante estrafalaria. Era de piel azul pálido, y llevaba bordado un dibujo, dorado y plateado; encima llevaba un cascabel dorado. También había comprado una chaqueta compuesta solamente por parches de colores.

Como ya había gastado tanto dinero, la señora Bartolotti se propuso ahorrar. Decidió volver andando a casa y no tomar un taxi. Los tranvías no los podía soportar. Pasó por una tienda de juguetes y pensó que los juguetes son absolutamente necesarios para un niño; de modo que sacó la cartera del bolso, cogió el dinero para el alquiler y compró una gran caja de construcciones, un osito de peluche, un libro con ilustraciones, una comba para saltar, un revólver de plástico, una muñeca que decía «mamá» y unos muñecos de guiñol.

A continuación pasó la señora Bartolotti por una tienda de muebles, y de repente se dio cuenta de que Konrad necesitaba una cama. Sacó del bolso la bolsa de piel y contó las monedas de plata. Diez de cincuenta y ocho de veinticinco sumaban setecientos chelines. Entró en la tienda de muebles y eligió una cama para niño. Era roja y llevaba un colchón verde con elefantes blancos estampados. La cama roja y el colchón verde eran los más caros de la tienda.

La señora Bartolotti entregó sus monedas de plata como anticipo y el dependiente le prometió que la cama y el colchón le serían entregados en su casa esa misma tarde.

Cerca ya de su casa, la señora Bartolotti pensó que Konrad necesitaba dulces y helados. Sacó el monedero del bolso y compró en la pastelería una bolsa con trocitos de guirlache, otra bolsa de almendras tostadas, un paquete de tamaño familiar con helado de frambuesa, una docena de chicles y diez serpentinas de goma.

Cuando la señora Bartolotti llegó a casa, Konrad ya no estaba en la cama, sino junto a la ventana del cuarto de estar, envuelto en una sábana y mirando a la calle.

—Buenos días, madre —dijo.

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La señora Bartolotti soltó las once bolsas, se quitó la piel de liebre, tiró el gorro sobre la mesa y se secó el sudor de la frente.

—Buenos días, Konrad —contestó, y se quedó pensando si era un saludo adecuado para un niño de siete años, y si no sería mejor darle un beso o, al menos, abrazarle. Quizá darle un golpecito en el hombro. (No estaba al corriente del modo de tratar a un niño de siete años). La señora Bartolotti había visto a menudo a la anciana señora Meier levantar en brazos a Michi, su nieto, y besarle ambas mejillas. Así que la señora Bartolotti se fue hacia Konrad y le levantó del suelo, hasta que su cara estuvo delante de la de ella.

Konrad la miraba. Y, de pronto, la señora Bartolotti no estuvo segura de si Konrad quería que le besaran. Volvió a dejarle en el suelo. Konrad seguía mirando a la señora Bartolotti.

—¿Por qué me has levantado en brazos y has vuelto a soltarme en el suelo? —preguntó.

—Quería darte un beso —dijo la señora Bartolotti— pero no sé si a ti te parece bien.

—Los padres besan a sus hijos —dijo Konrad— cuando se han portado bien.

Konrad se pasó la lengua por el labio superior, frunció el entrecejo y guiñó los ojos. Se percibía que estaba meditando. Al poco rato dijo, mirando la sábana en la que se había envuelto:

—Estaba solo en casa y no he roto ni estropeado nada. Claro que he quitado la sábana del colchón y me he envuelto en ella, pero creo que eso no es malo. Es que tenía un poco de frío.

—Pues claro que no es malo —le tranquilizó la señora Bartolotti.

—Entonces, yo creo que puedes darme un beso —dijo Konrad.

La señora Bartolotti levantó a Konrad hasta que tuvo su cara frente a la de ella y le besó en la mejilla izquierda y, luego, en la derecha. La piel de Konrad era tibia, delicada y suave, y la señora Bartolotti encontró muy agradable besarle. Por eso, volvió a besar a Konrad en la mejilla izquierda y, luego, en la derecha, y después volvió a ponerlo en el suelo. A continuación, cogió las bolsas y desempaquetó sus compras.

—¿Te gusta esto? —preguntó, sacando de una bolsa un niky con bordados dorados.

—¿Te gusta esto? —preguntó, cogiendo un cinturón de cuero con una enorme hebilla de latón en forma de cabeza de toro.

A cada objeto que la señora Bartolotti sacaba de las bolsas, Konrad asentía con la cabeza en señal de aprobación. Pero no lo hacía muy entusiasmado y, naturalmente, la señora Bartolotti se dio cuenta.

—Creo —dijo con tristeza— que todo esto no te gusta mucho.

—¡Oh, sí! —dijo Konrad cortésmente— claro que sí. Si a ti te gusta, yo estoy contento con ello.

—Pero es a ti a quien le debe gustar —exclamó la señora Bartolotti— Tú eres quien tiene que llevar estas ropas.

Konrad titubeó y dijo:

—Yo no sé lo que se lleva ahora. Sólo... —Konrad se calló.

—Sólo ¿qué?

—Sólo... —Konrad volvió a callarse.

—Pero sólo ¿qué? Dilo de una vez.

—Está bien, si tú quieres, lo diré —dijo Konrad—. He estado mirando un buen rato por la ventana y he visto muchos niños; entre ellos había algunos de mi edad y llevaban otras cosas muy distintas a éstas.

—Pues, ¿qué llevaban?

—Pantalones gris claro y camisas de cuadros o de rayas y encima chaquetas azules o marrones.

—¡Porque la gente es terriblemente aburrida! —dijo la señora Bartolotti— Porque no tienen fantasía y a todos les gusta lo mismo y no se atreven a nada.

La señora Bartolotti se golpeó con un puño en el pecho, allí donde estaban pintados en su suéter de algodón el gran sol dorado, el ciervo rosa y el gato verde.

—Mira aquí —le dijo—. Yo también tengo cosas chillonas, que las demás personas no llevan. El sol y el ciervo y el gato me los he pintado yo con pinturas especiales para tejidos. Nadie los lleva en el mundo, excepto yo, y estoy orgullosa de ello. Es bonito, ¿ no?

—Yo no sé —dijo Konrad.

La señora Bartolotti suspiró y dijo:

—Bueno, bueno, ya veo que toda la gente no es como yo; y ellos, los otros, también tienen razón. Si quieres, mañana te compraré un pantalón gris, una camisa a cuadros y una chaqueta azul, ¿eh?

Konrad negó con la cabeza y explicó que eso sería un derroche de dinero y, sobre todo, no era necesario. Se puso unos calzoncillos a cuadros rojos y blancos, el niky con los bordados dorados y los pantalones de pana, de color violeta, con las rodilleras verdes en forma de corazón. Luego, se abrochó el cinturón de cuero con la enorme hebilla de latón en forma de cabeza de toro y se puso la gorra azul claro, con el cascabel dorado.

—Tienes un aspecto fantástico, verdadera y sencillamente increíble —exclamó la señora Bartolotti, sinceramente entusiasmada. —Eres el niño más guapo que he visto en mi vida.

La señora Bartolotti quiso llevar a Konrad al espejo grande del vestíbulo.

—Ven —le dijo—, mírate al espejo y verás qué guapo eres.

—No, gracias —dijo Konrad—. Los niños de siete años sólo deben mirarse al espejo cuando se lavan las orejas o cuando se lavan los dientes; si no, se vuelven vanidosos y presumidos.

—Perdóname —musitó la señora Bartolotti, que, de repente, se había acordado del helado de frambuesa—. ¡Dios mío! —exclamó—, el helado se está derritiendo.

Sacó el helado de la bolsa, corrió a la cocina y volcó el contenido del paquete en una fuente de cristal. Sacó un bote del armario de la cocina, en el cual había barquillos largos y delgados. Clavó los barquillos en el helado. Quedaba muy bonito, parecía un erizo con púas muy largas. La señora Bartolotti le llevó a Konrad, al cuarto de estar, la fuente con el erizo de helado.

—Mira —le dijo—, te gustará. Está muy bueno.

—¿También, cuando no es verano, se comen helados? —preguntó Konrad.

—Claro que sí —dijo la señora Bartolotti—. Siempre se puede comer helado. A mí me gustan especialmente en invierno. Cuando como helados con más gusto, es cuando nieva.

—Pero, ¿no se come el helado sólo de postre? —preguntó Konrad.

—Perdóname, cariño —exclamó la señora Bartolotti—, olvidé por completo que debes de tener hambre. Te haré un bocadillo de jamón y un huevo pasado por agua con un pepino. ¿Te parece?

—No tengo hambre —explicó Konrad—. La ducha de disolución nutritiva alimenta para veintiséis horas. Só1o era que yo no estaba seguro de si se podía comer helado con el estómago vacío.

—¡Caramba!, ¿por qué preguntas continuamente qué se debe o qué no se debe hacer?

—Porque un chico de siete años tiene que preguntarlo —dijo Konrad.

—Pero yo no tengo ni idea de lo que un chico de siete años debe o no debe hacer —gritó, desesperada, la señora Bartolotti.

—Entonces no comeré hoy helado —dijo Konrad— y mañana te enteras a qué horas se debe comer el helado, ¿te parece?

La señora Bartolotti aceptó, pero no tenía la más ligera idea de a quién podría preguntar. Sobre todo, estaba bastante desconcertada y, de puro desconcierto, se comió todo el helado con los barquillos y empezó a sentir tirones en el estómago y ardores en el esófago.

Konrad permaneció durante todo el tiempo sentado frente a ella, mirándola comer. Algunas veces la señora Bartolotti se interrumpía y le ponía a Konrad una cucharada de helado o un barquillo bajo la nariz y le preguntaba si no quería, al menos, probarlo, pero Konrad sacudía la cabeza.

Cuando la señora Bartolotti terminó de comerse el helado, Konrad preguntó cómo podía él ayudar en las tareas de la casa, si lavando los platos, limpiando el polvo o sacando el cubo de la basura.

—¿Harías con gusto esas cosas? —preguntó la señora Bartolotti a Konrad.

—¿Con gusto? No lo sé —dijo Konrad—. Pero un chico de siete años es capaz de hacerlo y, además, tiene la obligación de ayudar a su madre con pequeños trabajos.

—Sí, es verdad, claro, naturalmente —dijo la señora Bartolotti.

Pero añadió que en el cubo de la basura todavía cabían muchas cosas y que la capa de polvo aún no era muy gruesa y que aún quedaban en el armario de la cocina algunos platos, cucharas, tazas y ollas limpias, por lo que sería mejor que Konrad jugara con los juguetes nuevos.

Konrad cogió la caja grande de juego de construcciones, levantó la tapa y contempló las piezas.

—Son muy bonitas las piezas de colores —dijo.

La señora Bartolotti suspiró aliviada.

—Con estas piezas se pueden construir torres, una locomotora completa, un Ayuntamiento y hasta un avión —le explicó.

Konrad volvió a cerrar la caja, se la puso bajo el brazo y preguntó:

—¿Dónde puedo jugar?

—¿Dónde? —la señora Bartolotti no había comprendido la pregunta.

—Quiero decir que cuál es mi rincón para jugar.

La señora Bartolotti nunca había oído hablar de un rincón para jugar. Konrad le explicó que los niños tienen, o un rincón para jugar, o un cuarto de juegos. Y, como en el piso de la señora Bartolotti no había un cuarto de juegos, dijo, ella debía asignarle un rincón para jugar.

La señora Bartolotti reflexionó. Tenía un cuarto de estar, un cuarto de trabajo, un dormitorio, una cocina, un vestíbulo y un cuarto de baño, y cada habitación tenía cuatro rincones.s En total sumaban veinticuatro rincones. Ella creía que Konrad podía disponer de cualquier rincón. Pero también podía disponer de los veinticuatro rincones a la vez. Y del centro de la habitación también podía disponer, dijo ella.

—Muchas gracias, pero me basta con un rincón —explicó Konrad.

—Bueno, en ese caso, elige tú uno —dijo la señora Bartolotti.

—¿Dónde estorbo menos?

—¿Estorbar? ¿A quién?

—¡A tí!

—A mí no me estorbas. ¡De veras que no! Por mí puedes jugar en cualquier parte.

—Entonces me quedo con éste —Konrad señaló el rincón entre la ventana y la puerta que daba al vestíbulo—. ¿Está bien? —preguntó.

La señora Bartolotti dijo que sí. Konrad colocó la caja en el suelo, levantó la tapa y miró las piezas.

—He comprado un montón de cosas más —dijo la señora Bartolotti—. Mira —reclamó su atención—. Esto es un oso y esto una muñeca y un libro con ilustraciones...

Konrad le interrumpió :

—Yo creo que es mejor y más razonable para un chico de siete años, jugar durante algún tiempo con una sola cosa, concentrándose por completo en ella. Si no, con tantas cosas, se puede uno poner muy nervioso.

—Perdona, no lo había pensado —balbuceó la señora Bartolotti, y dejó todos los juguetes que había comprado en el rincón de al lado de la puerta del vestíbulo. También, naturalmente, la muñeca que decía mamá.

Konrad miró a la muñeca.

—¿Es eso para mí? —preguntó, y, cuando la señora Bartolotti contestó que sí, dijo—: ¡Pero yo soy un chico de siete años!

—¿Y no es apropiada para un chico una muñeca que dice mamá? —preguntó la señora Bartolotti.

—Las muñecas son para las niñas —explcó Konrad.

La señora Bartolotti cogió la muñeca del suelo. —¡Qué lástima! —musitó—. Es tan bonita.

La señora Bartolotti le arregló el flequillo a la muñeca, le hizo cosquillas en la barriga y decidió regalársela a la niña que vivía en el piso de abajo. La niña se llamaba Kitti.

Konrad, montando pieza sobre pieza, construía una torre alta y delgada.

—Oye, Konrad —dijo la señora Bartolotti y empezó a explicarle que tenía que ponerse a trabajar un poco—. Por lo menos, tres centímetros de alfombra —y preguntó a Konrad, si quería quedarse solo en el cuarto de estar, o irse con ella al cuarto de trabajo—. Así no estarás tan solo —le dijo.

Konrad estaba construyendo una segunda torre delgada y alta.

—No, gracias —contestó—, me quedo aquí. Yo ya había contado con que tú fueras una mujer con una profesión. Nos han dicho que, actualmente, la mayoría de las madres trabajan. Y hay niños que viven con la abuela, y niños que están en guarderías, y luego están los que llaman niños llave.

—¡Santo cielo! —murmuró en voz baja la señora Bartolotti.

Ya estaba otra vez desconcertada. Se fue al cuarto de trabajo, se sentó ante el telar y empezó a anudar hilos de color rojo brillante, noble violeta y verde venenoso en la alfombra, y así pudo dejar de pensar en el extraño niño que se hallaba agachado en un rincón de su cuarto de estar. Cuando trabajaba en sus alfombras, la señora Bartolotti sólo pensaba en las alfombras, y absolutamente en nada más. Quizá por eso aquellas alfombras resultaban especialmente hermosas.

Como la señora Bartolotti sólo pensaba en la alfombra, no se dio cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo. De pronto, Konrad apareció a su lado. La señora Bartolotti miró a Kontad primero y luego al reloj, y vio que era muy tarde.

—¡Dios mío! Seguro que ahora ya tienes hambre —exclamó sobresaltada.

—Un poco, apenas nada —contestó Konrad. Dijo también que, en realidad había venido por otro motivo.

El quería cantar algo. Pero no tenía la menor idea de lo que cantan los niños de siete años. Para eso no le habían preparado. O le habían preparado y él no había puesto mucha atención.

—Dime —la señora Bartolotti quería enterarse y se le puso cara de curiosidad—, ¿cómo te han preparado? ¿Cómo fue? Y, ¿quién te ha preparado?

Konrad callaba.

—¿Tuviste allí profesores? ¿O eran los operarios? Y, ¿estabas todo el tiempo tan arrugado? Perdóname, quiero decir tan, tan..., tan seco como antes de la disolución nutritiva.

Konrad siguió callado.

—¿No puedes hablar de todo eso?

Konrad dijo:

—Sólo en caso de necesidad. ¿Es éste un caso de necesidad?

—No —dijo la señora Bartolotti—, ¡claro que no es un caso de necesidad!

Y se puso a pensar en qué era lo que cantaba ella de niña.

Primero recordó:

Pero ya no se sabía más de la letra. Luego se acordó de:

Y tampoco se sabía ya más. Entonces recordó:

Pero se dio cuenta de que no eran canciones infantiles, sino canciones de moda que los mayores cantaban cuando ella era niña. Y, por fin, le vinieron a la memoria auténticas canciones infantiles:

Y también:

Y además:

La señora Bartolotti cantó una canción tras otra y cada vez estaba más alegre. Cantó también:

Mientras la señora Bartolotti cantaba «Al señor Paco su tía» y justo cuando estaba en «El señor Paco volvía, a casa en la oscuridad», se dio cuenta de que Konrad se iba poniendo pálido. Pero se dijo que la siguiente estrofa, al ser especialmente divertida, le gustaría. Y cantó:

Konrad había ido palideciendo y estaba ya blanco como una sábana. La señora Bartolotti se dio cuenta y, para animarle, cantó:

En aquel momento, Konrad empezó a llorar.

—Konrad, ¿qué te pasa?

La señora Bartolotti se levantó en seguida, sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y le secó las lágrimas. Konrad sollozó:

—Lloro porque no sé qué es lo que debo hacer. Los niños deben escuchar con atención cuando las madres hablan, o cuentan algo, o cantan. Pero deben dejar de escuchar cuando se dice, o se cuenta, o se canta algo indecoroso.

—¿Es que he cantado yo algo indecoroso?

Konrad asintió. La señora Bartolotti estaba sinceramente asustada y prometió solemnemente a Konrad no cantar o decir nunca más algo indecoroso. Konrad dejó de sollozar.

Y entonces sonó el timbre de la puerta. No como sonaba al llamar el cartero que traía los giros, o como sonaba la llamada de los bomberos, sino suavemente tres veces seguidas; como sólo el farmacéutico Egon llamaba. Esto quería decir que era sábado y, por consiguiente, día de familiaridad.

—¡Vaya, si es Egon! Casi lo había olvidado —exclamó la señora Bartolotti.

Cuando corría hacia la puerta, se dio un golpe en el codo con el armario del vestíbulo y quiso lanzar una maldición, pero se contuvo para que Konrad no volviera a llorar.

El señor Egon se había puesto el traje negro y la corbata de color gris claro, y traía en la mano un ramillete de violetas.

—Tengo dos estupendas entradas para la ópera —dijo.

—Y yo tengo un estupendo niño —dijo la señora Bartolotti.

—Segunda fila, principal, centro —dijo el señor Egon, pero se detuvo de repente, se quedó mirando a la señora Bartolotti y preguntó— ¿Cómo? ¿Qué?

En ese momento apareció Konrad en el vestíbulo. Se dirigió al señor Egon, le hizo una reverencia, le dio la mano y dijo:

—Buenas tardes, señor.

—Es mi hijo —dijo la señora Bartolotti—. Tiene siete años y se llama Konrad.

El señor Egon se puso pálido. Mucho más pálido que Konrad con las canciones indecorosas. La señora Bartolotti comprendió que debía una explicación al señor Egon. Pero no quería explicar el asunto delante de Konrad, por lo que le dijo:

—Konrad, cariño, creo que ahora hay un programa infantil en la televisión.

—Bien —dijo Konrad y se fue muy formal al cuarto de estar.

La señora Bartolotti se volvió a decirle:

—Primero hay que sacar el botón de arriba, luego apretar el tercero de abajo y después...

—Gracias, ya lo sé —contestó Konrad desde el cuarto de estar—, nos han enseñado a manejar la televisión.

La señora Bartolotti se llevó al señor Egon a la cocina, le dio un cigarro, cogió otro para ella, puso agua para hacer café y le contó todo al señor Egon. Cuando el agua empezó a hervir, ella había terminado la narración, y cuando había pasado toda el agua por el filtro del café, el señor Egon seguía sin creerse la historia. Sólo se convenció cuando la señora Bartolotti le enseñó la lata vacía y la bolsa de la disolución nutritiva, también vacía, y los documentos y la carta.

—Incómodo —dijo el señor Egon—, sumamente incómodo.

La señora Bartolotti hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El señor Egon observaba atentamente las puntas de sus zapatos de charol, negros y brillantes.

—¿Estáis todos ahí? —gritaban las voces de los muñecos de la televisión en el cuarto de estar.

—¡ Sííí...! —decía suavemente la voz de Konrad, y por lo menos cien niños en los estudios de la televisión vociferaban— ¡Sííí... !

El señor Egon seguía contemplando las puntas de sus zapatos de charol.

—Vamos, Egoncito, di algo —rogó la señora Bartolotti.

—Devuélvelo —dijo el señor Egon en voz baja

—¡Qué vergüenza! —dijo la señora Bartolotti, aún más bajo.

Entonces, agarró al señor Egon de la mano, le hizo levantarse de la silla y fue tirando de él por la cocina y el vestíbulo, hasta el cuarto de estar.

—Míralo —susurró la señora Bartolotti.

El señor Egon miró y vio en la pantalla un cocodrilo de plástico con escamas verdes y una cola violeta y unos ojos hechos con dos botones rojos, que se arrastraban lentamente hacia un muñeco con un gorro rojo. El muñeco, que tenía la cabeza de madera, se mostraba tranquilo y confiado.

El señor Egon vio a Konrad sentado ante el televisor. Konrad tenía puesta la gorra azul claro con el cascabel dorado. Tenía los ojos tan abiertos como la boca, y el dedo índice de la mano derecha en la punta de la nariz. Las orejas se le habían puesto rojas, y los cabellos rubios que asomaban bajo la gorra estaban revueltos. El aspecto de Konrad era el de un niño muy guapo, digno de ser amado y necesitado de protección.

—¿Qué? —preguntó en voz baja la señora Bartolotti.

—No —murmuró el señor Egon lleno de compasión—, no se puede devolver al pequeño.

—¡Claro que no! —dijo la señora Bartolotti.

En la pantalla, el de la cabeza de madera con gorro rojo, que no era en absoluto confiado, acababa de matar a palos al cocodrilo de plástico y los cien niños del estudio chillaban como monos. Konrad apartó el dedo de la nariz, se puso en pie diciendo «Pobre cocodrilo, pobrecito », se acercó al aparato y apretó el botón. Antes de que el cocodrilo estirase sus cuatro patas, la imagen había desaparecido.

—¿No te gusta el teatro de marionetas? —preguntó el señor Egon.

(El señor Egon, de niño, no podía soportar el teatro de marionetas).

—Hay que tener compasión de los animales —dijo Konrad.

—Pero Konrad, ¡éste era un cocodrilo! —exclamó la señora Bartolotti—. Un cocodrilo es un animal peligroso, devora a los hombres vivos.

—Ese cocodrilo —explicó Konrad— sólo quería dormir. El del gorro rojo le ha despertado al gritar tan alto y de un modo tan grosero.

—Pero el cocodrilo venía acechándole por detrás —gritó la señora Bartolotti.

(A ella, de niña, le había gustado mucho el teatro de marionetas).

—Yo creo —opinó Konrad— que los animales no saben que venir por detrás es acechar.

—Sí, pero... —tartamudeó la señora Bartolotti.

—El. hombre del gorro rojo debería ir en un coche cerrado, por las zonas en las que viven animales feroces —dijo Konrad—. Eso es mucho más seguro, tanto para el cocodrilo, como para él.

—Sí, pero... —volvió a tartamudear la señora Bartolotti.

—¡Nada de pero! —gritó el señor Egon con una voz que sonó muy satisfecha—. ¡Nada de pero en absoluto! ¡El chico tiene razón! Y, para su edad este chico es de una inteligencia poco común.

El señor Egon observaba a Konrad con particular agrado. El señor Egon, en general, nunca observaba a los niños con particular agrado; ni siquiera con un agrado normal.

El agrado del señor Egon se convirtió en auténtico entusiasmo, cuando Konrad preguntó:

—Por favor, ¿es hora ya de irse a la cama?

—¿Tienes sueño ya? —preguntó la señora Bartolotti.

—Eso no importa —dijo Konrad—. La mayoría de los niños, a la hora de irse a dormir, todavía no tienen sueño.

La señora Bartolotti tenía tan poca idea de la hora de irse a la cama como de la de comer helados. Sólo podía recordar que con frecuencia, de niña, berreaba como un demonio cuando la mandaban a la cama y que algunas veces, después de acostada, seguía berreando un rato más. De modo que dijo a Konrad:

—Quédate todo el tiempo que quieras. Tú mismo notarás cuándo quieres irte a la cama —y al decir ésto se dio cuenta de que la cama no había llegado aún. Así que explicó—: El asunto está claro. Te irás a dormir cuando nos traigan la cama.

Konrad estaba de acuerdo.

Además, Konrad seguía sin tener mucha hambre.

—¿Te apetece, quizá, un bombón? —preguntó la señora Bartolotti.

—Comer golosinas por la noche, antes de acostarse, puede hacer daño —dijo Konrad.

A pesar de todo, la señora Bartolotti le puso delante de la boca un bombón de chocolate, relleno de frambuesa y con una almendra encima. Sostuvo el bombón delante de la boca de Konrad, hasta que por fin la abrió y ella se lo introdujo rápidamente.

—Bertita, no lo has comprendido —le regañó el señor Egon—. El niño es más sensato que tú. Ya puedes estar contenta de tener un hijo que se da cuenta de lo malo que es el azúcar para los dientes.

La señora Bartolotti murmuró algo como «pamplinas» y observó atentamente la cara de Konrad. Quería ver cómo se le iluminaba de felicidad al comer un bombón tan bueno. Pero la cara de Konrad no se llenó de felicidad. Por el contrario, Konrad parecía triste. Se tragó el bombón y luego dijo:

—Gracias, estaba muy bueno, pero me oprime.

—Vamos, Konrad —dijo riendo la señora Bartolotti—, un bombón no puede oprimirte el estómago, para eso tendrías que haberte comido toda una bolsa.

Konrad sacudió la cabeza y explicó que el bombón no le oprimía el estómago, sino la conciencia, porque comer bombones antes de irse a la cama era algo prohibido. A él le causaba opresión todo lo que estaba prohibido. Se lo habían inculcado. También dijo muy triste que hasta ese momento, él se había sentido orgulloso del sentimiento opresor que le producían las cosas prohibidas, pues había sido la materia de enseñanza más importante que habían tenido en la «Sección de puesta a punto». Konrad aclaró:

—Se llamaba clase de sentimiento de culpabilidad, y los niños-instantáneos que no la dominaban a la perfección, no podían salir de la fábrica. —Pero, de pronto, Konrad se calló asustado porque no podía hablar de la fábrica; salvo en caso necesario.

—Aterrador —murmuró la señora Bartolotti.

Pero el señor Egon clamó:

—¡Es el muchacho más estupendo que he visto nunca! Si todos los chicos fueran así, ya hace tiempo que yo tendría uno. ¡Un chico de siete años tan bien educado, tan complaciente, comedido y formal, es un consuelo!

—Egoncito, eres un cretino —dijo la señora Bartolotti.

Pero el señor Egon no lo oyó porque seguía hablando de Konrad con enorme entusiasmo. Y siguió aún largo rato, sin dejarse interrumpir, ni siquiera cuando llegaron, por fin, a entregar la cama. Habló mientras la señora Bartolotti metía en una funda un almohadón del sofá, habló mientras ella extendía las sábanas sobre el colchón y habló mientras ponía una funda al más mullido y bello edredón que poseía. Y continuó hablando de que un niño tan bien educado, delicado y formal como Konrad era poco frecuente, y que un niño así necesitaba una protección mayor de la que la señora Bartolotti podía ofrecerle.

La señora Bartolotti asintió —en realidad porque no había prestado mucha atención— y acabó de ordenar con unos golpecitos la almohada y el edredón. Pero, como a lo largo del discurso del señor Egon había oído tres veces en poco tiempo la palabra «padre», dejó de asentir con la cabeza. Empujó la cama hasta meterla en el dormitorio, gritó «Un momento, Egoncito», volvió, se sentó en la mecedora frente al señor Egon, y preguntó:

—Dime, ¿qué hablabas antes de un padre?

—Necesita urgentemente uno —dijo el señor Egon.

—¡Ya lo tiene! —gritó la señora Bartolotti—. Lo pone en su partida de bautismo. Konrad August Bartolotti. ¡Ese es su padre!

—¡Sí ese es su padre —gritó el señor Egon, mientras en su frente se formaban cuatro profundas arrugas de preocupación—, deberá volver y ocuparse de la formación de este niño encantador! Porque ése es su deber.

La señora Bartolotti se puso furiosa al oír aquello. Gritó que no necesitaba para nada a Konrad August. Hacía tiempo que le había dicho a Konrad August que se fuera al diablo o al quinto pino, y al parecer allí estaba ahora, y allí podía seguir.

—Entonces, alguien tiene que hacerse cargo del puesto del padre, y yo... —empezó a decir el señor Egon.

No pudo seguir hablando porque Konrad se presentó descalzo en el cuarto de estar y preguntó dónde, por favor, se podía lavar y si había en la casa un cepillo de dientes para él.

No había en la casa un cepillo de dientes para Konrad. Pero la señora Bartolotti, suspirando, se decidió al menos por sacar del lavabo el jersey y los vaqueros, para que Konrad pudiera lavarse.

—Espera un momento —dijo a Konrad—, en seguida limpió el cuarto de baño.

Suspiró tres veces más y se sintió bastante digna de compasión, porque limpiar era para la señora Bartolotti el trabajo más espantoso del mundo.

Cuando regresó al cuarto de estar, el señor Egon y Konrad estaban sentados uno junto a otro y sonreían.

—Ahora soy yo su padre —dijo el señor Egon— Konrad está de acuerdo.

Konrad asintió. La señora Bartolotti miró a Egon, miró a Konrad, suspiró y dijo:

—Bueno, pues tendré yo que estar de acuerdo también.

Pero, en realidad, ella no estaba de acuerdo. En primer lugar, no creía que un chico de siete años tuviera tanta necesidad de un padre. Y en segundo lugar, de necesitar un padre, ¿por qué uno tan aburrido, tan tontaina como Egon? Egon, pensaba, vale como amigo dos veces por semana para mí, pero no como padre.

Sin embargo, como Konrad sonreía tan contento, repitió:

—Bueno, pues también yo estoy de acuerdo.

Cuando ya hacía rato que Konrad se había acostado y dormía —según Egon «como un angelito»— el señor Egon y la señora Bartolotti seguían sentados en el cuarto de estar. El señor Egon se estaba tomando un whisky con mucha soda y la señora Bartolotti, vodka con una guinda.

—Mañana tienes que llevar a Konrad a la escuela y matricularle —dijo— el señor Egon.

—Mañana es domingo —contestó la señora Bartolotti—, día de descanso en las escuelas.

—Pues entonces pasado mañana —dijo el señor Egon.

Continuó hablando de cómo disfrutaría sus futuros placeres de padre, cuando Konrad empezara a traer a casa un sobresaliente tras otro. La señora Bartolotti no sentía por adelantado los placeres de madre por las futuras notas de Konrad. Ella quería ver la película policíaca de la televisión, pero lo impidió el señor Egon.

—Deja esa estupidez, que tengo que hacerte una observación importante.

La señora Bartolotti se puso a escucharle en vez de apretar el botón del televisor. Pero no le hizo una observación importante, sino cien mil observaciones importantes, y cuando por fin terminó, era más de medianoche. La señora Bartolotti bostezó, dijo «Adios, Egoncito», dio al señor Egon la llave de la casa y se fue a la cama de puntillas, para no despertar a Konrad. Aunque tenía mucho sueño, no podía dormirse. Las importantes observaciones del señor Egon le rondaban en la cabeza.

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—¡Tienes que cambiar radicalmente y ser más ordenada, más maternal y más formal!

—Tienes que ser seria y no andar más por ahí vestida de un modo tan extravagante.

—Tienes, de ahora en adelante, que hacer la limpieza, preparar la comida con regularidad y cuidarte de decir sólo cosas que sean buenas y útiles para un muchacho de siete años.

—Tienes que, tienes que, tienes que...

Esta letanía le había dado dos mil vueltas en la cabeza y se le habían revuelto las cien mil observaciones de Egon. Se durmió, pero aún en el sueño más profundo, la señora Bartolotti lanzaba gemidos y murmuraba:

—Tienes que, tienes que...

A la mañana siguiente, la señora Bartolotti se despertó mucho más temprano que de costumbre. Se restregó los ojos y miró la cama de Konrad. La cama estaba vacía. La señora Bartolotti se asustó. Saltó de la cama —durante un momento creyó que Konrad había sido simplemente un sueño— y corrió al cuarto de estar. Vio a Konrad sentado en su rincón de juegos. Estaba lavado y peinado. Colocaba las piezas del juego de construcciones, una tras otra. Al mismo tiempo, decía:

—Éstas son las unidades, éstas son las decenas y éstas son las centenas.

—Konrad, ¿qué estás haciendo?

—Hago ejercicios de aritmética —contestó Konrad—. Tendré que ir mañana a la escuela, y conviene que esté preparando como es debido.

—Como es debido, como es debido —murmuró la señora Bartolotti camino de la cocina, y añadió, cuando estuvo segura de que Konrad ya no podía oírlo—, no soporto esas palabras. Son tan desagradables como serio, metódico, formal. ¡Demonio, qué asco!

La señora Bartolotti tenía una lista completa de palabras que no le gustaban. Además de como es debido, formal, serio y metódico, no le gustaban propósito, razonable, cotidiano, instructivo, decoroso, comedimiento, costumbre, ama de casa, apropiado y pertinente.

La señora Bartolotti preparó café y huevos pasados por agua, hizo una tortilla de frambuesa especialmente para Konrad, y entre tanto pensaba en las desagradables y repugnantes palabras. También pensó en las cien mil observaciones de Egon, mientras despejaba la mesa de la cocina. Extendió sobre la mesa un mantel verde floreado y sacó del armario del cuarto de estar el servicio de plástico para veinticuatro personas (claro que sólo una doceava parte). Como no tenía flores en casa, colocó en el centro de la mesa un jarrito con un ramillete de puerros y perejil. Contempló la masa del desayuno y pensó: hasta Egon me elogiaría en estos momentos. Nadie podría preparar una mesa para el desayuno de un modo más conveniente y maternal.

Konrad se tomó el café, la tortilla, el pan con mantequilla y el sandwich de jamón.

—Pues estás hambriento —observó la señora Bartolotti.

—¡Oh, no! —dijo Konrad— estoy llenísimo, casi no puedo más.

Bueno, pues déjalo ya.

—Perdona; hay que comerse todo lo que hay en la mesa y, sobre todo, lo que hay en el plato —explicó Konrad.

La señora Bartolotti retiró rápidamente los tres últimos panecillos, el jamón y el queso y lo puso sobre el aparador de la cocina. Ya no quedaba nada comestible sobre la mesa. Konrad respiró tranquilo.

Generalmente, la señora. Bartolotti trabajaba los domingos. Pero pensó que a un muchacho de siete años le apetecería ir al campo el domingo. A pasear o a jugar a la pelota. Quizá quisiera ir Konrad al parque de atracciones o al zoológico.

Konrad no quería ir. Ni al zoológico, ni al parque de atracciones, ni al campo. Konrad dijo:

—Hoy quiero prepararme para la escuela. Sé hacer cuentas y escribir y leer. Tuvimos un buen curso preescolar. Pero lo que no sé es hasta dónde han llegado los niños de mi edad en el colegio.

Y entonces Konrad preguntó a la señora Bartolotti si sería tan amable de ir a casa de un niño de siete años y pedirle prestados los libros de clase para que él pudiera echarles un vistazo.

—Entonces ¿no quieres ir a la primera clase? —preguntó la señora Bartolotti—. En la primera clase no habrán avanzado mucho, sólo hace un mes que empezó el colegio. En esa clase no se estudia demasiado.

Konrad sacudió la cabeza. Dijo que él no pensaba ir a la primera clase. No sólo era un niño-instantáneo, sino también un niño-selecto. Él era infinitamente más inteligente que el término medio de los niños, por lo que sería una vergüenza que no utilizara adecuadamente su capacidad intelectual. De manera que iría, por lo menos, a la segunda clase.

La señora Bartolotti volvió a suspirar y salió. Bajó corriendo al primer piso —ella vivía en el segundo— y tocó el timbre de la puerta que había exactamente debajo de la suya. Allí vivía la familia Rusika, y Kitti Rusika tenía siete años e iba a la segunda clase. El señor Rusika abrió la puerta. Detrás del señor Rusika asomó Kitti y la miró con curiosidad. Detrás de Kitti, asomó la señora Rusika y la miró con más curiosidad. La señora Bartolotti nunca había hablado con los Rusika, aunque había unos cinco años que los Rusika vivían en la casa. Por lo general, la señora Bartolotti no hablaba mucho con las personas que vivían en la casa, porque esas personas no querían hablar mucho con ella. Las personas de la casa consideraban «rara» a la señora Bartolotti por sus curiosos vestidos, por los múltiples colores de su cara y porque, a veces, hablaba consigo misma por la escalera.

La señora Bartolotti no tenía la menor idea de que la consideraban una «persona rara», pero como los tres Rusika la estaban mirando llenos de curiosidad, tuvo la sensación de que el favor que iba a pedir tenía que sonar bastante extraño. ¿Qué persona adulta pide prestados libros escolares?

—¿Qué desea usted? —preguntó el señor Rusika .

En la cabeza de la señora Bartolotti las ideas giraban en todas direcciones tratando de hallar una buena mentira. Se le ocurrió, por ejemplo: mi sobrino ha venido a verme y quiere leer algo. O también: tengo que tejer una alfombra en la que debo poner algo de un libro de texto, y en la página 23 del libro de aritmética hay un bonito dibujo.

—¿Qué desea usted? —volvió a preguntar el señor Rusika.

A la señora Bartolotti le parecieron tontas todas las mentiras que se le habían ocurrido. Por eso, dijo la verdad.

—Perdone, mi hijo tiene que empezar mañana a ir a la escuela y le gustaría repasar antes los libros de texto. Como su hija también está en la segunda clase, pensé si sería tan amable de prestárselos por esta tarde. Yo se los devolveré a la noche.

El señor y la señora Rusika eran personas bien educadas, y como las personas bien educadas tienen por costumbre, no preguntaron mucho. Claro que parecían bastante confusos y asombrados, pero dijeron a coro:

—Sí, sí, con mucho gusto.

Kitti Rusika era una niña bien educada, pero todavía no lo era tanto como una persona mayor. En los siete años que llevaba en el mundo, aún no había llegado a comprender todas las formas de la buena educación, y por eso preguntó:

—¿Tiene usted un hijo, señora Bartolotti?

—¡Chsss! —susurró la señora Rusika, y añadió en voz más baja— No se preguntan esas cosas.

Kitti asintió, corrió a su cuarto y trajo el libro de lectura y el libro de aritmética. La señora Bartolotti cogió los dos libros, dio las gracias y se fue escalera arriba. El señor Rusika cerró la puerta de su casa.

—No se han sorprendido nada —se dijo la señora Bartolotti, mientras abría su puerta—. ¿Y por qué habrían de sorprenderse? Al fin y al cabo es una cosa de lo más normal que una señora tenga un hijo.

Pero si la señora Bartolotti hubiera podido ver a través del suelo, habría descubierto que, al parecer, había muchas cosas en ella y en su hijo que causaban asombro. La familia Rusika seguía en el vestíbulo, junto a la puerta de entrada. Los tres Rusika miraban la puerta embobados y murmuraban:

—¡Tiene un hijo! ¡Un hijo de siete años! Es cosa de locos ¡Tiene un hijo!

Entonces, la señora Rusika resopló por la nariz escandalizada y dijo:

—Si ella tiene un hijo, yo soy cura.

Y el señor Rusika dijo:

—Y si es verdad, ¿cómo es que no tiene libros de texto? Y si tiene siete años, ¿cómo es que empieza mañana a ir a la escuela?

Y Kitti Rusika dijo:

—¿Puedo subir luego a ver al hijo?

—Tú no puedes ir a casa porque ella no te ha invitado —dijo la señora Rusika.

—Puedo ir a recoger mis libros —respondió Kitti Rusika.

—Sí, esa es una posibilidad —dijo el señor Rusika—. Pero no muy pronto. Parecería curiosidad. A la tarde puedes subir.

Konrad se alegró mucho de poder ver el libro de lectura y el libro de aritmética. Pero se quedó aterrado cuando vio los monigotes y florecillas que Kitti había pintado en los márgenes del libro de aritmética.

Y en el libro de lectura, todas las O mayúsculas estaban pintadas de colores.

—¿Pueden hacer ésto los niños? —preguntó.

La señora Bartolotti no estaba segura. En su época, dijo, los niños no podían hacerlo.

—Pero de ésto hace ya mucho tiempo —dijo—. Quizá, desde entonces, haya cambiado todo en la escuela.

—Será eso —respondió Konrad.

La señora Bartolotti trajo a Konrad un lápiz, una pluma estilográfica y mucho papel rayado y cuadriculado, y Konrad se puso a hacer cuentas, a hojear los libros, a leer en voz alta y en voz baja, a anotar palabras y frases, mientras hacia gestos de asentimiento con la cabeza.

La señora Bartolotti empezó a sentirse inútil y decidió irse a tejer el largo fleco de la alfombra verde. Hacía ya dos semanas que tenía que haber entregado esa alfombra. Tejer flecos era un trabajo aburrido y por eso, la señora Bartolotti lo aplazaba de un día para otro y de una semana para otra. Aplazaba los trabajos aburridos hasta que necesitaba con urgencia dinero. ¡Y ahora lo necesitaba con mucha urgencia!

Se había gastado todo su dinero en ropa para Konrad.

La señora Bartolotti fue a buscar un ovillo de lana verde y una tabla. Enrollaba la lana en torno a la tabla y, con las tijeras grandes, cortaba todas las hebras. Así conseguía un grueso manojo de hebras, todas igual de largas.

—Criatura, coge ahora la aguja de gancho y empieza a introducir los flecos —dijo para sí la señora Bartolotti.

—En seguida, madre —contestó Konrad.

Pasó un rato hasta que la señora Bartolotti hubo explicado a Konrad que no se refería a él con lo de «criatura», y cuando Konrad acababa de comprenderlo sonó el timbre de la puerta. Konrad corrió a abrir y volvió con el señor Egon.

—¿Tú? —exclamó la señora Bartolotti— ¿qué haces tú aquí?

—¿Cómo? —preguntó el señor Egon—. Espero que no os estorbaré.

—Claro que no estorbas —dijo la señora Bartolotti—, pero sábado fue ayer y martes es pasado mañana.

—Eso ya no importa. Ahora soy el padre —explicó el señor Egon.

—¡Ah! Sí, sí, es por eso —murmuró la señora Bartolotti, tosiendo ligeramente—. Por favor, ¿con qué frecuencia tiene que venir un padre? —preguntó luego.

—Siempre que pueda.

La señora Bartolotti pensó que el señor Egon, aparte de tener que estar en la farmacia durante ocho horas, no tenía otra cosa que hacer. No tenía una mujer, ni un amigo, ni hijos —excepto Konrad—, no jugaba al tenis, no iba al fútbol, no leía, no veía la televisión, no paseaba y no jugaba al ajedrez.

—Pues tú puedes con mucha frecuencia —dijo la señora Bartolotti sin mostrar mucho entusiasmo.

—Naturalmente —clamó el señor Egon, mostrando mucho entusiasmo—, estaremos juntos todos los minutos libres. Claro está que sólo cuando Konrad no esté durmiendo. Mientras duerme no necesita en absoluto a su padre.

Mientras introducía un fleco tras otro en el grueso borde de la alfombra con ayuda de la aguja de gancho, la señora Bartolotti deseaba con fervor que Konrad tuviera un sueño bueno, profundo y, sobre todo, muy largo.

El señor Egon examinó a Konrad de aritmética. No sólo le preguntó los ejercicios de las primeras páginas, sino también los difíciles de las últimas. Konrad sabía hacer todas las operaciones. La mayoría de las veces obtendría el resultado más rápido incluso que el señor Egon. Konrad sabía leer como una persona mayor, e igualmente sabía escribir de modo irreprochable.

—El niño no debe ir a la primera clase, ni a la segunda clase —exclamó el señor Egon lleno de entusiasmo—, el niño debe ir a la tercera o a la cuarta clase.

—Un niño de siete años no puede ir a la cuarta clase —dijo la señora Bartolotti, mientras, llena de irritación, tiraba de una hebra de lana que no quería pasar por el borde de la alfombra.

—¡Si es tan inteligente como mi Konrad, sí!

La señora Bartolotti soltó la hebra de lana.

—¿Tu Konrad? ¿Cómo que tu Konrad?

—Perdona, quise decir nuestro Konrad.

—Mi Konrad, me parece a mí —gritó la señora Bartolotti en un tono bastante mordaz.

—No vamos a reñir, y menos delante del niño, Bertita —dijo el señor Egon.

La señora Bartolotti asintió, volvió a agarrar la hebra de lana y tiró.

—A pesar de todo, un niño de siete años, por muy inteligente que sea, no puede ir a la cuarta clase. No lo admiten.

—Entonces tendrán que darle una clase especial. Para inteligencias excepcionales tiene que ser posible una cosa así.

—Por favor —dijo Konrad—, por favor, yo no quiero una clase especial. Sin duda eso no es correcto. Me adaptaré muy bien a la segunda clase. En la escuela no sólo enseñan a leer, a escribir y a hacer cuentas. También enseñan a adaptarse a una comunidad, y enseñan a cantar y a dibujar y a hacer gimnasia. Todavía no he hecho nada de eso. Me gustaría mucho hacerlo.

—Bueno, si tú lo crees así —dijo el señor Egon—, pues a mí me parece bien.

En el libro de lectura descubrió Konrad algunas cosas de las que no tenía idea. No sabía qué era una campanilla de invierno, no sabia qué era un San Nicolás, ni un Niño Dios, y tampoco sabía qué era una rosa o un clavel. Ni había oído hablar nunca de una iglesia.

—En primer lugar, el señor Egon disertó sobre San Nicolás y sobre el Niño Dios. Konrad escuchaba atentamente. Cuando el señor Egon terminó su discurso, Konrad miró el papel en el que había estado todo el tiempo tomando notas, y dijo:

—Ahora, yo lo repito. El Niño Dios tiene alas, viene del cielo y desciende volando para traer regalos, los niños pobres reciben pocos y los muy pobres no reciben nada. San Nicolás no tiene alas, sino un báculo de oro. El llega tres semanas antes que el Niño Dios y reparte de modo parecido. ¿Es así?

La señora Bartolotti contenía la risa. El señor Egon tartamudeó:

—Pues.... pues mira, Konrad, yo creo..., creo que no lo he explicado con claridad, ¿sabes?... verás...

—No cuentes patrañas, Egoncito —le interrumpió la señora Bartolotti que se puso a explicar a Konrad—: Nada de lo que ha dicho, absolutamente nada, es cierto. No hay un Niño Dios, ni un San Nicolás y tampoco hay una liebre de Pascua.

—Perdón, ¿una qué? —preguntó Konrad.

—¡Una liebre de Pascua! —clamó la señora Bartolotti—. Todo eso son cosas que los padres, o los abuelos, o los tíos cuentan a los niños.

—Y ¿por qué hacen eso?

La señora Bartolotti se encogió de hombros.

—¡Pues qué sé yo! Creo que a las personas mayores les satisface enormemente embaucar a los niños. Entonces se creen muy inteligentes y muy astutos...

—Bueno, Bertita, tengo que rogarte... —trató de interrumpir el señor Egon.

—Déjame terminar —gritó la señora Bartolotti—. Lo que digo es la pura verdad. Los mayores continuamente quieren engañar a los niños. Siempre les están haciendo ver qué formidables y qué inteligentes, qué astutos y qué buenos son...

—¡Vamos, Bertita, ya está bien! Así no se habla delante de los niños —dijo en voz baja el señor Egon—. Modérate, por favor, Berti.

—Lo que es verdad, es verdad —bufó la señora Bartolotti—, ¡y también es verdad para los niños!

—Vamos, Bertita, tengamos paz —rogó el señor Egon.

—Me crispas los nervios —resopló la señora Bartolotti

El señor Egon lanzó un suspiro y decidió ir a dar un paseo con Konrad.

—Primero iremos a ver una iglesia y luego a una tienda de flores a ver si hay en el escaparate rosas, claveles y campanillas de invierno. Venga, Konrad, coge tu gorra y vámonos, que mamá no está hoy de muy buen humor.

Konrad cogió su gorra y dijo:

—Ya estoy dispuesto, padre. Hasta luego, madre.

Y se marchó con el señor Egon.

La señora Bartolotti les miró enfurecida e irritada. Después de cerrarse la puerta de la calle, se dijo a sí misma:

—Encontrarse con un hijo, bueno, está bien. No tengo nada en contra. Pero el padre me da rabia. A él no lo necesito. ¡Y tampoco lo he buscado!

Ese día ya no ocurrió mucho más. Kitti Rusika vino a pedir sus libros y le decepcionó mucho que el hijo de la señora Bartolotti se hubiera ido de paseo con su padre. Se quedó un rato en casa de la señora Bartolotti porque penso que quizá volviera pronto su hijo. Después de haber estado una media hora sentada en el cuarto de estar con la señora Bartolotti, y de haber mirado y leído el libro con ilustraciones de Konrad. y de haber peinado los rubios cabellos de la preciosa muñeca, volvió a sonar el timbre de la puerta. Esta vez era la señora Rusika, que dijo:

—Le pido mil perdones por el rato que lleva molestándole mi hija. Sólo le dimos permiso para recoger sus libros.

Esto lo dijo con voz almibarada y luego, con voz airada, dijo a Kitti:

—Ven inmediatamente. La cena se está enfriando. No hay que quedarse tanto tiempo cuando uno no ha sido invitado.

La señora Bartolotti aseguró que en su casa se podía estar todo el tiempo que uno quisiera, aunque no hubiera sido invitado.

—No, no, esos no son modales —dijo la señora Rusika, de nuevo con voz almibarada.

La señora Bartolotti quería regalar a Kitti la muñeca rubia, pero la señora Rusika manifestó que no se deben aceptar regalos tan caros.

—¡Ni se te ocurra! —gritó a Kitti, que quería coger la muñeca.

La señora Bartolotti dijo:

—Pero es que nosotros no la necesitamos.

Kitti exclamó:

—¡Por favor, mamá, por favor!

La señora Rusika respondió:

—No puede ser. Yo no puedo aceptarlo, de veras que no, esto no puede ser.

Unas trece veces se repitió este ir y venir y toma y daca, hasta que a la señora Bartolotti se le acabó la paciencia y soltó:

—Usted no tiene que aceptar nada, es su hija, ¡y ella sí quiere!

Y entonces Kitti chilló:

—¡Eso es, claro que sí! ¡Yo quiero!

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Y se apoderó de la muñeca. Tan apretada la abrazaba Kitti que la señora Rusika comprendió que no la devolvería. Por eso dijo, con su voz almibarada:

—En ese caso Kitti, expresa tu agradecimiento.

Kitti expresó su agradecimiento, puesto que dijo «Muchas gracias» y la señora Rusika empujó a Kitti hacia fuera. Al salir, dijo por tercera vez:

—Pero de verdad que no era necesario.

La señora Bartolotti cerró la puerta y pensó que la gente era, en realidad, muy complicada y muy, muy molesta.

De pronto recordó que tenía que hacer la cena y que no tenía nada en casa para cenar. Y se le ocurrió que podían salir a cenar fuera, por ejemplo steak a la Pimienta con setas y patatas. Pero cayó en la cuenta de que esto era imposible porque ni en la cartera, ni en la bolsa de piel, ni en el estuche, ni en el monedero quedaba dinero. La señora Bartolotti ya estaba acostumbrada a tales situaciones. No le importaba quedarse una noche sin cenar. Pero las cien mil observaciones de Egon volvieron a darle vueltas en la cabeza.

—Criatura —se dijo—, como buena madre tendrías que tener para tu querido Konrad una cena sabrosa, adecuada y como es debido.

La señora Bartolotti se sentó en la mecedora del cuarto de estar. Encendió un cigarro y esperó que a la tercera vez de hacer una triple aspiración del humo, se le ocurriera algo. Al mismo tiempo se mecía. Sólo se le ocurrió algo a la quinta triple aspiración. Y fue lo siguiente: El bueno de Egon quería ser padre a toda costa. Ahora era ya el padre de Konrad. Un padre tiene que costear los gastos de su hijo. ¡Pues bien! Eso se llama alimentos. Egon tiene que pagar los alimentos, y precisamente esta tarde. Yo cogeré el dinero y nos iremos a cenar.

Esto es lo que se le ocurrió a la señora Bartolotti. Y cuando Egon y Konrad volvieron a casa después de su paseo, la señora Bartolotti en seguida le comunicó a Egon su idea. Egon puso una cara un tanto cómica, luego tartamudeó que no estaba preparado para eso, que no llevaba tanto dinero encima.

—Dame al menos un anticipo —dijo la señora Bartolotti.

El señor Egon sacó doscientos chelines y la señora Bartolotti se contentó con ello, pues, por doscientos chelines, se podían tomar dos steaks a la pimienta con setas y patatas princesa y, después, dos helados de frambuesa con almíbar de manzana.

Así que la señora Bartolotti y Konrad se fueron al restaurante «La gamuza infatigable», y el señor Egon se marchó a su casa.

En cuanto volvieron del restaurante, Konrad se fue a la cama. La señora Bartolotti aún se quedó tejiendo un metro del fleco de la alfombra verde.

—Gracias a ésto, mañana volveremos a tener dinero en casa —dijo.

Y ese día ya no ocurrió nada más. Pero al día siguiente, lunes, ocurrieron toda clase de cosas.

A la mañana siguiente, la señora Bartolotti se despertó a las cuatro y media. Era la primera vez en su vida que se despertaba tan temprano. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a Konrad, pero Konrad ya estaba despierto.

—Ya no puedo dormir más —dijo—, porque estoy deseando que llegue el momento de ir a la escuela.

La señora Bartolotti fue al cuarto de baño, se miró al espejo y decidió que no tenía un buen día.

—No se puede estar más vieja y más fea —murmuró a su imagen en el espejo.

Y pensó: en la escuela, los que no crean que soy su madre, me tomarán por su abuela o por su bisabuela.

Durante el desayuno, la señora Bartolotti rompió una huevera y una taza de café, de tanto como le temblaban las manos.

—Pero, ¿qué te pasa? —preguntó Konrad— ¿Estar nervioso es estar como tú estás ahora?

La señora Bartolotti le dijo que sí, que estaba muy nerviosa porque no sabía cómo iba a explicar en la escuela que Konrad tenía siete años, pero nunca había ido a la escuela y, a pesar de ello, quería empezar en la segunda clase.

—En la tercera —dijo Konrad—. Lo he pensado bien esta noche. La segunda clase no es apropiada para mí. Me resultaría demasiado aburrida.

—¡Pero es necesario un certificado de examen de la segunda clase! ¡Sin este requisito, no te admiten en la tercera!

Konrad se dirigió al aparador de la cocina y sacó de un cajón el sobre de plástico azul, en el que estaban sus documentos. El sobre tenía un bolsillo lateral, que la señora Bartolotti no había visto. Konrad sacó de ese bolsillo lateral una cartulina de color verde claro.

—Aquí está el certificado de examen —dijo.

—¿De qué clase? —preguntó la señora Bartolotti.

—La clase tengo que ponerla yo —explicó Konrad y entregó la hoja de estudios a la señora Bartolotti.

En la cartulina, con letras negras mayúsculas, ponía: CERTIFICADO DE EXAMEN. Y debajo: de Konrad Bartolotti. Todo lo que había después era sobresalientes. Sobresaliente en gimnasia, canto, dibujo, comportamiento, lectura, escritura, aritmética, ciencias naturales y lengua.

En la parte posterior de la cartulina verde claro, ponía:

El alumno Konrad Bartolotti está ... ... ... capacitado para pasar a la ... ... ... clase.

Y debajo de esto había una firma bastante ilegible, pero que con seguridad decía otra vez «Hunbert», «Honbert» o «Monbert».

Sobre la firma habían estampado un sello redondo, que tampoco se podía leer.

—¿De qué escuela es este certificado? —preguntó la señora Bartolotti.

Volvió la cartulina verde y vio, encima de las gruesas letras de CERTIFICADO DE EXAMEN, otra línea en letra también grande:

COLEGIO ALEMAN DE CAIRE (CONGO) — (OFICIALMENTE RECONOCIDO)

—Absurdo —lanzó en voz baja la señora Bartolotti.

—¿Por qué absurdo? ¿Por los sobresalientes? —preguntó Konrad.

—Pero tú nunca has estado en el Congo, ¿no? —preguntó la señora Bartolotti.

—Desgraciadamente, no —dijo Konrad—. Pero puedes estar tranquila, el certificado es válido a pesar de todo. La escuela de la fábrica era una filial de la escuela de Caire. Eso ya está arreglado —Konrad carraspeó y siguió hablando—: En Caire existe la enseñanza obligatoria desde los cuatro años. Por eso, mi edad no es problema para asistir a la tercera clase.

A pesar de esto, la señora Bartolotti no estaba segura de que se hubiera arreglado todo. Pero si estaba más tranquila, porque podía presentar en la escuela un certificado. Aunque, como no estaba del todo tranquila, preguntó:

—Bueno, y ¿si en la escuela te preguntan por Caire? ¿Qué vas a decir tú?

Konrad afirmó que estaba mejor informado sobre Caire que cualquier maestro de primera enseñanza. Tenía muy buena preparación.

—Pues entonces, vamos —dijo la señora Bartolotti.

Guardó los documentos, los certificados de vacunación y el certificado de examen en el bolso, y se puso el sombrero y el abrigo de piel de liebre.

—Un momento, mamá —exclamó Konrad—. Dame el certificado.

La señora Bartolotti lo sacó del bolso.

—Y una pluma estilográfica —dijo Konrad.

La señora Bartolotti le entregó la suya. Konrad escribió en la cara posterior de la cartulina, en la línea de puntos y delante de capacitado, «muy bien», y en la línea de puntos anterior a clase, escribió «tercera». Con lo cual ya se podía leer en el reverso del certificado:

El alumno Konrad Bartolotti está muy bien capacitado para pasar a la tercera clase.

Konrad esperó a que estuviera seca la tinta y se lo devolvió a la señora Bartolotti, que lo guardó en el bolso. Konrad se puso la gorra azul con el cascabel y la chaqueta de patch-work.

En la escalera, cuando estaban llegando a la planta baja, les alcanzó Kitti Rusika. Llevaba una cartera a la espalda y miró a Konrad con curiosidad.

—¿Tú estás también en la segunda clase? —preguntó.

Konrad negó con la cabeza.

—He decidido ir a la tercera.

Esta respuesta asombró de tal modo a Kitti Rusika que no pudo seguir andando. Se quedó parada en la escalera, mirando fijamente a Konrad y a la señora Bartolotti hasta que desaparecieron.

Para llegar a la escuela había que bajar por la estrecha calle en la que vivía la señora Bartolotti hasta desembocar en la calle principal, subir después por ésta siete manzanas y luego volver a girar por otra calle estrecha.

Konrad y la señora Bartolotti iban ya por la calle principal, cuando la señora Bartolotti dijo:

—Mira, Konrad, yo creo que fue una imprudencia que dijeras a Kitti Rusika que tú...

Konrad le interrumpió:

—Ya lo sé, me he dado cuenta. A partir de ahora no seré tan imprudente.

Cuando después de la séptima manzana entraron en la calle estrecha, Konrad dijo:

—¿Sabes una cosa, madre? A mí no me resulta nada agradable ser tan... tan... —buscaba una palabra apropiada y la encontró en el momento en que llegaban a la puerta del colegio— tan poco corriente —prosiguió—. Me gustaría más decir la verdad a todo el mundo, pero las cosas extraordinarias requieren medidas extraordinarias, nos decía siempre el jefe de la sección de puesta a punto.

—Sin duda, ese señor tenía razón —dijo la señora Bartolotti.

—Y hasta cierto punto, yo soy un caso extraordinario, creo, puesto que la mayoría de los niños aún se hacen de otro modo. Por eso pienso que las medidas extraordinarias también están justificadas.

—Claro —dijo la señora Bartolotti, abriendo la puerta de la escuela—. No te disgustes, pero me parece que aún tienes que adoptar otra medida extraordinaria. Habla de un modo más infantil, cuando estemos con el director.

—¿Hablo de un modo poco infantil? ¿Qué es poco infantil? —preguntó Konrad.

—En realidad, no lo sé muy bien, porque apenas conozco a los niños —dijo la señora Bartolotti mientras subían al primer piso—, pero creo que los niños de siete años hablan de una manera más sencilla porque todavía no conocen tantas palabras como tú.

—¿Qué palabras?

La señora Bartolotti no llegó a responder, porque ya estaban delante de una puerta que ponía DIRECCIÓN.

Y junto a la puerta estaba esperando el farmacéutico Egon. Se había puesto el traje negro, una corbata negra y llevaba una cartera negra bajo el brazo.

—Egon, Egoncito, ¿cómo es que estás aquí? —exclamó la señora Bartolotti.

El señor Egon dijo «chsss», para que la señora Bartolotti hablase más bajo y añadió en un susurro:

—Después de todo, soy el padre y creo que, si se presentaran dificultades, me ibais a necesitar. Debo estar a vuestro lado.

La señora Bartolotti lanzó un suspiro tan fuerte que el señor Egon volvió a chistar.

—Egon, te ruego que te vayas a casa o a la farmacia —lanzó la señora Bartolotti—. Vete donde quieras, ¡pero Vete!

—Ni soñarlo —repuso en el mismo tono el señor Egon—. Yo soy el padre y me quedo.

Y el señor Egon llamó a la puerta.

—¡Pase! —dijo dentro una voz femenina.

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El señor Egon abrió la puerta y entró en el despacho de la Dirección. Konrad y la señora Bartolotti le siguieron. Konrad se agarraba a la mano de la señora Bartolotti.

—¿Qué desean ustedes? —preguntó una señora bastante vieja y bastante gorda, que no estaba sentada detrás de la mesa, sino de pie delante de ella, sosteniendo entre las manos un montón de cuadernos.

—Deseamos matricular a nuestro hijo en la escuela —dijo el señor Egon.

La señora vieja y gorda dejó el montón de cuadernos sobre la mesa del despacho.

—¿Matricularlo ahora? Pero ¿cómo? ¿Para la primera clase? Eso tenían que haberlo hecho en la primavera. Ahora ya ha empezado el curso. Además, son las ocho menos un minuto y, como mi colega, la señorita Stainz, está enferma, tengo que sustituirla en la 3-A. ¡Y ya están a punto de llamar a clase!

—Perdone, pero no viene a la primera, sino a la segunda clase —dijo el señor Egon.

—¡Viene a la tercera! —Intervino la señora Bartolotti, instándole a callarse con una mirada—. ¡A la tercera! Ya pasó la segunda —miró al señor Egon, aún más imperativa—. En Caire, en Ca-i-re. La segunda clase la hizo en Caire.

El señor Egon no comprendía lo que la señora Bartolotti le quería dar a entender, pero sí comprendió que debía mantener la boca cerrada.

Sonó el timbre de la escuela. La directora puso cara de desesperación.

—Y ¿qué hago yo ahora con ustedes? —preguntó—. La 3-A no se puede dejar mucho tiempo sola, es una clase terrible. ¡Tengo que irme!

La señora Bartolotti dijo que no podría llevar mucho tiempo matricular a un muchacho en la tercera clase. La directora replicó que había que rellenar con detalle una cantidad enorme de formularios. Pero se sentó detrás de la mesa y consintió que la señora Bartolotti le entregara los documentos, los certificados de vacunación y el certificado del último curso. El señor Egon, impresionado, tenía la vista clavada en el certificado del «Colegio Alemán de Caire». La señora directora, igualmente impresionada, tenía también clavada la vista en los certificados. Le alegraba muchísimo contar con un alumno tan excelente, llegado de una escuela tan lejana, y dijo:

—Realmente, no entretiene demasiado. Ustedes traen ya todos los documentos y papeles necesarios, así que no habrá dificultades.

Después, la señora directora llevó a Konrad a la 3-A. Le prestó un lápiz, un bolígrafo y un cuaderno, porque Konrad no tenía ningún material escolar.

La señora Bartolotti y el señor Egon se quedaron mirando cómo Konrad y la directora subían al segundo piso. La señora Bartolotti estaba tranquila, porque la inscripción se había efectuado sin dificultades. Pero el señor Egon se quejaba en voz baja. Le dolía el dedo gordo del pie izquierdo. Y es que la señora Bartolotti, un rato antes, en el despacho de la directora, se lo había pisado tres veces. Con toda intención y siempre en el momento en que la señora directora se dirigía al señor Egon con un «Querido señor Bartolotti», y el señor Egon trataba de contestar «Por favor, yo no me llamo Bartolotti», era cuando la señora Bartolotti le pisaba el dedo gordo y el señor Egon se quedaba con la palabra en la boca.

—¡Es impropio de ti que me hayas dado esos pisotones! —dijo el señor Egon, cuando bajaban la escalera.

—Lo siento, pero era necesario —respondió la señora Bartolotti».

En realidad no lo sentía. Incluso le habría gustado pisar otra vez al señor Egon. Le parecía que se había entrometido demasiado en su vida y en la de Konrad.

El señor Egon se sentía ultrajado y se fue corriendo. Cojeando a la farmacia. Vaya, quizá esté tan ofendido que no vuelva a aparecer hoy, pensó, enconada, la señora Bartolotti. Pero estaba equivocada.

A las doce en punto del mediodía la señora Bartolotti se dirigía a la escuela a recoger a Konrad.

A la puerta de la escuela se hallaba el señor Egon. Todavía estaba ofendido y explicó a la señora Bartolotti que, a fin de cuentas, él no podía saber que ella iría a recoger a Konrad.

—Además, eres siempre muy poco puntual —dijo.

Aquello enfureció a la señora Bartolotti. Porque ella casi nunca era poco puntual. Cuando se trataba de algo importante, la señora Bartolotti siempre era muy puntual.

—¡La gente como tú —gritó— siempre le echan a una la culpa de todo! Sólo porque una trabaja en sus alfombras, porque no tiene marido y porque lleva muchos colores en la cara, ya tiene una que ser poco puntual. Es una injusticia increíble.

—Más bajo, por favor, más bajo, la gente nos mira —dijo el señor Egon y, sacando unos billetes, añadió—: Esto es lo que faltaba para la manutención de Konrad. A primeros de mes volveré a darte dinero.

La señora Bartolotti metió el dinero en el bolsillo y trató de sonreír. No le resultó fácil. Dentro de la escuela sonó el timbre.

—En seguida saldrá —dijo el señor Egon.

—Espero que le haya gustado —dijo la señora Bartolotti.

—Seguro que ya el primer día trae algún sobresaliente —dijo el señor Egon.

—Me importa un comino —dijo la señora Bartolotti.

Primero salió una multitud de muchachos de la escuela, luego una multitud de muchachas, después un grupo de niñas y niños y, luego, salió Konrad.

Konrad vio a la señora Bartolotti y al señor Egon y se dirigió hacia ellos. Detrás de Konrad, un niño iba gritando:

—¡Bartolotti, tonti, tonti! ¡Bartolotti, tonti, tonti! Konrad no se volvió.

—¿Te ha gustado? —preguntó la señora Bartolotti.

—¿Te han puesto algún sobresaliente? —preguntó el señor Egon.

Konrad sacudió la cabeza.

—¿Que no? ¿Cómo que no? —el señor Egon estaba desilusionado—. ¿Prefieres ir a la segunda clase? —preguntó.

—Ná, hombre, ná —dijo Konrad—. Ni hablar. Todo eso que estudian es apestoso. No enganché un sobresaliente, porque no he dicho ni mu...

—Pero, Konrad, ¿qué manera de hablar es esa? —el señor Egon estaba tan sorprendido que se le hicieron siete arrugas en la frente.

—Hablo de un modo infantil —dijo Konrad—. Exactamente como los otros —se dirigió a la señora Bartolotti—. Me parece que he comprendido lo que querías decir esta mañana y creo que ya hablo regular —se dirigió al señor Egon—. Por eso, todavía no he dicho nada hoy, porque antes tenía que conseguir la dicción exacta. Mañana... —Konrad sonrió al señor Egon—, mañana hablaré y conseguiré algún sobresaliente, si tanto te satisface.

Konrad caminaba a lo largo de la calle principal entre el señor Egon y la señora Bartolotti.

—Pero es muy difícil distinguir qué es infantil y qué es impertinente. Lo tengo que estudiar con más detalle.

Cuando torcieron la esquina de su calle, Kitti Rusika, que venía corriendo tras ellos, hizo una seña con la mano a Konrad. La señora Bartolotti se detuvo.

—¿No es esa niña tan maleducada que vive debajo de tu casa? —preguntó el señor Egon y, al afirmar la señora Bartolotti, añadió—: No quiero que Konrad se relacione con esa niña. Me ha sacado la lengua varias veces.

La señora Bartolotti encontró, de pronto, a Kitti Rusika más simpática.

—Hijo mío, tienes que ser muy amigo de esta niña.

—Y yo opino que no —dijo el señor Egon.

Kitti Rusika se acercaba, Konrad preguntó:

—Por favor, ¿qué debo hacer? ¿Tengo que ser su amigo o no?

—Debes... —dijo el señor Egon e inmediatamente gritó—: ¡Ay!

La señora Bartolotti había vuelto a pisarle el dedo gordo.

—¿Lo ves? Tu padre dice que debes serlo —aclaró irónicamente la señora Bartolotti.

Kitti había llegado ya junto a Konrad y dijo:

—Buenos días, señora Bartolotti —hizo un saludo con la cabeza al señor Egon y sonrió a Konrad—. Hoy es mi cumpleaños y doy una fiesta. Me gustaría mucho que vinieras tú también. Empieza a las tres. Bueno, adiós, chao, hasta las tres.

Kitti Rusika se fue corriendo. Probablemente iba tan de prisa porque tendría que terminar un montón de cosas antes de las tres. Konrad y sus padres siguieron andando tras ella más lentamente.

—Yo estoy en contra —dijo el señor Egon—. No es una niña de buenos modales.

—¡No hagas dramas! —gritó la señora Bartolotti—. Es una niña completamente normal. Y, además, es guapa.

—¿Tienes mucho interés en ir? —preguntó el señor Egon.

Konrad reflexionó. Luego dijo que él no sabía muy bien si le interesaba mucho, pero que Kitti Rusika no le resultaba en absoluto desagradable. Y, además, Konrad suponía que le sería de mucha utilidad ir a casa de Kitti para aprender a hablar mejor de un modo infantil.

El señor Egon dio un suspiro. En primer lugar, porque no quería prohibir nada a Konrad, y en segundo lugar, porque tenía miedo por su dedo gordo. La señora Bartolotti ya le estaba lanzando una mirada furibunda.

—Konrad, la cosa es muy sencilla: Cuando vayas esta tarde a casa de Kitti, eres hijo mío; y cuando a la noche estés acostado en tu camita, eres hijo suyo.

—Sí, mamá —dijo Konrad.

Sin embargo, el señor Egon no se dio por vencido. Cuando llegaron a la puerta de la casa, dijo que a él se le había ocurrido llevar aquella misma tarde a Konrad a la noria gigante del Prater.

—¡Egon, vete a la farmacia! —gritó, airada, la señora Bartolotti.

El señor Egon no quería irse a la farmacia. Era la hora del almuerzo y la farmacia no se abría hasta las dos. Quedaba aún una hora y Egon quería pasarla en casa de la señora Bartolotti. Pero ella se defendió con energía.

—Tenemos que hacer —gritó—. Tenemos que encontrar un regalo de cumpleaños. No tenemos comida para tí. Y queremos estar solos, ¿comprendes?

—Hasta la vista —dijo Egon y se fue, triste, en dirección a la farmacia.

Konrad le siguió con la mirada. También él tenía la cara triste.

—Me da pena el padre —dijo Konrad.

—No hay ningún motivo para que te dé pena —la señora Bartolotti tiró de Konrad y lo metió en casa—. ¡Es un viejo plasta!

—Es mi padre y le quiero.

Konrad tenía una cara muy triste. Por eso, la señora Bartolotti se apresuró a asegurarle que ella también quería a Egon sinceramente. Esto tranquilizó a Konrad.

Después de comer, mientras la señora Bartolotti buscaba un regalo de cumpleaños para Kitti y encontraba una vajilla de juguete, que había encargado en una ocasión, percibió que Konrad deseaba hablar sobre el señor Egon. Había lanzado indirectas del tipo de «Los padres deben llevarse bien, es mejor para los hijos» y «Cuando los padres riñen, la mayoría de las veces la culpa es de los dos» y también «Todas las personas son distintas, hay que respetar el carácter de cada uno».

La señora Bartolotti lavó el polvoriento juego de tacitas y murmuró «¡Ajá!», al tiempo que pensaba: No voy a hablar una palabra sobre Egon, porque, si lo hago, me voy a poner furiosa y a insultarle, y Konrad volverá a entristecerse.

Se propuso no decirle palabras ofensivas al señor Egon en presencia de Konrad. Y no darle pisotones más que cuando Konrad no pudiera verlo.

A las tres menos cinco, Konrad estaba en el vestíbulo, junto a la puerta, dispuesto a salir. Se había lavado tres veces y peinado dos veces. Llevaba los zapatos recién limpios. En la caja de sus zapatos iba la vajilla de juguete. La caja estaba envuelta en papel de seda, color rosa, y adornada con doce lazadas de cinta verde. Sobre el papel de seda rosa la señora Bartolotti había puesto minuciosamente diminutos corazones rojos.

—Venga, Konrad —dijo la señora Bartolotti—, ya puedes bajar.

—Todavía no son las tres en punto —titubeó Konrad.

—Un par de minutos no tienen importancia —dijo la señora Bartolotti.

Konrad vacilaba. De fuera, de la escalera, llegaba un ruido de pasos y risas. Risas infantiles.

—Los otros invitados a la fiesta ya están llegando —dijo la señora Bartolotti.

Konrad asintió, pero siguió sin moverse.

—Florian también está invitado —dijo.

—¿Es un chico amable? —se interesó la señora

—Es el que venía gritando detrás de mí «Bartolotti, tonti», el gordo y alto.

—Seguro que sólo quería gastarte una broma —la señora Bartolotti sonrió para resultar más persuasiva. Quería ahorrarle preocupaciones a Konrad.

—¿Lo crees de verdad? —preguntó Konrad.

Miraba tan grave a la sonriente señora Bartolotti que ella dejó de sonreír y movió tristemente la cabeza.

—¿Por qué dijiste eso, si no lo creías?

—Quería ahorrarte preocupaciones.

—Sí me mientes, no me ahorras preocupaciones —pero Konrad quería saber por qué hay niños que se burlan de otros niños sin motivo, y le pidió a la señora Bartolotti—: Eso no me lo explicaron en la fábrica, explícamelo tú.

La señora Bartolotti no se lo podría explicar, al menos no tan rápidamente. Sin embargo, prometió a Konrad pensar sobre ello y darle una respuesta después de la fiesta.

—Palabra de honor —dijo la señora Bartolotti— que pensaré en ello.

—¿Sin mentiras? —preguntó Konrad.

—Palabra de honor —volvió a prometer la señora Bartolotti.

—Entonces, me voy —dijo Konrad.

La señora Bartolotti abrió la puerta y se quedó mirándole. Cuando Konrad ya estaba en la escalera, le dijo:

—Sí ese Florian, si ese bocazas se vuelve a burlar de tí, arréale.

Konrad se quedó parado.

—¿Arréale? —preguntó—. ¿Qué es eso?

La señora Bartolotti, asomándose a la puerta, le gritó:

—Yo creo que pegarle una bofetada. Asústale, atízale, dale una paliza que vea mil y una estrellas, hijo mío.

Konrad movió la cabeza.

—Eso tampoco me lo han enseñado —dijo, mientras seguía bajando la escalera.

La señora Bartolotti ya no le podía ver pero le oyó tocar el timbre de la puerta de los Rusika e inmediatamente la voz de Kitti, que gritaba:

—¡Hola, Konrad! ¡Es estupendo que hayas venido! ¡Pasa! Pero que paquete tan bonito... Seguro que es el regalo más bonito de mi cumpleaños.

Luego, la señora Bartolotti oyó cerrarse la puerta. Ella también cerró la suya, se fue al cuarto de baño y se puso nuevos colores en la cara. Mucho azul en los párpados, mucho rojo en los labios y mucho rosa en las mejillas. Después, se fue al cuarto de trabajo, se sentó ante el telar y siguió tejiendo la alfombra. Tejió una flor roja, jaspeada de rosa sobre un fondo azul. La flor no resultaba tan bonita como de costumbre, porque la señora Bartolotti no pensaba en la flor, sino en los niños, en esos niños que se burlaban de otros. Al principio encontró una explicación bastante sencilla. Esos son, sencillamente, niños malos. Pequeños y vulgares apestosos. También vienen al mundo niños así. Pero, entonces, la señora Bartolotti recordó que su madre, cuando ella era pequeña, le solía decir:

—Criatura, sigue el ejemplo de tu prima Luisa, que es mucho más educada que tú.

A la niña Berti Bartolotti no le hacía gracia oír eso y, cuando se encontraba con su prima Luisa, le sacaba la lengua y le hacía «Beeee». También recordó que por aquel entonces le gritaba siempre al pequeño Hansi, el hijo de los vecinos, «¡cagueta, cagueta!».

La señora Bartolotti pensó: ¿Por qué haría yo eso? No hay duda de que yo no era una niña mala, una apestosa. Probablemente, en aquellos tiempos yo estaba muy orgullosa de no hacerme ya la caca encima. Y en ese instante, la señora Bartolotti suspiró, al darse cuenta de que el asunto de las burlas no eran tan sencillo y que iba a ser muy difícil explicárselo bien a Konrad.

Mientras, en el cuarto de los niños de la casa de Kitti Rusika, Konrad, sentado a la mesa, estaba merendando. Había cacao, tarta de frutas, fiambres y zumo de manzana. Sobre la mesa colgaba un gran farol veneciano a rayas. Además de Konrad y de Kitti, había otros cuatro niños: Florian, Anton, Gitti y Michi. Florian y Gitti estaban en la tercera clase, en la 3-A. Anton y Michi iban con Kitti a la segunda clase. Florian le sacaba la cabeza, de alto, a Konrad y estaba sentado junto a él. Hasta entonces no le había dicho a Konrad ni una sola vez «Bartolotti, tonti», es más, hasta entonces no le había dicho absolutamente nada. Konrad se alegraba de ello. Gitti y Michi eran simpáticas; sentían gran curiosidad y continuamente querían saber por qué Konrad no había ido a vivir con su madre hasta ahora, y por qué si el farmacéutico era su padre no estaba casado con la señora Bartolotti. Konrad no sabía lo que debía responder y le alegraba mucho que Kitti interrumpiera constantemente las preguntas y gritara:

—¡Dejadle en paz de una vez!

Anton no era simpático con Konrad. Le hacía muecas y, por debajo de la mesa, le daba patadas en las espinillas. Anton estaba siendo tan antipático con Konrad, precisamente porque Kitti se mostraba muy simpática con él. Anton amaba a Kitti. Estaba celoso. Pero, naturalmente, eso lo ignoraba Konrad. No tenía ni idea de lo que eran «celos».

Anton, al ir a servirse un trozo de tarta de la bandeja que había en el centro de la mesa, empujó con el codo la taza de chocolate de Konrad. La taza se volcó, el chocolate se derramó sobre el mantel rosa, hasta el borde de la mesa, y goteó sobre la moqueta blanca.

—¡Mamá, mamá, rápido..., el cacao ... ! —gritó Kitti, asustada, pues su madre estimaba sobremanera la moqueta blanca. Era su orgullo.

La señora Rusika llegó corriendo con un trapo húmedo. Enjugó y limpió la mancha de cacao, mientras se lamentaba:

—Pero ¿es que no podéis tener cuidado? Ya no sois unos bebés.

La mancha de cacao no desaparecía.

—Yo no he sido, yo no he sido —gritaba Anton— ¡ha sido él! —y señalaba a Konrad.

—¡Qué cinismo! —gritó Kitti—. Anton está mintiendo.

—Basta de riñas —resopló la señora Rusika.

Frotaba infatigable y secaba con esmero, hasta que poco a poco su cara se dulcificaba, porque la mancha de cacao se iba aclarando.

—Marchaos al cuarto de estar —dijo—. La mancha tiene que secarse. Además, allí tenéis más sitio y podéis hacer carreras de sacos y de huevos. Pero no cojáis más que los huevos duros, que están sobre la mesa de la cocina.

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Los niños se fueron al cuarto de estar, empujaron la mesa grande hasta un rincón y retiraron las sillas. Así tenían bastante sitio para las carreras de sacos y de huevos y para llevar agua. Konrad nunca había jugado a estas cosas, pero era muy hábil. Llegó el primero en su saco a la puerta del dormitorio y fue el único que consiguió llevar el huevo duro en la cuchara hasta la puerta de la cocina. También fue el único que pudo llevar, sin verter una gota, el vaso lleno de agua hasta la puerta del cuarto de baño. A Florian se le cayó el huevo de la cuchara nada más empezar, vertió la mitad del agua antes de acercarse a la puerta del cuarto de baño, y llegó el último en la carrera de sacos a la puerta del dormitorio. Esto le puso furioso y empezó a gritar otra vez «Bartolotti, tonti» y Anton gritaba con él «Bartolotti, tonti, tonti».

—Si no dejáis inmediatamente de decir eso —gritó Kitti—, os echo a la calle.

Anton y Florian se callaron, pero miraban a Konrad con mala cara.

A Kitti le habían regalado por su cumpleaños un juego de adivinanzas. Propuso que jugasen con él y cogió las tarjetas de las adivinanzas y las instrucciones. Anton y Florian miraron las tarjetas.

—Estas preguntas son muy tontas —dijo Florian.

—¡Qué juego más estúpido! —dijo Anton.

—Nosotros no jugamos a esto —dijeron ambos.

Pero sólo lo decían porque no sabían las respuestas de las preguntas y, cuando Konrad miró las tarjetas Y dijo que las preguntas no eran nada tontas, se dieron con el codo, se llevaron un dedo a la frente y se rieron de Konrad. Konrad quiso explicarles las preguntas.

—La capital de Polonia —dijo— es Varsovia; la torre inclinada está en Pisa y la raíz cuadrada de ciento cuarenta y cuatro es doce.

—¡Bah, bah, bah, soplón! —le gritó Anton.

—Todo mentira, no sabe absolutamente nada. ¡Acusica! —gritó Florian, pegándole un puñetazo a Konrad en la tripa.

—Dale una bofetada —dijo Gitti a Konrad al oído

Konrad sacudió la cabeza.

—Es un cobarde, no se atreve —dijo Florian—. ¡Cobarde, cobarde!

—Pégale de una vez —volvió a decirle Gitti en voz baja y, como Konrad a pesar de todo no le pegaba, Gitti se volvió y dijo a Michi—: Oye, éste es de verdad un cobarde, se deja insultar sin hacer nada.

Michi era la mejor amiga de Gitti y siempre le daba la razón.

—Sí, claro que es un cobarde, aguanta todo —dijo Michi.

—A nosotras nos parece un idiota —dijeron Michi y Gitti, y se sentaron junto con Florian y Anton a la mesa grande del cuarto de estar y se pusieron a jugar a «todo lo que tiene alas vuela».

—¿Jugamos nosotros con mi muñeca? —preguntó Kitti a Konrad.

—Muy bien —dijo Konrad—, pero tienes que enseñarme cómo se juega. Sólo sé jugar con el tren y con las construcciones y mirar libros con láminas.

Kitti fue a buscar su nueva muñeca rubia, el cochecito y la vajilla que le había regalado Konrad.

Despejó un rincón de la habitación, puso allí el cochecito, colocó el servicio sobre una mesita e hizo como que servía café de la cafetera en las tazas.

—Tú eres el padre —dijo a Konrad—, yo soy la madre y en el cochecito está nuestra hija, ¿comprendes el juego?

Konrad comprendió el juego en seguida.

—Yo soy el farmacéutico Egon y tú la señora Bartolotti.

Kitti asintió. Konrad en seguida jugó muy bien a los padres, las madres y los hijos. Kitti le aseguró que no conocía a nadie que jugara tan bien a ese juego. Pero a los tres minutos Anton empezó a molestarles. Anton, que seguía sentado con los otros tres junto a la mesa, se había puesto a comer nueces y les tiraba las cáscaras. Al mismo tiempo, gritaba:

—¡Guerra eterna!

Konrad miró desesperado a Kitti y le preguntó:

—¿Quieres tú también que le atice un golpe?

—Sólo si a tí te apetece mucho —dijo Kitti, y eso le gustó a Konrad—. Lo que hacemos es jugar a que es un verano muy caluroso, que estamos en el campo y hay muchas moscas; así, siempre que venga volando una cáscara, para nosotros es una mosca.

Konrad estuvo de acuerdo y, cuando una cáscara pasaba silbando por el aire, Konrad y Kitti gritaban:

—¡Vaya, otra mosca! Este año hay muchas moscas.

Al mismo tiempo, contenían la risa. Eso puso a Anton de tan malhumor que se marchó a su casa. Al despedirse, gritó aún:

—¡Enemigos para siempre!

Con esto se refería no sólo a Konrad, sino también a Kitti. Había decidido dejar de amar a Kitti.

A las seis vino la señora Rusika al cuarto de estar, conectó el televisor y dijo que la fiesta de cumpleaños había terminado. Kitti acompañó a sus invitados hasta la puerta. Michi y Gitti preguntaron al despedirse:

—Oye, Kitti ¿qué es lo que te gusta de ese cobarde?

—Ha sido una fiesta aburrida —dijo Florian— y la culpa la tiene ese estúpido enano —y volvió a lanzar un directo a la tripa de Konrad.

Ahora estaba seguro de que Konrad no devolvería el golpe. Pero no había contado con Kitti, que gritó:

—¡Ya estoy harta! —al tiempo que atizaba un directo a Florian en la barriga con un puño y con el otro le daba un golpe en la cabeza, mientras que con un pie le arreaba una patada en la espinilla.

Florian salió de la casa gritando:

—¡No volveré más a tu casa! ¡Te prometo que me vengaré!

—¡Qué barbaridad! —dijo Gitti—. Hasta se pelea por ese cobarde.

—Me parece que es su nuevo amor —dijo Michi.

Y Gitti y Michi se marcharon juntas.

Kitti acompañó a Konrad al segundo piso, hasta la puerta de la señora Bartolotti.

—Esa niña ha dicho que cree que yo soy tu nuevo amor —dijo Konrad en voz baja.

—Y así es —dijo Kitti también en voz baja.

—¿De verdad?

—De verdad —asintió Kitti solemne.

Konrad vaciló antes de preguntar:

—Oye, Kitti, ¿no dirás eso sólo porque quieres ahorrarme preocupaciones?

—¡Ni pensarlo! —Kitti se echó a reír—. De verdad te quiero, te quiero mucho. Me gustas más que todos los otros chicos.

—Eso es muy agradable —dijo Konrad en voz baja.

—Mañana iremos juntos a la escuela —decidió Kitti—, y también volveremos juntos a casa. Y por la tarde iremos al parque. Y si alguno quiere hacerte daño, tendrá que vérselas conmigo. Tendrán que ir con cuidado, porque yo soy muy fuerte.

—Gracias —dijo Konrad.

Llamó al timbre y Kitti bajó corriendo por la escalera. Mientras bajaba, todavía le dijo adiós con la mano.

—¿Estuvo bien la fiesta? —preguntó la señora Bartolotti.

—Algunas cosas no estuvieron bien —contestó Konrad—, pero otras fueron estupendas.

—Así sucede la mayoría de las veces en la vida, hijo mío —dijo la señora Bartolotti y se llevó a Konrad a la cocina.

De cena había atún y pan de pasas, barritas de regaliz y rosquillas saladas. A la señora Bartolotti se le había vuelto a olvidar hacer la compra. Mientras Konrad extendía el atún sobre el pan de pasas, preguntó:

—¿Está bien que una niña de siete años proteja a un chico de su edad? ¿No tendría que ser al revés?

La señora Bartolotti estaba chupando una barra de regaliz y contestó sin dejar de chupar:

—Eso no tiene importancia, Konrad, da lo mismo. Lo importante es que sea protegido el que lo necesite.

—¿No crees —siguió preguntando Konrad— que la gente podría reírse de eso?

La señora Bartolotti se sacó de la boca la barra de regaliz, la mojó en la salsa del atún, se relamió y dijo:

—Mira, Konrad... Tienes que tener presente una sola cosa, porque es mucho más importante que las otras: No hay que preocuparse de lo que dicen los demás.

La señora Bartolotti volvió a mojar la barra de regaliz en la salsa del atún, removió en ella ensimismada y continuó:

—Si piensas siempre en lo que dicen los demás y luego haces siempre lo que hacen los demás, acabarás siendo exactamente igual que ellos y ya no podrás soportarte a tí mismo.

La señora Bartolotti dejó de remover la salsa con el regaliz, miró a Konrad y le preguntó:

—¿Lo comprendes?

—Lo siento, pero no lo comprendo —dijo Konrad, mientras mordía el pan de pasas con atún—. Sin embargo, Kitti me ama.

—¡Vaya!, ¿de modo que se trataba de eso? —exclamó satisfecha la señora Bartolotti—. Tenemos que echar un trago para celebrarlo.

—¡Pero, mamá! —dijo Konrad, meneando la cabeza.

—Perdón —se excusó la señora Bartolotti—. Quise decir que tengo que echar un trago para celebrarlo —sacó la botella de whisky del aparador y se sirvió uno doble—. ¡A tu salud, hijo mío! —dijo y vació el vaso de golpe.

En el momento en que la señora Bartolotti dejaba el vaso vacío sobre la mesa de la cocina, sonó el timbre de la puerta. Fueron dos suaves toques, corto y largo. La señora Bartolotti dio un suspiro.

—¿Quién vendrá ahora? —preguntó Konrad.

La señora Bartolotti se puso en pie lentamente y se dirigió a la puerta.

—Corto, largo y suave, hijo mío —dijo—, siempre es el farmacéutico Egon.

El farmacéutico Egon entró en la cocina detrás de la señora Bartolotti. Traía una enorme cartera de plástico. La dejó junto a la puerta de la cocina, clavó la mirada en los restos de la cena e hizo una mueca de repugnancia.

—¿Hay quizá algo que no te gusta? —preguntó la señora Bartolotti.

El señor Egon levantó el dedo índice de la mano derecha, lo hizo oscilar delante de la nariz de la señora Bartolotti y dijo:

—Proteínas, proteínas animales es lo que necesita un niño de siete años y no barras de regaliz. Y vitamina A y B y C y D. Eso es lo que necesita un muchacho de siete años.

—¡Lo tendrá mañana! —resopló la señora Bartolotti, apartando de un golpe el dedo índice del farmacéutico.

—¡Lo tendrá hoy! —dijo el señor Egon, agarrando la enorme cartera de plástico y sacando de ella un paquete con pan crujiente, una manzana y un trozo de queso—. Mira, hijo mío, esto es una cena como es debido para un muchacho.

—Muchas gracias —dijo Konrad, sin entusiasmo, ya que, al fin y al cabo, tenía en la tripa cuatro grandes rebanadas de pan de pasas con atún y tres barras de regaliz.

—El niño ha cenado ya —dijo la señora Bartolotti.

—Eso no era una cena, sino una ocurrencia como para coger una indigestión, criatura —el señor Egon puso delante de Konrad el queso y el pan—. Aquí tienen que cambiar muchas cosas, criatura —añadió.

La señora Bartolotti le miró amenazadora.

—¿Qué, según tú, debe cambiar?

El señor Egon apartó varias cosas —horquillas, cuchara, cascarón de huevo, algunas briznas de cebolleta y unas tijeras de uñas— del taburete de la cocina y tomó asiento. Se veía que se preparaba para un largo discurso. Y también se podía ver que tenía un poco de miedo de comunicar los cambios a la señora Bartolotti.

—Bueno, ¿qué es lo que hay que cambiar? —volvió a preguntar la señora Bartolotti, mirándole aún más agresiva.

El farmacéutico Egon parpadeó agitadamente, se frotó las manos y habló:

—Criatura, tú eres muy gentil y amable, pero muy poco adecuada para educar a un niño de la calidad de Konrad. Por eso, he decidido hacerme cargo de la educación del niño.

La señora Bartolotti se echó a reir. Pero no reía con gusto, sino con irritación. Y, de pronto, empezó a lanzar improperios.

—Así que tú has decidido ya. Bueno, muy bien. ¡Pues pon tu decisión en conserva! ¡Consíguete un niño o lo encargas y haces con él lo que quieras! ¡Por mí puedes educarle como te salga de las narices!; pero deja en paz a mi Konrad, frasco de farmacia anémico! ¡Medicamento bilioso, machacador de polvos, esencia de ungüento pringoso!

El señor Egon parpadeó, pero siguió sentado en el taburete de la cocina.

—Criatura —declaró—, puedes insultarme todo lo que quieras que ni retrocedo ni vacilo cuando se trata de mi hijo.

La señora Bartolotti se puso en pie de un brinco, corrió al aparador, sacó el sobre azul con los documentos de Konrad, revolvió con dedos temblorosos en el sobre y extrajo de él la partida de nacimiento.

—¡Aquí está —gritó—. ¡Lee lo que pone! Por casualidad ¿pone farmacéutico Egon? ¡Pone August Bartolotti! ¡El padre se llama August Bartolotti!

Pero el señor Egon no se dejó impresionar. Declaró que Konrad le había elegido libremente como padre y él había aceptado la elección. Además, August Bartolotti hacía años que estaba Dios sabe dónde, por lo que como padre no estaba disponible en absoluto. Y por si fuera poco, hasta la señora Bartolotti le había reconocido como padre, al exigirle el pago de la manutención.

—¡Quién paga los alimentos es el padre! —clamó el señor Egon.

Berti Bartolotti quería seguir insultando al señor Egon. Quería incluso echarle de casa. Sencillamente, cogerlo por el brazo y arrastrarlo a través de la cocina y el vestíbulo, y ponerlo de patitas en la calle. Pero no tuvo tiempo, porque el señor Egon agarró la enorme cartera de plástico y sacó una pluma estilográfica, cuadernos, lápices de colores, rotuladores y una cartera de tela.

—¡Qué bonito, qué estupendo! —exclamó Konrad.

Cogió todo el material escolar y lo contempló asombrado. Desenroscó la pluma estilográfica y escribió en el recuadro de la tapa del cuaderno: KONRAD BARTOLOTTI.

—¿Te ha comprado ya tu madre útiles escolares? —preguntó con sorna el señor Egon—. Una buena madre no olvida esas cosas.

—No, todavía no le he comprado nada —dijo la señora Bartolotti y se le puso la cara terriblemente roja de vergüenza; como estaba tan avergonzada, se puso más furiosa—. ¡Los estúpidos trastos escolares! —exclamó—. Como si no hubiera nada más importante que los dichosos cuadernos, los lápices de colores y una cartera roja.

—¡Pero, madre —dijo Konrad consternado—, no debes decir esas cosas! —Konrad tenía lágrimas en los ojos.

—Quiero que Konrad venga a vivir conmigo —dijo el señor Egon—. Yo tengo más sentido de la responsabilidad y más dinero que tú. Puedo contratar a una niñera de primera calidad para él y enviarle a un colegio particular de primera calidad y...

—¡Un imbécil de primera calidad es lo que tú eres —le interrumpió la señora Bartolotti.

Konrad lloraba ya a lágrima viva. Los gruesos lagrimones rodaban por sus mejillas y goteaban sobre el pan con queso. El señor Egon sacó un pañuelo limpio del bolsillo de la chaqueta, sonó la nariz a Konrad, le secó las lágrimas de las mejillas, le acarició la barbilla y dijo:

—¿No te das cuenta de lo poco apropiada que resultas para criar a un niño? —y después preguntó a Konrad—: Vamos a ver, hijo mío, ¿estás de acuerdo en vivir conmigo de ahora en adelante?

Konrad, inmóvil, miraba fijamente la mesa de la cocina. El señor Egon esperaba. Parpadeaba nervioso y las siete arrugas de su frente también daban sacudidas nerviosas.

—Pero yo no sé lo que es justo —dijo Konrad en voz baja—. Nadie había supuesto en la fábrica que yo iba a caer en semejante ambiente familiar.

—Hijo mío —la señora Bartolotti respiró profundamente, tratando de hablar con lentitud y con tranquilidad; al fin, lo consiguió—. Hijo mío, escucha dentro de tí mismo; tienes que percibir qué es lo que prefieres.

Claro que Konrad percibía algo. Sentía que quería mucho a la señora Bartolotti y que quería también mucho al señor Egon. Sentía que se ponía triste, cuando se peleaban. Sentía no poder decidirse entre la señora Bartolotti y el señor Egon.

La señora Bartolotti cogió su cartera y buscó la caja de cigarros. Sacó el cigarro más grueso y más largo. Tenía mucha necesidad de fumar. Encendió el cigarro y pensó: ¿Cómo conseguiría yo que Konrad se decidiera por mí? La señora Bartolott aspiró tres veces profundamente el humo y el señor Egon apartó la humareda del rostro de Konrad, abanicándole con el pañuelo húmedo de lágrimas.

—Contaminas el aire —dijo—. En mi casa Konrad tendrá una atmósfera sin nicotina.

La señora Bartolotti volvió a aspirar otras tres veces el humo y entonces se le ocurrió cómo podía forzar a Konrad a tomar partido por ella.

—Egon —dijo la señora Bartolotti, como una mosquita muerta—, ¿qué te parece a ti Kitti Rusika?

—¡Es una niña terriblemente mal educada! —exclamó el señor Egon—. El otro día en la farmacia estuvo dando saltos sin cesar de la báscula al suelo y ya me ha sacado la lengua varias veces. Hay que evitar que se acerque a Konrad.

—¿Y si quiere hacerse amiga suya? —preguntó la señora Bartolotti, aún más hipocritona.

—Ya sabré yo impedirlo —dijo, excitado, el señor Egon.

Mientras el señor Egon hablaba, Konrad se había ido poniendo muy pálido y suponiendo que las barras de regaliz con atún le habían sentado mal.

—No me encuentro mal —dijo Konrad—, pero siento que quiero quedarme con mi madre.

La señora Bartolotti suspiró aliviada. Al señor Egon se le entristeció la cara.

—¿Ya no me quieres? —preguntó.

—Pues claro que sí, querido padre —dijo Konrad—. Te quiero mucho, te quiero de verdad. Siempre me alegraré cuando vengas a visitarnos, puedes creerme.

El señor Egon creía a Konrad, pero no estaba contento. Estaba bastante amargado y se fue pronto a casa.

Konrad llevaba ya unas tres semanas en casa de la señora Bartolotti. Todos los días laborables Kitti le esperaba en la barandilla de la escalera del primer piso a las ocho menos cuarto y se iban juntos a la escuela. Y casi todas las mañanas, Anton estaba esperándoles en la esquina. Echaba a correr tras ellos, gritando:

—¡Enemigos para siempre!

En la esquina de la calle principal esperaba Florian. Se ponía a caminar al lado de Anton y lanzaba insultos a Konrad en orden alfabético:

—Acusica, burro, cagón, chivato, dumbo, espantajo, fantoche, gargajo, hipócrita, idiota, judas, king-kong, lameculos, llorica, majadero, necio, ñoño, obtuso, pintamonas, rata, soso, tontaina, usurero, vaina, water, xilofón, yogur, zopenzo.

Pero Florian y Anton se mantenían a distancia y tampoco les arrojaban cáscaras de nueces, ni huesos de frutas. Por miedo a Kitti.

Kitti también custodiaba a Konrad al volver a casa, cuando ella salía al mismo tiempo de la escuela. Pero como Kitti iba un curso más atrás que Konrad, los lunes, miércoles y viernes terminaba una hora antes. A Kitti no le habría importado esperar a Konrad en el cuarto de los abrigos o en la puerta de la escuela. Ya lo había hecho en dos ocasiones, pero la señora Rusika se había puesto furiosa y había armado un escándalo tremendo.

—Tienes que llegar a casa lo más tarde quince minutos después de acabar las clases —gritaba la señora Rusika— y ni un solo minuto más tarde, de lo contrario te puedes preparar.

La señora Rusika dijo también que era ridículo que una niña protegiera a un muchacho.

—Yo no tengo nada en contra de ese Konrad —afirmó—. Es un muchacho muy bien educado, de buenos modales y prudente. Incluso, sabe todas las respuestas del juego de las adivinanzas y siempre saluda muy cortés. Pero debería defenderse solo —y añadió—: Por otra parte, es asombroso que una señora tan rara tenga un niño tan bien educado, y sobre todo, me gustaría saber de dónde lo ha sacado de repente.

Kitti sabía de dónde había venido Konrad. Él se lo había contado y ella había prometido no decir una palabra a nadie. Tampoco dijo una palabra a su madre.

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Así que los lunes, miércoles y viernes Konrad tenía que volver solo de la escuela a casa. «Solo» no era muy exacto. La mitad de la 3-A venía corriendo tras él. Cuando Kitti no estaba, Florian no tenía miedo. Le tiraba piedrecitas a Konrad, le ponía la zancadilla y le atizaba puñetazos en la tripa. O le daba una patada en el trasero. Los demás niños no ponían reparos. Encontraban muy antipático a Konrad. La profesora, la señora Stainz, decía a los niños tres veces, por lo menos, durante cada clase:

—¡Tomad ejemplo de Konrad!

Esto no les gustaba nada a los niños. Además, cuando nadie había entendido una operación aritmética, la señora Stainz decía:

—Seguro que Konrad sí lo ha comprendido.

Y, efectivamente, Konrad había comprendido la operación. Esto tampoco les gustaba a los niños. Konrad también sabía cómo escribir cada palabra, tenía una letra preciosa, al leer en voz alta sabía acentuar cada parte de la oración, permanecía sentado en su sitio muy formal, no hablaba, no comía durante la clase, tampoco masticaba chicle y, por lo tanto, nunca sacaba largas hebras de chicle de la boca, miraba sin interrupción a la señora Stainz y escuchaba atentamente. Como es natural, todo ésto molestaba mucho a los otros niños. Al menos, podía haber sido torpe en gimnasia, cosa que les ocurría con frecuencia a los alumnos aventajados. Pero no. Era también el único en la clase que podía subir la cuerda hasta el techo del gimnasio en un santiamén, y tenía una voz de la que decía la profesora Stainz:

—Angelical y argentina; cuando él canta se siente una gran emoción.

Además, Konrad dibujaba tan bien que se podía distinguir claramente, en un coche dibujado por él, si se trataba de un Renault 16 o de un Renault 17.

—¡No nos faltaba más que este niño modelo! —comentaban sus compañeros de clase— ¡No necesitamos a ese maldito empollón pelotillero!

Y Konrad, en su ignorancia e inexperiencia, cometía un montón de faltas con los niños normales. Precisamente el segundo día, en la tercera clase, tenían que hacer un ejercicio de cálculo. El compañero de banco de Konrad, Fredi, le preguntó en voz baja:

—Doce por doce, menos diecisiete, mas treinta y seis, ¿cuánto es?

Pero Konrad no le contestó porque la señora Stainz había dicho antes:

—¡Ni una palabra durante el ejercicio!

Y cuando Fredi, que era muy malo en cálculo, le había preguntado ya tres veces, Konrad respondió:

—Creo que no está permitido que te dé la solución.

Fredi se puso furioso y, a partir de ese momento, empezó a odiar a Konrad tanto como Florian.

Al día siguiente, Anneliese dio un golpe con la regla en un cristal de la ventana, y el cristal se rajó. La profesora había salido un momento de la clase y cuando regresó y vio el cristal roto, quiso saber de inmediato quién lo había hecho. Nadie contestó y Anneliese revolvía en su cartera, haciendo como que no tenía nada que ver en el asunto. La señora Stainz preguntó a varios niños:

—¿Quién ha sido?

Todos hacían como que no sabían nada. Pero luego, la profesora preguntó a Konrad:

—Konrad, ¿has visto tú quién ha sido? Si lo has visto, tienes que decírmelo; es tu deber.

Y Konrad contestó que había sido Anneliese.

—¡Fuera! —gritaba toda la clase.

Pero la señora Stainz estaba muy satisfecha. Al quinto día de clase, la profesora Stairiz nombró a Konrad su suplente. Cada vez que salía, en los intervalos, «un momento al despacho», o a ver a otra profesora, Konrad tenía que sentarse en su sillón y vigilar la clase. Tenía que cuidar de que no se acercaran a la ventana abierta, de que no salieran al pasillo, de que no hablaran en voz muy alta y de que nadie peleara con el de al lado.

Al principio, los chicos no se tomaban en serio a Konrad como suplente. Se acercaban a la ventana abierta, se peleaban, salían al pasillo y hablaban a gritos. Pero cuando vieron que Konrad tomaba nota de todos los que no se comportaban según las instrucciones y recibieron después los castigos de la profesora, se pusieron furiosos y empezaron, con razón, a despreciar a Konrad.

El farmacéutico Egon, que el día de reunión de los padres con los profesores estuvo hablando con la profesora Stainz, se puso muy orgulloso cuando le dijo que Konrad era «un verdadero tesoro» y un alumno «como sólo en sueños se puede imaginar».

Pero la señora Bartolotti no tenía la menor idea de lo que Konrad hacía en la escuela, ni de lo que los otros chicos pensaban de él. No se interesaba por la marcha del curso. Todos los días preguntaba a Konrad durante la comida:

—¿Qué tal, cómo te ha ido hoy?

Konrad respondía siempre:

—Todo fue bien, gracias. La profesora me quiere.

Con esto se contentaba la señora Bartolotti y no seguía quebrándose la cabeza por las cuestiones escolares de Konrad.

Kitti Rusika, como es lógico, si sabía cómo se comportaba Konrad en la escuela. Él se lo contaba y los otros niños se lo contaban también.

—¿Sabes lo que ha vuelto a hacer hoy ese asqueroso? —le decían los otros niños.

Y por las tardes, cuando Kitti estaba en casa de Konrad o Konrad en casa de Kitti, ella le repetía:

—Konrad, ¿Por qué no le dijiste a Fredi cuánto es doce por doce, menos diez y siete, mas treinta y seis? —Y—: Konrad, ¡no se delata a los compañeros! —Y—: Konrad, no debes apuntar los nombres de los que salen de clase.

Pero Konrad movía la cabeza y decía:

—Kitti, a mí no me gusta hacerlo, de verdad que no. Pero, cuando ellos hacen cosas prohibidas, mi deber es dar parte; lo ha dicho la profesora. ¡Yo tengo que cumplir con mi deber!

Kitti trataba de explicarle que, si seguía comportándose así, los compañeros nunca llegarían a estimarle. Se lo decía en el tono en que se habla a un caballo enfermo, pero Konrad seguía moviendo la cabeza preocupado.

—Kitti —decía—, no es posible, me han hecho así. En el departamento de puesta a punto me educaron en esas costumbres escolares. ¡No puedo cambiar!

—Pero inténtalo al menos una vez, hazlo por mí —rogó Kitti, pues para ella tampoco resultaba fácil tener un amigo al que nadie podía tragar.

Konrad lo intentó por Kitti. Fue en la clase de gimnasia. Los niños querían columpiarse en las anillas. La profesora quería que los niños hicieran equilibrios en los bancos suecos vueltos del revés.

—¡Arriba! —gritó la profesora.

Pero los niños se negaron y se decían unos a otros en voz baja:

—Nos declararemos en huelga, no queremos hacer esa bobada de los bancos suecos.

Se sentaron en el suelo, cruzaron las piernas y se quedaron inmóviles. También Konrad se sentó en el suelo y cruzó las piernas.

—¡Arriba, arriba! ¡Venga, venga! —gritaba la señora Stainz.

Los niños no se movieron. Konrad tampoco se movió. Pensó: Kítti quiere que lo haga así y también los demás niños. Pero entonces la profesora miró a Konrad, le miró severamente a los ojos y dijo:

—Konrad, ¿qué comportamiento es ese? Nunca hubiera esperado esto de tí.

Konrad deseaba realmente seguir sentado. Pero fue imposible. Era como si alguien le agarrase y le levantara. No podía resistirse.

—¡Pffii, pffii! —silbaron todos los niños.

Konrad estaba ya en posición.

—¡Esquirol, miserable! —-gritaban.

Konrad se balanceaba en equilibrio sobre los bancos suecos.

—Bien, Konrad —le elogiaba la profesora.

—¡Canalla! —murmuraban los chicos.

Todos los alumnos, menos él, fueron castigados a correr en círculo durante diez minutos. Konrad pasó esos diez minutos sentado en la barra fija. Los niños jadeaban y le miraban, furiosos, al pasar frente a él, y Konrad tenía los ojos llenos de lágrimas.

Nada más salir de la escuela, fueron todos a decirle a Kitti:

—¿No te da vergüenza tener un amigo tan asqueroso como ése, que es un miserable saboteador?

—No es malo, ¡de verdad que no! —le defendía Kitti—. ¡Tenéis que creerme! —gritaba.

Pero como no podía explicarles de dónde había venido Konrad y por qué había llegado a ser así, los niños no le creían. Kitti comprendía muy bien a los chicos. Pensaba: si yo hubiera conocido a Konrad sólo en la escuela, tampoco podría soportarlo.

Kitti decía a Konrad todos los días:

—Konrad, ¡tienes que cambiar!

Una tarde estaban sentados Kitti y Konrad, con la señora Bartolotti, en el cuarto de estar. Kitti había traído el juego de las adivinanzas y, como tanto Kitti como Konrad se las sabían de memoria, empezaron a preguntar a la señora Bartolotti. Estaba sentada en la mecedora, comiendo rollos de arenque en escabeche en un gran frasco de pepinillos, meciéndose suavemente, mientras se pintaba las uñas de los pies de azul celeste y no sabía ni una sola respuesta correcta.

Kitti se retorcía de risa, al oír decir a la señora Bartolotti:

—Así que la torre inclinada? Seguro que está en el país del tentetieso, allí todo está inclinado— y acerca de la raíz de un número, Berti Bartolotti no tenía la menor idea—. Los árboles tienen raíces, las flores tienen raíces —gritó escandalizada—, y de las raíces de la genciana amarilla se hace aguardiente de genciana —se pintó una uña del pie, suspiró porque se había pintado medio dedo y opinó—: Y ¿tiene que haber también una raíz de ciento cuarenta y cuatro? ¿Se puede sacar también de ella aguardiente?

—La raíz cuadrada de cuatro es dos —le explicó Konrad— y la de nueve es tres y la de dieciséis es cuatro.

—Entonces, el dos, el tres y el cuatro están bajo tierra —gritó regocijada, la señora Bartolotti.

Konrad quería seguir explicando las raíces, pero sonó el timbre de la puerta. Tres toque largos. Era el cartero, que traía una carta urgente y certificada. El sobre era grande, rígido, azul celeste. Era igual que el sobre que vino en la lata de conservas de Konrad. En la solapa no figuraba ningún remitente.

La señora Bartolotti miró la carta, miró a Konrad y miró otra vez la carta.

—¿Quién os escribe? —preguntó Kitti con curiosidad.

La señora Bartolotti guardó la carta en el bolsillo de su bata y comentó por lo bajo:

—¡ Bah!, será una carta de propaganda.

—¡La propaganda no la mandan urgente y certificada! —exclamó Kitti.

—Madre —dijo Konrad—, la carta viene de la fábrica. Delante de Kitti puedes hablar tranquila. Está enterada de todo.

—¡Vamos, abra usted ya la carta! —gritó Kitti.

La señora Bartolotti dudaba.

—Y ¿si hay algo desagradable dentro? —preguntó.

La señora Bartolotti evitaba enfrentarse a las cosas desagradables. Tampoco abría nunca las cartas de Hacienda.

—Olvidemos la carta —propuso—. Quemémosla, como si nunca la hubieran traído.

—Quizá diga algo agradable —opinó Kitti—. A lo mejor le ha tocado a Konrad una herencia instantánea, o algo parecido.

La señora Bartolotti tocó el sobre en el bolsillo de su bata.

—Niños, niños —murmuró—, siento en la punta de los dedos que no trae nada agradable. Se le nota que es mala.

—Entonces, con más motivo tenemos que abrirla —dijo Kitti.

Kitti opinaba que las cosas malas que se conocen son menos malas que las que no se conocen.

La señora Bartolotti sacó el sobre azul del bolsillo y se lo dio a Kitti.

—Lee tú, Kitti —susurró—, yo no me atrevo.

Kitti Rusika rasgó el sobre azul claro, sacó un pliego azul doblado, lo desdobló y leyó:

«Distinguida Señora Bartolotti:

Hemos descubierto al revisar nuestro departamento de distribución que cometimos un lamentable error. Por equivocación de nuestra computadora se le entregó a usted un muchacho de siete años que de ningún modo le corresponde. Por ello, le rogamos se sirva devolvérnoslo sin pérdida de tiempo.

La tarjeta de pedido, oportunamente rellenada por usted, se refería a dos modelos de ayuda mnemotécnica, marca «Memoria», cuya producción hace tiempo hemos suspendido y, por tanto, ya no podemos suministrar.

Le rogamos prepare sin demora al niño, que será recogido muy en breve por nuestro servicio de asistencia técnica para entregárselo a sus auténticos padres.

Llamamos su atención sobre el extremo de que los niños-instantáneos, en cualquier circunstancia y .en cualquier época de su vida, continúan siendo propiedad de la fábrica y sólo son entregados a los padres, igual que el aparato telefónico, a título de préstamo, para su crianza y disfrute.

Cualquier objeción por su parte será completamente inútil, estando totalmente excluida la vía judicial.

Con reiterado pesar y nuestra distinguida consideración ... »

Kitti dejó de leer, se acercó la carta a los ojos y dijo:

—La firma pone Honbert o Monbert, no puedo distinguirlo claramente.

—Importa un comino cuál sea la condenada firma —dijo Berti Bartolotti, con voz trémula.

Aunque llevaba la cara tan coloreada de azul, rojo y rosa, parecía tenerla completamente verde. Y, además de la voz, también le temblaban las manos. Y parecía más pequeña y más débil que en general.

—O sea que en los próximos días —susurró—, en los próximos días...

—Pero ¡no tendrá usted intención de entregárselo...! —exclamó Kitti.

La señora Bartolotti sacó un pañuelo del bolsillo de la bata, se sonó, gimió y dijo en voz baja:

—Es que no me pertenece, no tengo ningún derecho y, además, yo encargué ayudas mnemotécnicas.

Volvió a sonarse y a gemir, y prosiguió:

—Y, encima, yo no cocino como es debido, llevo demasiados colores en la cara y Egon afirma que no soy una buena madre.

Hasta ese momento Konrad había permanecido sentado, taciturno, silencioso y grave. Pero en ese momento se puso en pie de un salto y gritó tan alto como nunca había gritado:

—¡Tú eres mi madre y eres una buena madre!!

—Ya lo oye —exclamó Kitti—. Konrad sólo la quiere a usted.

La señora Bartolotti volvió a sonarse con el pañuelo y a gimotear. Lanzó unos breves sollozos, mientras decía:

—Pero es que podrías tener una madre que te diera vitaminas, que supiera canciones adecuadas para niños, que estuviera enterada de las raíces y que tuviera un auténtico marido, un padre para tí.

Konrad sacudió negativamente la cabeza:

—Ya me he acostumbrado a quererlos a ti y a Egon, y si me voy a otro sitio también me separaré de Kitti —Konrad movió la cabeza enérgicamente—. No, deseo quedarme, eso es lo que quiero.

—¿Quieres realmente eso? —exclamó Berti Bartolotti.

Se levantó de un salto de la mecedora y ya no parecía tan débil, ni tan pequeña, ni tan verde su cara. Cogió a Konrad entre sus brazos y le besó en la mejilla, en el cuello, en la frente y en las orejas. Le besó por todas partes donde encontraba piel que besar. Luego, dejó a Konrad en el suelo y dijo:

—Bueno, ahora tiene que ocurrírsenos algo para defendernos de esos gángsters. ¡Tenemos que intentarlo!

—Escríbeles una carta amable, diciéndoles que yo quiero quedarme —propuso Konrad.

—Eso es ridículo —dijo Kitti—. La gente que escribe tales cartas... —cogió de la mesa el pliego azul y lo rompió en cuatro pedazos— ...a esa gente no le preocupa lo que tú sientes, Konrad.

—Kitti tiene razón —dijo Berti Bartolotti—. Se nos tiene que ocurrir algo muy astuto.

Konrad puso cara triste.

—Pero si es algo que está prohibido, yo no podré tomar parte. Kitti, tú sabes que no puedo.

—Prohibido, prohibido... —dijo la señora Bartolotti—. ¿Qué nos importa a nosotros lo que quiera esa estúpida fábrica?

—A vosotros, no —dijo Konrad en un murmullo—, pero a mí, sí. Ellos me hicieron así.

La señora Bartolotti encendió un gran cigarro. Repitió tres veces las tres profundas aspiraciones y lanzó tres veces al aire los anillos de humo azul.

—Está pensando —dijo Konrad.

—Ya he terminado de pensar, hijo mío —la señora Bartolotti saltó de la mecedora, señaló el dormitorio y añadió—: Anda, Konrad, vete allí. Tengo que hablar con Kitti.

—Pero ¿por qué...?

La señora Bartolotti interrumpió a Konrad:

—No preguntes por qué. Obedece a tu madre. Tú has aprendido a ser bien educado y obediente. Tenemos que hablar de algo que no deben oír los niños que no pueden hacer nada prohibido.

Konrad se fue al dormitorio y cerró la puerta. Pero la señora Bartolotti, inclinándose hacia Kitti, le explicó en voz baja lo que se proponía hacer. El rostro de Kitti empezó a resplandecer y, al terminar la señora Bartolotti su explicación, Kitti exclamó:

—Su plan es muy bueno. ¡Yo le ayudaré!

Apenas una hora después de llegar la carta urgente, bajaba corriendo Kitti al piso de abajo a rogar a su madre:

— Mamá, por favor, ¿puedo ayudar a la señora Bartolotti a llevar la alfombra grande a la tintorería para que la limpien?

La señora Rusika se opuso. Ella quería ir al fotógrafo con Kitti. Necesitaba una foto de Kitti para el cumpleaños de tia Emma.

—Al fotógrafo podemos ir mañana. Por favor —rogó Kitti—. La alfombra pesa tanto que la pobre se va a matar arrastrándola.

—Y ¿por qué no le ayuda Konrad? —preguntó la señora Rusika, y se quedó durante un minuto con la boca abierta de asombro cuando Kitti dijo:

—¿Konrad? Pero mamá, si él ya no está en casa de la señora Bartolotti.

— ¿ No? —Y, ¿ cómo es eso?

—Pues yo tampoco lo sé, mamá; pero si ayudo a la señora Bartolotti a llevar la alfombra, seguro que me lo dice.

La señora Rusika era tan curiosa como la mayoría de las personas. En realidad, al fotógrafo podían ir al día siguiente. Y a la pobre señora Bartolotti había que ayudarle a llevar la alfombra.

—Bueno, vete hija mía —dijo la señora Rusika—, pero no preguntes por Konrad de un modo muy directo, eso no estaría bien.

Cuando Kitti ya estaba en la puerta, la señora Rusika preguntó:

—Pero esta mañana todavía estaba; ha ido contigo a la escuela.

—Te equivocas, mamá —respondió Kitti—. He ido con Anton.

Antes de que la señora Rusika pudiera seguir preguntando, Kitti salió corriendo.

Corrió escalera arriba. La señora Bartolotti la esperaba detrás de la puerta de su casa.

—Ahora hay que darse prisa —dijo—. Es posible que a esos granujas se les ocurra venir hoy.

Fueron al cuarto de estar, retiraron la alfombra de debajo de la mecedora y la arrastraron hasta el dormitorio. Allí estaba Konrad sentado en el borde de la cama.

—¿Puedo volver a escuchar ya? —preguntó.

—Puedes tumbarte sobre la alfombra —dijo la señora Bartolotti.

Konrad se tendió sobre la alfombra y la señora Bartolotti lo enrolló en ella. La alfombra le daba tres vueltas a Konrad. Kitti y la señora Bartolotti cargaron con la alfombra. La señora Bartolotti agarró un extremo bajo el braso y Kitti se puso el otro extremo sobre el hombro.

—¿Te llega bien el aire? —gritó Kitti dirigiéndose a la alfombra.

—Sí, bien —se oyó la voz sofocada de Konrad.

—Bueno, en marcha —dijo Kitti—. Pero, por favor, dé usted pasos pequeños, porque si no, perderemos el compás, la alfombra se bamboleará y Konrad lo pasará mal.

—All right —contestó la señora Bartolotti.

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Marchando acompasadas, salieron de la casa y caminaron por la calle en dirección al tinte, que ponía «Limpieza de alfombras, trajes y cuero».

La señora Rusika estaba asomada a la ventana, mirando y dijo para sí:

—Pues es verdad que van sin Konrad.

Y corrió a casa de su vecina, la señora März, a contarle:

—Figúrese usted. Konrad, el de la vieja Bartolotti, hace días que se ha marchado.

—Pero si yo le vi esta mañana...

—¡Ese era Anton! —dijo la señora Rusika.

La tintorería era el local de al lado de la farmacia del señor Egon. Kitti y la señora Bartolotti entraron con la alfombra en la tintorería.

—Buenas tardes —dijo la señorita que les atendió.

—¿Cuánto cuesta la limpieza de esta alfombra? —preguntó la señora Bartolotti.

La señorita agarró un extremo de la alfombra y palpó las hebras de lana y la trama.

—Doce cincuenta el metro cuadrado —contestó.

—Demasiado caro —dijo Kitti y guiñó un ojo a la señora Bartolotti.

—En ese caso, perdone la molestia —dijo la señora Bartolotti a la señorita; y dirigiéndose a Kitti, añadió—: Vámonos a casa.

De nuevo en marcha con el rollo de la alfombra, atravesaron la tienda, pero no hacia la puerta de la calle, sino hacia la puerta posterior que daba al portal de la casa.

—Oiga, ¿adónde van ustedes? —preguntó la señorita.

—Vivimos en esta casa, en el tercer Piso —respondió Kitti—. Por aquí nos pilla más cerca.

Sólo hacía tres semanas que la señorita trabajaba en esa sucursal y aún no conocía a los habitantes de la casa. Así que abrió la puerta y las dejó pasar al portal con el rollo de la alfombra. Como acababa de entrar otra cliente, la empleada cerró en seguida la puerta y no pudo ver que la señora Bartolotti y Kitti no subían al tercer piso, sino que pulsaban ruidosamente el timbre de la puerta posterior de la farmacia.

La señora Bartolotti daba unos timbrazos no sólo muy fuertes, sino también muy largos. Claro que el señor Egon se hallaba en la parte de la farmacia que daba a la calle, despachando píldoras. Oyó el timbre de la puerta trasera, pero pensó: Quienquiera que sea, que entre por la puerta de la calle.

Pero cuando los largos y fuertes timbrazos pusieron nervioso al señor Egon, dijo a la señora que estaba atendiendo:

—Un momento, señora, alguien está llamando por la puerta de atrás.

Atravesó corriendo la primera trastienda, la segunda trastienda y la tercera trastienda, en la que estaba la puerta trasera. Llevaba la intención de decirle al que llamaba que era una impertinencia dar tales timbrazos. Pero no llegó a hacerlo. Al abrir la puerta, la señora Bartolotti le empujó hacia un lado, tiró hacia dentro del rollo de la alfombra, Kitti empujó desde atrás y cerró después de entrar. La señora Bartolotti apartó cajas de cartón vacías y cajones con alimentos infantiles, para poder desenrollar la alfombra.

—¿Qué significa esto? —preguntó, consternado, el señor Egon.

—Hay que esconderlo —dijo la señora Bartolotti, empezando a desenrollar la alfombra.

—¿Y por qué tengo yo que esconder la alfombra de tu cuarto de estar?

—No es la alfombra, sino a Konrad a quien tienes que esconder.

—¿Y dónde está Konrad?

La señora Bartolotti se lamentó de tanta dureza de mollera.

—¡Pues en la alfombra, tonto!

Acabó de desenrollarla y Konrad apareció. Estaba bastante cansado y tremendamente polvoriento, porque a la alfombra en realidad le hacía falta una limpieza a fondo.

— Siéntate aquí, que te lo explico todo —dijo la señora Bartolotti al señor Egon.

—¡Criatura, la farmacia está llena de gente! —gritó el señor Egon.

—Échalos y cierra —exigió la señora Bartolotti.

Kitti intervino:

—Pero, señora Bartolotti, eso sería demasiado raro. Una farmacia no se puede cerrar por las buenas. La gente se preguntaría por qué el farmacéutico ha cerrado de repente.

Pues esta Kitti no es tan tonta como yo creía, pensó el señor Egon.

A través de las dos primeras trastiendas llegaban desde la farmacia murmullos de indignación y una voz de señora llamó:

—Señor farmacéutico, tengo mucha prisa, ¿ dónde está usted?

El señor Egon corrió hacia la tienda.

—Si no puede hablar conmigo aquí —dijo la señora Bartolotti—, tendré que hablar con él fuera.

Agarró una bata blanca de farmacéutico, que colgaba de una percha, y se la puso. Sobre los rizos amarillos se colocó un gorro blanco, que había sobre una caja de cartón.

Konrad seguía acurrucado en el centro de la alfombra y tosía a causa de la cantidad de polvo que había tragado mientras le transportaban. Intentaba limpiarse la cara y las manos con un pañuelo.

—Pero, criatura, ahora no es posible... —cuchicheó el señor Egon, cuando la señora Bartolotti, ataviada de blanco, se colocó junto a él detrás del mostrador.

—Todo es posible —le respondió en un susurro la señora Bartolotti.

Agarró un mortero y empezó a triturar aplicadamente, como si tuviera que transformar unas píldoras muy duras en un polvo muy fino. Y mientras el señor Egon recogía recetas y dinero y entregaba píldoras y cambio, ella le hablaba en voz baja:

—Nos entregaron a Konrad por un error de reparto. ¡Y ahora quieren llevárselo!

—¡De ninguna manera!

El señor Egon estaba tan agitado que lo gritó con voz estentórea y el señor que acababa de entregarle una receta, creyendo que se dirigía a él, preguntó:

—¿Y por qué no quiere darme esa medicina para la tensión? ¿Es perjudicial?

—Perdón —dijo Egon al otro señor y, en voz baja a la señora Bartolotti—: Pero ¿tú lo has pagado?

—No —respondió la señora Bartolotti y, siempre en voz baja, le contó lo que decía la carta azul.

Los clientes conocían al señor Egon como un hombre tranquilo y amable. Pero en ese momento estaban bastante sorprendidos, porque el señor Egon se limitaba a arrojarles sobre el mostrador medicamentos y monedas de cambio, y no les saludaba, ni les preguntaba por su importante estado de salud. Cuando una señora quiso que la pesara en la báscula grande, hizo un simple gesto negativo, y cuando un señor preguntó si la medicina que le había recetado el médico realmente no era amarga, el señor Egon ni le oyó.

Al terminar la señora Bartolotti su explicación susurrante, dejó al mismo tiempo de machacar ruidosamente y preguntó:

—Entonces, ¿me ayudarás?

—Claro que sí —exclamó el señor Egon y, como en ese momento la estaba despachando a una madre un frasco de jarabe para la tos de su hijo, la madre se alegró mucho, porque ella acababa de opinar que «el jugo de las plantas naturales es lo mejor contra la tos».

La señora Bartolotti puso el mortero en un estante y dijo en voz baja:

—Lo llevaré arriba.

Atravesó corriendo las trastiendas hasta llegar junto a Konrad y Kitti.

—¡Todo all right! —gritó.

En la tercera trastienda había una escalera de caracol, de hierro, que conducía directamente al piso del señor Egon, en la primera planta.

La señora Bartolotti subió con Kitti y Konrad la escalera de caracol.

—Dios mío, qué horrible —dijo Kitti, en voz baja, cuando vio el cuarto de estar del señor Egon.

El cuarto de estar se hallaba abarrotado de muebles viejísimos. En las ventanas colgaban gruesas cortinas, raídas, de terciopelo rojo, y sobre la mesa había un tapete de seda negra con largas borlas.

Mamá —preguntó Konrad—, ¿qué hacemos aquí?

—Nosotras —dijo la señora Bartolotti— nos vamos ahora y tú te quedas aquí y esperas al señor Egon. Vendrá en cuanto cierre la farmacia.

—¿Crees que vas a poder aguantar en este caserón? —preguntó Kitti.

—Un muchacho de siete años tiene que ser ya capaz de entretenerse solo durante un par de horas —dijo Konrad, con valor, y se acercó a la librería a coger un tomo del diccionario, concretamente el de ESK-HG—. Hay algunas palabras con hache que todavía no conozco.

Se sentó en un sillón vetusto y empezó a leer.

La señora Bartolotti y Kitti corrieron escalera de caracol abajo, enrollaron apresuradamente la alfombra y la arrastraron hasta el portal. Kitti llamó a la puerta trasera del tinte. La empleada abrió la puerta.

—Bueno, ¿qué es lo que desean ahora? —preguntó.

—Lo he estado pensando —explicó la señora Bartolotti— y he decidido dejársela para limpiar.

Le dio la alfombra a la señorita y, atravesando la tintorería con Kitti, salieron por la puerta de la calle.

La dependienta ató un número a la alfombra, la apoyó contra la pared, en un rincón, y se dijo:

—Hay personas que resultan curiosas.

En el momento en que la señora Bartolotti salía con Kitti de la tintorería, la señora Rusika estaba mirando otra vez por la ventana. Las vio a las dos y pensó: Han estado mucho tiempo en el tinte. Y luego volvió a pensar: Espero que Kitti haya logrado enterarse de por qué Konrad ya no está en casa de la vieja Bartolotti.

Kitti se fue a su casa y le contó a su madre que Konrad había desaparecido sin dejar rastro hacía cuatro días. Probablemente se había ido con su padre real y verdadero, que vivía en el quinto pino. El caso es que no se le podía encontrar en ninguna parte.

La señora Bartolotti también se fue a su casa. Se sentó a tejer, pero tenía que pensar tanto en Konrad que no podía trabajar. Estuvo sentada junto al telar hasta las siete. Fumaba y pensaba y cada media hora anudaba un pequeñísimo hilo negro.

Hacia las siete de la tarde la señora Bartolotti se levantó de un salto, corrió al cuarto de baño y se lavó para quitarse todos los colores de la cara. Se ató un pañuelo gris sobre los cabellos amarillos y revolvió en el armario grande del vestíbulo, en busca de la chaqueta de punto gris que le había regalado el señor Egon por Navidad. Nunca se había puesto la chaqueta gris, porque no podía soportar ese color. Pero se la puso y, mirándose al espejo, le dijo a su imagen:

—Criatura, ahora estás gris y fea como un piojo. Pero, al menos, es seguro que así no te reconocerá nadie.

Efectivamente, nadie reconoció a la señora Bartolotti. Cuando salía del portal, la portera estaba chismorreando con la lechera. La portera ni siquiera miró a la señora Bartolotti.

La señora Bartolotti fue calle abajo hasta la casa de la farmacia. Se cruzó con algunas personas conocidas. Ninguna la miró. Ni siquiera el señor Egon reconoció a la señora Bartolotti, cuando le abrió la puerta de la casa. La miró fijamente durante algunos segundos e, incluso, llegó a preguntarle:

—¿Qué desea?

Pero cuando reconoció a la señora Bartolotti, se puso muy contento.

—Criatura, hoy sí que me gustas —dijo.

—¡Tipico de tí! —increpó la señora Bartolotti al señor Egon—. En cuanto una parece un viejo piojo a ti te gusta.

—Prefiero los viejos piojos a los papagayos —murmuró el señor Egon, mientras acompañaba a la señora Bartolotti al cuarto de estar, donde se hallaba Konrad.

Konrad estaba sentado junto a la mesa del tapete de seda negra. Delante de él había abiertos varios tomos del diccionario.

—Mamá —dijo—, ya conozco sesenta y siete nuevas palabras extranjeras. Papá me las acaba de tomar.

La señora Bartolotti cerró de golpe todos los diccionarios y de un empujón los tiró al suelo, con estrépito. Luego, quitó de la mesa el tapete de seda negra, porque, según explicó, el color negro la enfermaba, se sentó, puso los brazos sobre la mesa y dijo:

—Bien, ahora voy a exponeros mi grandioso plan.

El señor Egon se sentó en el sillón y esperó el grandioso plan, pero Konrad, con aire desalentado, dijo:

—Perdona, mamá, yo creo que cualquier plan es inútil. Los de la fábrica son muy astutos. Me encontrarán en cualquier parte que esté. Conocen mil trucos.

—No te encontrarán —dijo la señora Bartolotti—, porque hasta que te encuentren necesitan cierto tiempo y, cuando te hayan encontrado, ya no serás tú.

—¿Qué quiere decir eso? —el señor Egon saltó del sillón.

—¡Haz el favor de sentarte y escucharme! —exigió Berti Bartolotti y siguió hablando, mientras el señor Egon volvía a sentarse en el sillón—: A grandes males, grandes remedios —el señor Egon y Konrad asintieron con una inclinación de cabeza—. ¡Ahora bien! —la señora Bartolotti levantó el índice de la mano derecha y lo movió triunfante—, ahora bien, el servicio de asistencia técnica busca a un muchacho-instantáneo muy cortés, servicial y dócil. Precisamente el producto que ellos han entregado —el señor Egon y Konrad asintieron de nuevo—. Por consiguiente —la señora Bartolotti movía el índice con gran excitación—, ¡tenemos que cambiar a Konrad de tal modo que esa gente no reconozca su propio producto!

—¿Quieres teñirle el pelo? —preguntó el señor Egon.

—¡Idiota! —-Betti Bartolotti miró al señor Egon, meneando la cabeza, y luego se volvió hacia Konrad— ¿Qué es lo contrario de bien educado?

—Mal educado —respondió Konrad.

—Y ¿lo contrario de obediente?

—Desobediente.

—¿Lo contrario de sosegado?

—Ruidoso.

—¿Lo contrario de amable?

—Insolente.

—¿Y de dócil?

—Rebelde.

—¿Comprendes? —dijo la señora Bartolotti al señor Egon—, así tiene que ser para que no le reconozcan.

—¡No! —gritó estremecido el señor Egon.

—Entonces, ¿quieres que se lo lleven?

—¡No! —gritó el señor Egon, más estremecido aún.

—Entonces tienes que acceder a la transformación total del producto.

—¿Tiene que ser auténtica? —preguntó el señor Egon con tristeza.

—Tiene que serlo —determinó la señora Bartolotti.

Konrad tosió ligeramente.

—Por favor —dijo en voz baja—, el plan es realmente muy bueno. Pero tú sabes, madre, que yo no puedo llegar a ser distinto de como soy. Ya lo he intentado. Lo he intentado por Kitti y no resultó.

—Eso es una tontería —resopló la señora Bartolotti, y explicó a Konrad que ya lo había discutido con Kitti minuciosamente—. Eso de que no puedes cambiar son bobadas. No te han creado así, sino que te han adiestrado así en el departamento de puesta a punto. Y ahora Kitti te va a adiestrar de otra manera.. Kitti te va a desacostumbrar de todas tus costumbres.

—¿Crees de verdad que dará resultado? —preguntó Konrad.

—Vamos a intentarlo —dijo la señora Bartolotti.

Se despidió de Egon y de Konrad, a quien dio tres besos en cada mejilla, porque era posible que transcurriese mucho tiempo sin verle.

La señora Bartolotti pasó una noche muy tranquila. Soñó cosas terribles. Soñó con dos gigantescos hombres grises que querían coger a Konrad. Konrad intentaba huir corriendo, los hombres extendían las manos para agarrarle y todo el suelo estaba lleno de chicle blando. Konrad no podía correr, porque se quedaba pegado al chicle. La señora Bartolotti quería acudir en su ayuda, pero también se pegaba al chicle y no adelantaba un paso.

Después de tener este horrible sueño diez veces seguidas, la señora Bartolotti decidió levantarse. Se puso la bata y fue al cuarto de baño. Fuera todavía estaba oscuro. La señora Bartolotti se embadurnó la cara de colores. Se puso una cantidad enorme, esperando que los colores la pusieran de mejor humor. Se preparó una cafetera llena, encendió un cigarro, se sentó a la mesa de la cocina y esperó. Miraba a través de la ventana y advertía cómo el cielo se iba aclarando lentamente. Al principio, había un gran silencio abajo, en la calle, y luego, cuando el cielo ya estaba bastante luminoso, rosado y con líneas verde manzana, empezaron a oírse en la calle los coches, con sus cláxons y el chirrido de los neumáticos al doblar la esquina. Cada vez que oía los pasos de alguien que pasaba delante de la puerta de su piso, la señora Bartolotti se sobresaltaba. Y cada vez que los pasos se alejaban de su puerta, respiraba aliviada.

Cuando iba por la séptima taza de café, oyó que unos pasos se acercaban, pero esta vez no se alejaron, sino que se detuvieron delante de su puerta. Sonó un estridente timbrazo. La señora Bartolotti habría preferido esconderse debajo de la mesa o en el rincón de la nevera.

Pero se dio ánimos y pensó: Si no voy a abrir ahora, vendrán más tarde.

El hombre que estaba ante la puerta era delgado y muy bajito. Llevaba un mono azul claro. Junto al hombre, sobre el felpudo, había una enorme lata de conservas plateada, con una tapa de rosca.

Ahí dentro se habría llevado a mi Konrad, pensó la señora Bartolotti. Ese pensamiento la enfureció tanto que dejó de sentir miedo.

—¿Qué desea? —preguntó.

Y como era un buen palmo más alta que el hombre vestido de azul celeste, le miró desde arriba con irritación.

—Vengo a recoger la entrega equivocada —dijo el enano azul celeste.

—Lo siento —dijo la señora Bartolotti—, pero la entrega equivocada se largó hace tres días sin dejar rastro. Estará ya en el quinto pino.

—¿Dónde?

—En el quinto pino. Allí es donde vive el padre que menciona su partida de nacimiento.

El enano azul celeste se irguió, pero su estatura no aumentó mucho.

—No debió usted permitirlo —exclamó—. Al fin y al cabo, es propiedad de mi fábrica.

—Permitir, permitir —resopló Berti Bartolotti—. ¡Haga el favor! Primero me mandan ustedes una cosa que no necesito y que no quiero tener. Y luego viene usted y me la organiza.

—¿Ha denunciado usted la pérdida a la policía? —preguntó el enano.

—Bueno, oiga usted, enano azul celeste —dijo Berti Bartolotti con firmeza al hombrecillo—, ¿quién denuncia a la policía la pérdida de algo que no quiere tener? Y ahora, ¡lárguese a su maldita fábrica, estúpido!

El hombrecillo retrocedió un paso, agarró la lata de conservas y se precipitó a la escalera.

—¡Tendrá noticias nuestras!, puede estar segura —gritó, mientras corría escaleras abajo.

La señora Bartolotti cerró la puerta, se fue a la ventana del cuarto de estar y miró a la calle. Vio al del traje azul celeste salir corriendo de la casa con su gran lata, subir a una camioneta de reparto azul celeste y partir.

—Pero volverán, criatura —habló para sí la señora Bartolotti—. Seguro que volverán.

A mediodía, al salir de la escuela, Kitti Rusika explicó a su madre que tenía mucha prisa, porque tenía que ir a casa de su amiga Ann Meier. Anni, dijo Kitti, estaba tan terriblemente mal en aritmética que tenía que enseñarle la tabla de multiplicar.

—Está muy bien que le ayudes —dijo la señora Rusika.

Creyó en seguida lo que Kitti le decía, porque era cierto que Anni Meier iba muy mal en aritmética y, además, Kitti casi nunca mentía.

—Pero no vengas muy tarde —pidió la señora Rusika.

—Cuando Anni se haya aprendido el tres y el cuatro, serán ya las seis o seis y media —dijo Kitti.

Konrad había pasado la noche en la cama del señor Egon y el señor Egon había dormido en el sofá del cuarto de estar. Durante la mañana, Konrad aprendió nuevas palabras, esta vez del tomo BUSI-DEUS. Luego, aprendió a multiplicar de memoria el 49 y el 63, hasta 49 por 49 y 63 por 63. A mediodía el señor Egon cerró la farmacia, subió a casa por la escalera de caracol y preparó papilla de sémola con canela y azúcar. Con ella, bebieron jugo de zanahoria vitaminado.

Después, el señor Egon se bajó a la farmacia. Kitti se sentó con Konrad junto a la mesa grande del cuarto de estar.

—Konrad —dijo Kitti— esto es muy sencillo. En cuestiones de educación todo funciona según el principio de que, cuando el niño hace algo bien, se le alaba, y cuando hace algo mal, se le reprende o no se le hace caso. O sea, que ser bueno representa alabanza y ser malo, castigo. ¿Lo comprendes?

Konrad lo comprendía.

—En esta readaptación —explicó Kitti— vamos a hacer exactamente eso, sólo que al revés. O sea, ser malo representa alabanza y ser bueno, castigo.

Konrad también comprendía eso.

—Y como la reeducación tiene que ir muy rápida hay que emplear incluso los métodos extraordinarios...

—...que exigen las circunstancias extraordinarias —le interrumpió Konrad.

—¡Exacto! —aprobó Kitti.

—¿Y qué es lo que tengo que hacer yo? —preguntó Konrad.

—Di todas las palabras feas que conozcas.

—No conozco ninguna.

—¡Claro que sí! —exclamó Kitti—. Florian ha ido tantas veces detrás de ti insultándote que tienes que haber aprendido algo de lo que decía.

A Konrad se le puso la cara completamente roja.

—Sí, claro, pero yo no puedo decir esas palabras. Se me quedan atragantadas y no me salen.

—Pues, alterna una palabra educada con una palabra fea —propuso Kitti.

—Distinguida señora —dijo Konrad y luego gritó—: ¡Ay! —pues Kitti le había pinchado con un alfiler en el brazo.

Esto formaba parte del sistema de reeducación.

—Imbé... —dijo Konrad y no pudo seguir, porque se le había atragantado—. Imbé... —volvió a intentarlo Konrad, mientras Kitti le animaba con un gesto.

—Prueba hasta que lo consigas —le susurró Kitti

—Imbé..., imbé..., imbé..., ¡imbécil! —Konrad, tartamudeando, lo había soltado al fin.

Kitti se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla. Konrad se puso muy contento.

—Y ahora, alterna imbécil y distinguida señora —ordenó Kitti

Konrad lo hizo. A cada «distinguida señora», Kitti le pinchaba con el alfiler en el brazo, y a cada «imbécil» le besaba en la mejilla.

Diez minutos después Konrad ya no quería decir «distinguida señora». Sólo seguía diciendo «imbécil, imbécil, imbécil» y recibía un beso tras otro.

—¡Bravo, Konrad! —Kitti estaba entusiasmada—. Aprendes con una rapidez fantástica.

Y entonces llegó el momento de que Konrad pasara el primer examen. Se dirigió al teléfono y eligió un número al azar, el 25-79-51. «Huber», contestó una voz de hombre. Konrad tragó saliva, se atragantó y aparecieron en su frente pequeñas gotas de sudor.

—¡Venga, dilo! —apremió Kitti.

—Perdone usted —dijo Konrad al auricular.

Kitti le puso el alfiler delante de la nariz. Konrad cerró los ojos, volvió a tragar saliva y habló de nuevo por el auricular: —¡Imbécil!

Después soltó el teléfono.

Como recompensa, Kitti besó a Konrad en las dos mejillas y dijo que por hoy ya había aprendido bastante y podían jugar.

—¿Has traído el juego de las adivinanzas?

—No, jugaremos a pintar paredes —dijo Kitti y puso a Konrad en la mano una tiza roja y otra verde.

Naturalmente, Konrad no quería pintar las paredes. Suponía que el señor Egon no estaría conforme.

—No pienses en el señor Egon —le distrajo Kitti—. Es mejor que pienses cómo sería la flor que quieres pintar.

—Tiene que tener un tallo como éste —dijo Konrad y se quedó horrorizado, porque había pintado una raya verde en la pared.

—Bravo, estupendo, muy bien, Konrad —elogió Kitti, poniéndole en la boca un bombón de menta.

Los bombones de menta le gustaban a Konrad de un modo especial.

A las seis de la tarde Konrad se había comido una caja de bombones de menta y todos los trozos de pared del cuarto de estar en los que no había cuadro, estaban adornados con flores.

Al señor Egon casi le dio un ataque, cuando, después de cerrar la farmacia, subió por la escalera de caracol y se encontró la habitación floreada.

—Circunstancias excepcionales —le recordó Kitti—, querido señor farmacéutico...

—...exigen medidas excepcionales. Ya sé, ya sé —suspiró el señor Egon.

En ese momento Konrad le recitó tres veces «imbécil», como el que recita una lección.

—Tiene usted que elogiarlo —cuchicheó Kitti al oído del señor Egon—, si no, mi esfuerzo sería inútil.

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El señor Egon no había tenido que hacer en su vida nada tan difícil como esto. Se inclinó hacía Konrad y dijo:

—Querido hijo, estupendo que ya puedas decir «imbécil». ¡Estoy orgulloso de ti!

Por razones de seguridad, Kitti había decidido no visitar más a Berti Bartolotti y, por las mismas razones, la señora Bartolotti había decidido no visitar a Kitti, ni al señor Egon. A pesar de ello, Kitti y la señora Bartolotti se comunicaban perfectamente. Se hablaban a través de la instalación de ventilación del cuarto de baño. El cuarto de baño de los Rusika estaba justo debajo del cuarto de baño de la señora Bartolotti. En ambos, junto a la bañera había un orificio cuadrado con rejilla. Cuando se hablaba por este orificio, se podía oír muy bien en el otro piso. Kitti y Berti Batolotti habían fijado unas horas para comunicarse. A la una y media en punto del mediodía y a las siete en punto de la tarde. Para comunicaciones imprevistas o urgentes, habían convenido lo siguiente: en caso de que la señora Bartolotti tuviera algo que comunicar, clavaría tres clavos en la pared de la cocina. Y en caso de que fuera Kitti, tocaría su armónica. Tanto los golpes en los clavos como el sonido de la armónica se oían bien en una casa y en otra.

A las siete en punto Berti Bartolotti fue al cuarto de baño, se agachó junto al orificio de la ventilación y llamó:

— Kitti, ¿estás ahí ya?

—Aquí estoy —retumbó en el conducto de la ventilación.

Este tubo alteraba considerablemente las voces. La voz de Kitti sonaba como la de un viejo duende.

—¿Cómo está mi Konrad? —preguntó la señora Bartolotti.

—¡Muy bien, aprende muy de prisa!

—Los del servicio técnico estuvieron aquí. Un enano estúpido. Lo eché con cajas destempladas.

La señora Bartolotti esperaba una respuesta, que no llegó. Pegó la oreja a la rejilla del orificio y oyó la voz malhumorada del señor Rusika:

—¡Maldición!, ¿qué demonios haces tanto tiempo en el cuarto de baño?

La señora Bartolotti se levantó, suspiró tristemente porque le habría gustado hablar más tiempo con Kitti y se fue a la cocina a prepararse unos huevos revueltos con un solo huevo. Estaba pensando si un rollo de arenque escabechado, picado menudito, podría mejorar el huevo, cuando sonó el timbre de la puerta. Sonó dos veces largo. Berti Bartolotti bajó al mínimo la llama del gas donde se hacía el huevo y se acercó de puntillas a la puerta. En la puerta había una mirilla. El agujero de la mirilla estaba cubierto por una tapa móvil de latón. La señora Bartolotti apartó suave y cuidadosamente la tapa de la mirilla. Quería echar una ojeada fuera y se llevó un susto enorme, pues se encontró con un ojo saltón azul celeste. Del susto dio un salto hacia atrás. Pero el que se hallaba ante la puerta, al cual pertenecía el ojo saltón azul celeste, debía de ser mucho menos asustadizo que la señora Bartolotti, porque no saltó hacia atrás. Su ojo seguía en el agujero de la mirilla.

—Señora Bartolotti, abra la puerta —gritó una voz grave.

—Sabemos que está ahí —gritó una voz intermedia.

—Está visto que no abre por las buenas —dijo una voz aguda.

¡Dios mío, tres hombres!, pensó Berti Bartolotti y miró a ver si la cadena de seguridad estaba bien enganchada, el cerrojo bien corrido y la cerradura también cerrada.

Volvieron a tocar el timbre. Tres veces. La voz aguda, la media y la profunda dijeron al mismo tiempo:

—¡Abra inmediatamente, señora Bartolotti!

—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Berti Bartolotti y tuvo buen cuidado de que su voz sonara fuerte y sin temor.

—Queremos hablar con usted —dijo la voz aguda.

—Sobre la entrega equivocada, que usted nos ha estafado —dijo la voz mediana.

—Si no nos abre en seguida, forzaremos la puerta de su casa .

La puerta de la casa de Berti Bartolotti era de viejo roble, el cerrojo de grueso metal y la cadena de seguridad del más fino acero.

—¡Inténtelo! —gritó la señora Bartolotti.

La voz aguda, la mediana y la profunda cuchichearon al otro lado de la puerta. Pesados pasos se alejaron y, después, la señora Bartolotti los oyó por la escalera. Suspiró aliviada. Pensó que los pasos se alejaban escalera abajo.

—Ahora necesito una triple dosis de licor estomacal —se dijo la señora Bartolotti.

El licor estomacal estaba un estante de la cocina. Cuando la señora Bartolotti llegó a la cocina, vio que el huevo se había quemado. Olía horriblemente mal. La señora Bartolotti apagó el gas y tiró el huevo, junto con la pequeña sartén, al cubo de la basura, porque la sartén se había puesto negra y a la señora Bartolotti le desagradaba fregar sartenes negras. Abrió la ventana de la cocina, para que saliera el mal olor del huevo quemado y cogió el frasco de licor estomacal. Lo abrió y se lo llevó a la boca. Cuando Berti Bartolotti bebía del frasco, siempre tenía que cerrar los ojos. Al terminar de beber, puso el frasco sobre la mesa, volvió a abrir los ojos y miró hacia la ventana de la cocina. Y allí vio tres pantalones azul celeste, y tres pares de botas azul celeste, balanceándose en el oscuro cielo del crepúsculo. Al principio, las botas estaban arriba, en la parte superior del marco de la ventana; un poco después, ya estaban en el centro y los pantalones se iban alargando; y luego, tres hombres, con uniformes azul claro, se hallaban ya de pie sobre el alféizar de la ventana. Llevaban cascos protectores azul celeste en la cabeza y guantes de boxeo plateados en las manos. En torno a la cintura llevaban cartucheras plateadas y las culatas de las pistolas plateadas sobresalían de las plateadas pistoleras, colgadas de sus cinturones.

La señora Bartolotti se asustó aún mucho más que cuando había abierto la lata de conservas de Konrad. Cayó pesadamente sobre una silla de la cocina. La cocina entera, con los tres hombres en el alféizar de la ventana, empezó a dar vueltas a su alrededor.

Los tres hombres hablaron a coro:

—Nos podría usted haber ahorrado la molestia de trepar al tejado.

Lentamente la cocina dejó de girar.

—¿Se puede saber quiénes son ustedes? —preguntó la señora Bartolotti.

—La brigada de la fábrica —gritaron los tres hombres, saltando de la ventana al interior de la cocina.

Registraron primero la cocina, después fueron al cuarto de estar, al cuarto de trabajo y al dormitorio. Registraron también el retrete y el cuarto de baño. Incluso registraron el armario del vestíbulo.

La señora Bartolotti continuaba sentada en la silla de la cocina, insultando a los hombres. Les increpaba:

—Testarudos, ya les he dicho que se escapó, que se fue hace cuatro días. ¡Lárguense! ¡Esto es un allanamiento de morada! ¿Quién les da derecho a hacer una cosa así?

Ellos no se preocupaban de sus improperios. Estaban registrando la casa tan a fondo, como si buscaran un diminuto diamante de gran valor. A veces, la señora Bartolotti oía decir a la voz grave:

—¡Qué casa tan sucia!

Y a la voz mediana:

—¡Qué indecente galpón!

Y a la voz aguda:

—Realmente es para echar a correr.

Pero entonces la voz grave exclamó:

—Caramba, ¿qué es lo que veo?

Los tres hombres volvieron a la cocina. Pusieron ante las narices de la señora Bartolotti un cuaderno de Konrad abierto. Allí estaban los deberes del día anterior, con la fecha.

—¿Así que hace cuatro días desapareció? —preguntó con sarcasmo el de la voz aguda.

—¡La hemos descubierto! —gritó el de la voz mediana, agarrando por un hombro a la señora Bartolotti.

Ella no podía tolerar eso y mordió en el brazo al de la voz grave. Él gritó y la soltaron.

—¡Vámonos! —dijo el de la voz aguda—. Ya tenemos bastantes pruebas. La vieja le ha hecho desaparecer, después de recibir la carta de la fábrica.

El de la voz mediana cerró de golpe el cuaderno y se lo guardó en la chaqueta del uniforme. Salieron de la cocina y atravesaron el vestíbulo hacia la puerta.

La señora Bartolotti oyó cómo desenganchaban la cadena de seguridad, descorrían el cerrojo y giraban la llave. La puerta se cerró de golpe. Los pasos de los tres hombres se alejaron.

Berti Bartolotti agarró el martillo y clavó tres grandes clavos en la pared. Luego, corrió hacia el cuarto de baño y llamó por el agujero de la ventilación:

—Kitti, Kitti, ¿me oyes?

Kitti no contestó. Dormía ya. Pero el señor Rusika, que estaba aún sentado en el cuarto de estar leyendo el periódico, dijo a su mujer:

—¡Qué frescura!, ¿no puede la vieja clavar sus malditos clavos durante el día?

Al día siguiente, a eso de las doce, Kitti Rusika volvió a salir de su casa, para enseñarle a Anni Meier la tabla de multiplicar. La señora Rusika estaba orgullosa de su hija.

—Eres una niña muy generosa —alabó a Kitti.

Kitti movió la cabeza afirmativamente. No tenía mala conciencia. Daba lo mismo que ayudara a Anni Meier que a Konrad Bartolotti.

Para esa tarde Kitti había ideado un programa superespecial. Llegó por la escalera de caracol.

—¿Cómo está mi madre? —preguntó Konrad.

—Hoy estoy sorda —dijo Kitti—. Haz el favor de escribir la pregunta.

Le dio a Konrad un pedazo de papel arrugado, con manchas de grasa, y un lápiz mordido y sin punta. A Konrad le horrorizaban papeles arrugados y los lápices mordidos, pero como le urgía saber cómo estaba la señora Bartolotti, se sobrepuso y escribió sobre el asqueroso papel:

Entregó el trozo de papel a Kitti, que miró lo escrito y exclamó:

—No puedo leer estas letras tan simétricas y rectas. Son tan iguales que dan asco. ¡Un poco más torcidas, por favor! Una inclinada hacia delante, otra hacia atrás y el renglón no tan derecho.

Konrad quería saber sin falta cómo estaba la señora Bartolotti y se esforzó por escribir mal y torcido. Gastó nueve trozos de papel manchado y arrugado, hasta que Kitti le parecieron las letras suficientemente mal escritas.

—Gracias; la señora Bartolotti está bien —dijo Kitti, cuando leyó el noveno papel.

Ahora ya había dejado de estar sorda y ordenó a Konrad cantar, Konrad cantó:

Kitti sacó del bolsillo un cencerro y lo agitó. A Konrad le hizo daño en los oídos y dejó de cantar. Kitti dejó de cencerrear. Konrad cantó de nuevo:

Kitti volvió a agitar el cencerro. También cuando entonó:

Kitti agitó la campana, como si fuera un coche de bomberos.

—¡Kitti! —gritó Konrad—, con ese ruido no se puede cantar.

—Canta la canción del soldado —ordenó Kitti.

Konrad no quería.

—No es una canción decorosa —dijo.

—Pero cántala —ordenó Kitti.

Konrad empezó:

Un soldado en un cuartel...

Kitti no agitó el cencerro; tarareaba también en voz baja. Konrad estaba tan contento de que hubiese cesado el desagradable ruido y de que Kitti tararease tan dulcemente, que siguió cantando:

Konrad estaba loco por cantar. Después de esa canción del naufragio, quiso cantar:

pero Kitti volvió a tocar la esquila. También la agitó, de un modo frenético con

Sólo cuando cantó:

Kitti no agitó el cencerro, sino que la tarareó con voz angelical. Y cuando Konrad cantó:

Kitti le acompañó de un modo tan maravilloso que Konrad se dio cuenta de lo hermosa que era en realidad esa canción. La cantó diez veces seguidas.

Después de cantar, Konrad y Kitti jugaron a despedazar periódicos, a untar nata debajo de la mesa y a mezclar espinacas con el pudding de frambuesa. Y para terminar la lección de reeducación, Konrad tuvo que cortar todas las borlas del tapete de seda negra. Al principio le resultó muy difícil. A cada borla que cortaba gemía y suspiraba. Cuando cortó las del primer lado, sólo suspiraba ya bajito. Después del segundo lado, ya no suspiraba; el tercero le resultó muy fácil, y el cuarto fue en realidad coser y cantar. Cuando la última borla cayó al suelo, Konrad contenía la risa. En recompensa Kitti le dio tres besos en cada mejilla. Tuvo que arrojar las borlas negras por la ventana.

—¡Está nevando nieve negra! —y lanzaba risitas ahogadas.

A las siete de la tarde Kitti pudo comunicar a la señora Bartolotti, a través del agujero de la ventilación, que Konrad progresaba a pasos agigantados.

—Es un cambio fabuloso —ponderó Kitti.

—Espero que salga bien —murmuró la señora Bartolotti.

Desde que los tres hombres de azul estuvieron en su casa, se hallaba bastante desalentada. Tampoco estaba Kitti tan optimista como fingía aparentar. Kitti era buena observadora y, cuando regresó esa tarde de la farmacia, vio a un hombre de azul celeste junto a la puerta de la calle. El hombre leía un periódico. Pero ¿quién en un oscuro anochecer se planta junto a un portal a leer un periódico? A Kitti le había parecido muy sospechoso. Y después, en casa, mientras cenaban, la señora Rusika contó:

—Figuraos que hoy ha estado aquí una asistenta social. Pedía informes sobre Konrad.

Del susto, el puré de patatas se le cayó a Kitti del tenedor y el señor Rusika gritó:

—¡Niña, come como es debido!

—Quería la dirección del padre de Konrad —siguió contando la señora Rusika.

—¡Pero si está en el quinto pino! —exclamó Kitti

La señora Rusika explicó que ella había dado a la asistenta social la dirección del señor Egon.

—¿Qué importa el verdadero padre? —dijo la señora Rusika—. Konrad siempre se refería al farmacéutico Egon como a su padre.

A Kitti se le cayó el tenedor de la mano.

—¡Come como es debido! —volvió a gritar el señor Rusika.

Kitti recogió el tenedor del suelo.

—¿Cómo iba vestida esa señora? —preguntó.

No se sorprendió, cuando su madre dijo:

—Pues llevaba un vestido azul celeste con botones plateados.

En un principio, Kitti pensó en tocar su armónica y contarle todo a la señora Bartolotti, pero creyó que la pobre ya tenía bastantes preocupaciones y no podría cambiar las cosas. Lo único posible es que yo cambie a Konrad, decidió.

Kitti tomó la resolución de no ir al día siguiente a la escuela, sino correr muy temprano junto a Konrad para salvar lo que aún pudiera salvarse. (A Kitti no le gustaba hacer novillos. Kitti no era de esa manera. Pero se dijo: «Circunstancias excepcionales requieren medidas excepcionales».)

A las ocho en punto el señor Egon levantó el cierre de la farmacia. Allí delante estaba Kitti.

—Pero, Kitti —dijo el señor Egon en voz baja—, no debes venir aquí de un modo tan público y notorio.

—Ya no tiene sentido disimular —dijo Kitti—. Mire hacia la cabina telefónica. ¿Quién hay allí?

—Un hombre con uniforme azul celeste —dijo el señor Egon.

—¿Y quién hay en la parada del tranvía?

—Una mujer con un vestido azul celeste.

—¿Y delante de la tienda de flores?

—Un hombre con un traje azul celeste.

—Demasiado azul celeste para una mañana con tantas nubes, ¿no le parece? —preguntó Kitti.

El señor Egon asintió preocupado. Kitti tiró de él hacia el interior de la farmacia.

—Entonces, ¿todo está perdido? —se lamentó el señor Egon.

—En absoluto —repuso Kitti—. Ahora me voy con Konrad a poner en marcha el programa intensivo. Será un poco ruidoso.

—¿Y qué hago yo? —preguntó el señor Egon—. Iría a buscar a Berti. Creo que ella es más valiente que yo.

A Kitti le pareció una buena idea. El señor Egon cogió un papel y escribió:

El señor Egon dobló el papel. Delante de la farmacia, la portera estaba barriendo la acera.

—¡Señora Schnurpfeil! —llamó el señor Egon, asomándose a la puerta—. Señora Schnurpfeil, ¿tendría usted la bondad de llevarle esta nota a la señora Bartolotti? —la señora Schnurpfeil tenía la bondad y tomó la nota—. Si se le acerca un hombre vestido de azul celeste, no se deje quitar esta nota.

—Puede usted contar con ello —afirmó la señora Schnurpteil y se fue caminando pesadamente.

El señor Egon y Kitti la siguieron con la mirada. La señora Schnurpfeil pasó junto a la parada del tranvía, donde estaba la mujer de azul celeste.

—¡Le va a arrebatar el mensaje! —gimió el señor Egon.

En efecto, la mujer de azul celeste agarró por el brazo a la señora Schnurpfeil, pero ésta le dio un golpe con la escoba en la cabeza y empezó a dar voces:

—¡Socorro, que me atacan!

La de azul celeste salió corriendo.

—La señora Schnurpfeil ha conseguido que no le quite la nota —dijo Kitti satisfecha y, atravesando las trastiendas, se dirigió a la escalera de caracol.

Konrad estaba duchándose en el cuarto de baño. Se alegró mucho de que Kitti llegara tan temprano. Desde que daba las clases de readaptación con Kitti, ya no le hacía gracia aprender palabras en el diccionario.

—Konrad, se han enterado de que estás aquí. Es tu última oportunidad.

—Bueno, entonces, ¡manos a la obra! —exclamó Konrad.

Y trabajó de muy buena gana.

A las ocho y media llegó Berti Bartolotti a la farmacia. Ese día había aumentado especialmente los colores en su cara y se había puesto unos pantalones violeta y una blusa amarilla. Mientras el señor Egon, detrás del mostrador, despachaba medicamentos, la señora Bartolotti hacía que limpiaba el polvo. Pasó el plumero al marco de la ventana y echó un vistazo a los de azul celeste. Reconoció al de la cabina telefónica como el de la voz aguda. Y junto a la tienda de flores estaba el hombre de la voz mediana. El que se hallaba en ese momento en la esquina leyendo un periódico era el de la voz grave. La señora Bartolotti contó en total siete personas vestidas de azul celeste en los alrededores de la farmacia.

Hacia las nueve, la señora de azul de la parada del tranvía cruzó la calle y entró en la farmacia.

—¿Qué desea? —preguntó el señor Egon, con voz trémula.

La señora le entregó una receta, en la que se mencionaba un medicamento que sólo se vendía muy raramente y que el señor Egon no tenía en la farmacia.

—Esto tengo que encargarlo —dijo el señor Egon.

—Pues encárguelo, por favor —respondió la señora de azul, al tiempo que levantaba los ojos al techo asombrada, porque las tres lámparas oscilaban impetuosamente.

El señor Egon llamó al servicio urgente y le prometieron traer el medicamento en dos horas.

—Si vuelve usted dentro de dos horas —dijo el señor Egon—, ya estará aquí.

Pero la señora de azul celeste no quería marcharse. Prefería esperar. Se sentó en el banco y miró las lámparas, que seguían oscilando, y observó atónita que los cristales de las vitrinas también se movían y tintineaban.

Sobre las nueve y cuarto entró en la farmacia un hombre de azul celeste, que traía también una receta especial y también quería esperar. Se sentó en el banco junto a la señora y miró, sorprendido, una mancha de humedad en el techo, que lentamente se iba agrandando y oscureciendo. (Encima de la tienda estaba el dormitorio del señor Egon y allí se hallaba Konrad ejercitándose en el riego de alfombras.)

A las diez llegó la señora Schnurpfeil bastante irritada.

—Señor Egon —dijo—, figúrese usted que en el portal hay dos hombres de azul claro y en el patio, junto al cubo de la basura, hay otros dos. Por más que grito que se larguen, los tipos ni se mueven.

—¡Estamos cercados! —dijo en voz baja la señora Bartolotti.

Al tiempo, las lámparas oscilaban y trepidaban con tal fuerza y los cristales de las vitrinas tintineaban tanto, que la señora Schnurpfeil preguntó:

—¿Es que hay un terremoto?

—No, no —dijo el señor Egon—, es que tengo obreros en casa.

Eso tranquilizó a la señora Schnurpfeil, que salió de la farmacia. Se iba a seguir dando gritos a los hombres de azul claro.

A las diez y media se presentó un señor, que llevaba un abrigo azul claro, gafas plateadas sobre la nariz y un maletín de documentos, plateado, en la mano. Detrás de él, venía un individuo con uniforme azul claro y detrás, un matrimonio vestido de gris. La mujer tenía una diminuta nariz puntiaguda y el hombre, una enorme calva.

El matrimonio se sentó en el banco. El señor de las gafas plateadas les dijo:

—Pronto podrán abrazar a su hijo.

—Ya era hora —dijo el hombre de la calva.

—Hace semanas que nos están dando largas —dijo la mujer de la nariz puntiaguda.

Además de todos los de azul claro y del matrimonio, había en la farmacia dos clientes normales. El que llevaba uniforme gritó, mientras mantenía abierta la puerta de la farmacia:

—¡Peligro agudo de contagio! ¡Desalojen la farmacia!

Los dos clientes normales se asustaron.

—¡Márchense ya! —gritó el señor de las gafas plateadas, señalándoles la puerta.

—¡Es mentira! ¡No hay contagio por ninguna parte! —gritó el señor Egon.

—¡Quédense! —gritó la señora Bartolotti a los clientes normales

Pero el hombre del uniforme azul claro los agarró y les hizo salir. Después cerró la puerta y giró el letrero que colgaba del cristal del escaparate. CERRADO, se podía leer desde la calle.

—¿Me van a dar, por fin, a mi precioso niñito? —preguntó la mujer de la nariz puntiaguda.

—En seguida, señora mía —replicó el hombre de las gafas plateadas, que dijo al señor Egon—: ¡Devuélvanos al chico! Es de mi propiedad, usted no tiene ningún derecho sobre él —y, luego, volviéndose hacia la señora Bartolotti le gritó—: ¡Y usted tampoco, estrafalaria señora!

El señor de las gafas plateadas y el hombre del uniforme se dirigieron a la puerta de la trastienda.

—¡Sólo pasarán sobre mi cadáver! —clamó el señor Egon, con voz trémula, cuyo tono sonó apenas perceptible y lastimero.

—¡No le dejes pasar! —gritó la señora Bartolotti ¡Dale una patada en la espinilla!

—No es necesario que vaya a buscarle —dijo, sonriendo, el señor de las gafas plateadas—. Mis niños-instantáneos obedecen ciegamente —el señor de las gafas plateadas colocó las manos en forma de embudo delante de la boca y gritó—: ¡Konrad!

Volvió a gritar tres veces «¡Konrad!» y otras tres veces, «¡Konrad, ven aquí inmediatamente!». Pero ningún Konrad se presentó. Las lámparas seguían oscilando, los cristales de las vitrinas tintineaban y la mancha de humedad se había hecho gigantesca.

—¿Cómo es que no viene? —preguntó el hombre calvo—. ¡Nosotros hemos encargado un niño obediente!

La señora Bartolotti intervino:

—Ya sabe, oír oye, pero no presta atención. Actualmente los niños son así. Ya puede una cansarse de repetirle algo, que nunca presta atención.

La de la nariz puntiaguda se puso en pie de un salto y chilló:

—Pero el niño que hemos encargado nosotros ¡presta atención en seguida!

—También él, también él —la tranquilizó el señor de las gafas plateadas—. Probablemente alguien le impide bajar. Seguro que le está reteniendo esa chica.

El de las gafas plateadas se dirigió al hombre del uniforme azul y dijo:

—Usted se queda aquí y vigila esta salida. Nosotros asaltaremos la casa.

Y aunque el señor Egon se interpuso con valentía en su camino y la señora Bartolotti, no menos valiente, quiso agarrar por los pelos a la mujer de azul celeste, el señor de las gafas plateadas, con todos los de azul y el matrimonio vestido de gris, penetró en la trastienda. Atravesaron corriendo la primera, la segunda y la tercera trastienda. Llegaron al pie de la escalera de caracol. Konrad, entonces, gritó desde arriba:

—¡Ya voy, idiotas!

Puesto de bruces y con las piernas encogidas, Konrad se deslizó por la barandilla de la escalera. Como la señora de la nariz puntiaguda se hallaba justo al final de la barandilla, recibió una doble patada en el estómago.

—Perdón, vejestorio —dijo Konrad—. Lo malo es que ha sido a propósito —luego, miró a su alrededor y preguntó—: ¿Y quién es el cerdo sarnoso que me ha estado gritando con voz de puerco degollado?

La de la nariz puntiaguda se sujetó la tripa y chilló:

—Señor director, ¿no pretenderá usted que éste es el chico que yo le encargué?

El director de la fábrica se ajustó las gafas y miró fijamente a Konrad.

—Tío —gritó Konrad—, tío, me sé una canción fenómena.

Y Konrad cantó:

—¡Inaudito! —exclamó el calvo—. ¿Esto es un niño bien educado? Son ustedes una empresa de impostores, una sociedad de estafadores.

—No te sulfures, abuelo —dijo Konrad—, o te corto el bigote y así ya no te queda ningún pelo.

Kitti apareció en lo alto de la escalera. Se inclinó sobre la barandilla y chilló:

—Konrad, ¿tienes hambre?

—La tira... —gritó Konrad.

—¿Y qué es lo que quieres?

—¡Puding de frambuesa con espinacas! —gritó Konrad hacia arriba.

—All right —vociferó Kitti.

Los de azul celeste, su director y el matrimonio vestido de gris tuvieron que ponerse a cubierto, cuando Kitti empezó a arrojar puding de frambuesa con espinacas.

—¡Siempre lo hacemos así! —explicó Kitti—.

Yo me pongo arriba y él abajo; tiro la comida y él abre la boca.

—Lo peor es que casi siempre tiene mala puntería —aclaró Konrad.

El director de la fábrica se quitó las gafas, porque ya no podía ver con ellas. El cristal izquierdo estaba lleno de frambuesa y el derecho, de espinacas. El director miró a Konrad, achicando sus ojos miopes.

—Este muchacho no puede ser producto de mi fábrica —dijo—. Es imposible.

Los de azul celeste se sacudieron sus uniformes y trajes, que estaban muy manchados. El matrimonio vestido de gris se encontraba acurrucado detrás de un montón de cajas de cartón vacías.

—¡Qué niño más horrible! —dijo el hombre de la calva.

—Prefiero que nos compremos un perro —dijo la de la nariz puntiaguda.

Se pusieron de pie y, sin decir adiós al director de la fábrica, ni a ninguno de los de azul celeste, se marcharon, a través de la tienda, a la calle.

—¿Qué es lo que pasa, jefe? —gritó el que vigilaba la puerta de la tienda—. ¿Cómo es que se van los señores sin el niño? ¿Por qué dicen que somos una sociedad de estafadores? Pero, jefe, ¿qué está pasando?

La voz del vigilante de la puerta sonó muy desesperada.

El director de la fábrica había limpiado sus gafas y los de azul habían hecho desaparecer los grumos de espinacas y de frambuesa.

—Vámonos —dijo el director de la fábrica, poniéndose las gafas.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Konrad.

—Tú no me interesas en absoluto, niño del demonio —gruñó el director.

—¡Es maravilloso oír eso! —exclamó la señora Bartolotti, abriendo la puerta trasera—. ¡Señores, señora, fue una buena diversión! —les dijo, mientras salían, uno tras otro, el director de la fábrica y todos los de azul celeste.

—Hagan ustedes el favor de llevarse a sus vigilantes del patio —ordenó el señor Egon—, porque, si no, se pondrá furiosa la señora Schnurpfeil.

Kitti cerró la puerta trasera.

Konrad se sentó en una caja de botes de alimentos infantiles. Estaba muy pálido.

—¡Caramba! —dijo—. Esto ha resultado terriblemente penoso.

—Pobrecito.... tesoro mío —dijo la señora Bartolotti, acariciándole la mejilla derecha.

—Pobrecito..., tesoro mío —dijo el señor Egon, acariciándole la mejilla izquierda.

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—¡Estuviste espléndido! —vitoreó Kitti, saltando desde la escalera de caracol y dándole un beso en la boca.

—¿Tengo que seguir siendo así siempre? —preguntó Konrad.

—¡Dios nos libre! —exclamó el señor Egon.

—¿Tengo que volver a ser como antes? —volvió a preguntar Konrad.

—¡Díos nos libre! —exclamó la señora Bartolotti.

Kitti le pasó el brazo por los hombros y dijo: —Mira, Konrad, ya lo arreglaremos.


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