Libros del Rincón


10. Una persecución alocada y una huida tranquila


EL viejo Beppo pedaleaba sobre su chirriante bicicleta por la noche. Se apresuraba todo lo que podía. Una y otra vez resonaban en sus oídos las palabras del juez: «Esa niña no volverá a molestarnos... Puede estar seguro, acusado... Nos ocuparemos de ello con todos los medios a nuestro alcance ... ».

No cabía duda: Momo estaba en peligro. Tenía que ir en seguida a verla, a prevenirla de los grises, tenía que protegerla de ellos, aunque todavía no supiera cómo. Pero ya lo descubriría. Beppo pisaba los pedales con fuerza. Sus blancos cabellos ondeaban al viento. El anfiteatro quedaba lejos.

Todas las ruinas estaban brillantemente iluminadas por los faros de muchos coches lujosos, grises, que las habían rodeado por todos lados. Docenas de hombres grises corrían por los escalones de piedra arriba y abajo y registraban todos los rincones. Al final descubrieron también el agujero en la pared, tras el que se hallaba la habitación de Momo. Algunos de ellos se metieron en ella y miraron debajo de la cama e incluso en el hogar. Volvieron a salir, se cepillaron los elegantes trajes grises y se encogieron de hombros.

—El pájaro ha volado —dijo uno.

—Es un escándalo —dijo otro— que los niños estén por ahí, de noche, en lugar de estar en la cama, como deben.

—Esto no me gusta nada —dijo un tercero—. Parece que Alguien la hubiera avisado.

—¡Imposible! —dijo el primero—. Eso significaría que Alguien conocía nuestra decisión antes que nosotros mismos.

Los hombres grises se miraron alarmados.

—Si efectivamente ha sido avisada por Alguien —opinó el tercero—, seguro que ya no está por aquí. El seguir buscando por los alrededores sería perder tiempo inútilmente.

—¿Tiene alguna sugerencia?

—En mi opinión, deberíamos dar parte inmediatamente a la central, para que diera la orden de movilización general.

—Lo primero que hará la central será preguntarnos si hemos registrado completamente los alrededores. Y hará muy bien.

—Está bien —dijo el primer hombre gris—. Registraremos primero los alrededores. Pero si, mientras tanto, la niña ha recibido ayuda de Alguien, cometemos un gran error.

—¡Eso es ridículo! —le espetó, enfadado, el otro—. Aun así la central puede ordenar una movilización general. Entonces participarán en la caza todos los agentes disponibles. La niña no tiene la menor posibilidad de escapar. Y ahora: manos a la obra, señores. Saben ustedes lo que nos jugamos.

Esa noche, mucha gente de los alrededores se sorprendió porque el ruido de los coches lanzados a toda velocidad parecía no querer acabar. Incluso las calles laterales y los caminos más pedregosos estuvieron llenos, hasta el amanecer, de un tráfico que por lo general sólo se veía en las calles principales. Nadie pudo cerrar un ojo.

A esa misma hora, Momo, conducida por la tortuga, caminaba lentamente por la gran ciudad, que ya nunca dormía, ni siquiera a esa tardía hora de la noche.

La gente corría, en grandes masas, por las calles, se empujaba violentamente o marchaba en interminables columnas. En las calzadas se embotellaban los coches, entre ellos rugían los autobuses, siempre repletos. En las fachadas de las casas relucían los rótulos luminosos, inundaban la muchedumbre con su luz multicolor y volvían a apagarse.

Momo, que nunca había visto eso, caminaba tras la tortuga con los ojos bien abiertos, como si soñara. Atravesaron grandes plazas y calles brillantemente iluminadas, los coches las rozaban por delante y por detrás, la gente, por la calle, las apretujaba, pero nadie prestaba atención a la niña con la tortuga.

Las dos no tuvieron que apartarse ni una vez ante nadie, nadie las empujó, ningún coche tuvo que frenar por su causa. Era como si la tortuga supiera por adelantado, con toda seguridad, dónde y en qué momento no pasaría un coche, no habría un peatón. De ahí resulta que nunca tuvieron que correr ni nunca tuvieron que detenerse a esperar, Momo comenzó a sorprenderse que se pudiera andar tan lentamente y avanzar tan de prisa.

Cuando Beppo Barrendero llegó por fin al viejo anfiteatro descubrió, antes de apearse de su bicicleta, a la débil luz de su faro, las muchas huellas de neumáticos alrededor de las ruinas. Dejó caer su bicicleta en la hierba y corrió hacia el agujero en la pared.

— ¡Momo! —dijo en un suspiro, para repetir más alto—: ¡Momo!

No tuvo respuesta.

Beppo tragó saliva. Tenía la garganta seca. Atravesó el agujero hacia la oscura habitación, tropezó y se torció un tobillo. Con dedos temblorosos encendió una cerilla y miró a su alrededor.

La mesita y las dos sillitas hechas de cajas estaban tumbadas, las mantas y el colchón estaban tirados por el suelo. Y Momo no estaba.

Beppo se mordió los labios y reprimió un sollozo ronco que por un momento quiso rasgarle el pecho.

—¡Dios mío! —murmuró— ¡Dios mío! Ya se la han llevado. He llegado demasiado tarde. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Qué hago?

Entonces, la cerilla le quemó los dedos. La tiró y se volvió a quedar a oscuras.

Todo lo de prisa que pudo volvió a salir al exterior y caminó a trompicones, con el pie torcido, hacia su bicicleta. Se montó en ella y comenzó a pedalear.

—Ahora le toca a Gigi —se repetía una y otra vez—, ahora le toca a Gigi. Ojalá encuentre el cobertizo donde duerme.

Beppo sabía que Gigi se ganaba últimamente unos pocos céntimos adicionales durmiendo todos los domingos por la noche en el cobertizo de las herramientas de un pequeño cementerio de coches. Allí debía cuidar de que no volvieran a esfumarse, como antes, repuestos todavía utilizables.

Cuando Beppo hubo alcanzado por fin el cobertizo y llamaba con el puño en la puerta, Gigi se mantuvo al principio bien calladito, por temer que se tratara de los ladrones de repuestos de coche. Pero entonces reconoció la voz de Beppo y abrió.

—¿Pero qué pasa? —gimió asustado—. No soporto que se me despierte de ese modo tan brusco.

—¡Momo... ! —tartamudeó Beppo—. ¡A Momo le ha pasado algo terrible!

—¿Qué dices? —preguntó Gigi, sentándose, atónito, en su jergón—. ¿Momo? ¿Qué le ha pasado?

—Ni yo mismo lo sé —murmuró Beppo—. Algo terrible.

Entonces comenzó a contar todo lo que había vivido: lo del alto tribunal en el vertedero, las huellas de neumáticos junto a la ruina y lo de que Momo no estaba ya. Claro que tardó un rato en explicarlo todo, pues a pesar de todo el miedo y toda la preocupación por Momo no podía hablar más de prisa.

—Me lo temía desde el principio —acabó su informe—. Sabía que no acabaría bien. Ahora se han vengado. Han secuestrado a Momo. ¡Gigi, tenemos que ayudarla! Pero, ¿cómo? ¿Qué hemos de hacer?

Durante el relato de Beppo, la cara de Gigi se había quedado pálida. Parecía que el suelo se hubiera abierto bajo sus pies. Hasta entonces, todo había sido para él como un gran juego. Se lo había tomado tan en serio como se tomaba cualquier juego y cualquier cuento, sin pensar en las consecuencias. Por primera vez en su vida, una historia continuaba sin él, se hacía independiente, y ni toda la fantasía del mundo podía hacerla dar marcha atrás. Se sentía paralizado.

—¿Sabes, Beppo? —dijo al cabo de un ratito—, podría ser que Momo sólo se hubiera ido a pasear un poco. A veces lo hace. Una vez incluso estuvo fuera tres días y tres noches. Creo que, por ahora, no tenemos ningun motivo de alarma.

— ¿Y las huellas de los neumáticos? —preguntó Beppo, excitado— ¿Y el colchón tirado?

—Está bien —respondió evasivamente Gigi—, admitamos que alguien haya estado allí. ¿Quién nos asegura que haya encontrado a Momo? Puede que ya se hubiera ido antes. Si no, no estaría todo revuelto y registrado.

—Pero, ¿y si la han encontrado? —gritó Beppo—. Entonces, ¿qué? —agarró a su amigo más joven por las solapas y lo sacudió—. ¡Gigi! ¡No seas loco! Los hombres grises existen de verdad. Tenemos que hacer algo en seguida.

—Tranquilízate, Beppo —tartamudeó Gigi, asustado— Claro que tenemos que hacer algo. Pero antes hay que pensárselo bien. Por ahora no sabemos siquiera dónde debemos buscar a Momo.

Beppo soltó a Gigi.

—Yo voy a la policía —exclamó.

—Sé razonable —exclamó Gigi, aterrado—. No puedes hacer eso. Suponte que la policía se pone a buscar a Momo y la encuentra. ¿Sabes lo que harán con ella? ¿Lo sabes, Beppo? ¿Sabes a dónde llevan a los huérfanos abandonados? Los llevan a una casa de ésas en que hay rejas en las ventanas. ¿Quieres hacerle eso a Momo?

—No —murmuró Beppo, mirando fijo ante sí—, no, eso no lo quiero. Pero, ¿y si está en peligro?

—¿Y si no lo está? —prosiguió Gigi—. Si sólo está paseando un poco y tú le echas encima toda la policía. No quisiera estar en tu lugar cuando te mirara por última vez.

Beppo se hundió sobre una silla, junto a la mesa, y apoyó la cabeza sobre los brazos.

—No sé qué hacer —suspiró—, no sé qué hacer.

—Yo creo —dijo Gigi— que en cualquier caso deberíamos esperar hasta mañana o pasado antes de hacer nada. Si para entonces no ha vuelto, podemos ir a la policía. Pero lo más seguro es que antes todo se habrá arreglado y los tres nos reiremos de todas estas tonterías.

—¿Tú crees? —murmuró Beppo, al que de repente sobrevino un cansancio plomizo. Habían sido demasiadas cosas en un día para el viejo.

—Seguro —contestó Gigi, mientras le quitaba el zapato del pie torcido. Le ayudó a caminar hasta el jergón y envolvió el pie en un paño húmedo.

—Ya se arreglará —dijo, suavemente—, todo se arreglará.

Cuando vio que Beppo se había dormido, suspiró y se tendió en el suelo, usando su chaqueta como almohada. Pero no pudo dormir. Estuvo toda la noche pensando en los hombres grises. Y, por primera vez en su despreocupada vida, tuvo miedo.

De la central de la caja de ahorros de tiempo había partido la orden de movilización general. Todos los agentes en la gran ciudad habían recibido orden de interrumpir cualquier otra actividad y ocuparse exclusivamente de la búsqueda de Momo.

Todas las calles estaban llenas de figuras grises: estaban sobre los tejados y en las cloacas, controlaban las estaciones y el aeropuerto, los autobuses y tranvías; estaban en todos lados.

Pero no encontraron a Momo.

—Oye, tortuga —preguntó Momo—, ¿a dónde me llevas?

Las dos atravesaban en ese momento un patio oscuro.

No temas, apareció en el caparazón de la tortuga.

—Si no tengo miedo —dijo Momo, después de haberlo deletreado.

Pero se lo decía más bien a sí misma, para armarse de valor, porque sí tenía un poco de miedo. El camino por el que la conducía la tortuga se volvía cada vez más extraño y recóndito. Habían atravesado, jardines, puentes, pasos subterráneos, portales e incluso algunos sótanos.

De haber sabido que todo un ejército de hombres grises la buscaba y perseguía, Momo habría tenido mucho más miedo. Pero no tenía la menor idea de ello, y por eso seguía, pasito a pasito, a la tortuga en su camino aparentemente tan enrevesado.

Y estaba bien así. Del mismo modo que antes la tortuga había hallado su camino a través del tráfico urbano, ahora parecía prever dónde y cuándo aparecerían los perseguidores. A veces los hombres grises aparecían unos momentos después por el lugar en que ellas habían estado, pero no se encontraron nunca.

—Qué suerte que ya sé leer tan bien —dijo Momo, cándida—, ¿no crees?

Sobre el caparazón de la tortuga apareció, como un aviso:

Calla.

Momo no entendía por qué, pero hizo caso. A poca distancia pasaron tres personas oscuras.

Las casas de la parte de la ciudad por la que iban ahora eran cada vez más miserables. Grandes casas de vecindad, de las que se caía el enjalbegado, orillaban calles llenas de baches en los que se acumulaba el agua. Todo estaba oscuro y desierto.

A la central de la caja de ahorros del tiempo llegó la noticia de que la niña Momo había sido vista.

—Está bien —fue la respuesta—, ¿la habéis detenido?

—No. Pareció que el suelo se la tragara de repente. Hemos vuelto a perder su rastro.

—¿Cómo puede ser eso?

—También nos lo preguntamos. Algo falla.

—¿Dónde estaba cuando la visteis?

—Esto es el caso. Se trata de un barrio que nos es totalmente desconocido.

—Ese barrio no existe —repuso la central.

—Parece que sí. Es, ¿cómo decirlo?, como si ese barrio estuviera al borde del tiempo. Y la niña se dirigía hacia ese borde.

—¿Qué? —gritó la central—. Proseguir la persecución. Tenéis que detenerla, ¡a cualquier precio! ¿Entendido?

—Entendido —fue la respuesta cenicienta.

Al principio, Momo pensó que se trataba del alba; pero esa curiosa luz había llegado tan repentinamente, para ser exactos, en el momento en que había entrado en esa calle. Aquí ya no era de noche, pero tampoco era de día. Y la penumbra no se parecía ni a la mañana ni a la noche. Era una luz que hacía aparecer con gran precisión los contornos de las cosas, pero que no parecía venir de ningún lado o, por el contrario, provenir de todos lados. Porque las largas sombras negras que proyectaban sobre la calle incluso el más minúsculo guijarro iban en todas direcciones, como si aquel árbol fuera iluminado desde la derecha, aquella casa desde la izquierda y el monumento de más allá desde enfrente.

Por cierto que ese monumento también era bastante extraño. Sobre una gran base en forma de cubo, de piedra negra, se apoyaba un gigantesco huevo blanco. Eso era todo.

Pero también las casas eran diferentes a todas las que Momo había visto siempre. Eran de un blanco casi cegador. Detrás de las ventanas había sombras negras, de modo que no podía ver si vivía alguien en ellas. Pero por alguna razón, a Momo le parecía que esas casas no habían sido hechas para que alguien las habitara, sino para servir a algún otro objetivo misterioso.

Las calles estaban completamente desiertas, no sólo de personas, sino también de perros, pájaros y coches. Todo estaba inmóvil y parecía como si estuviese rodeado de un cristal. No se notaba el menor soplo de aire.

Momo se sorprendía de lo de prisa que avanzaban, aunque la tortuga fuera más lentamente todavía que antes.

Fuera de ese barrio extraño, allí donde todavía era de noche, tres coches de lujo con los faros encendidos corrían a lo largo de la calle irregular. En cada uno de ellos había varios hombres grises. Uno que iba en el primer coche había visto a Momo cuando entraba en la calle de las casas blancas, allí donde empezaba aquella curiosa luz.

Pero cuando llegaron a la esquina ocurrió algo muy notable. De repente, los coches ya no avanzaban. Los conductores pisaban el acelerador, las ruedas chirriaban, pero los coches no se movían del sitio, como si estuvieran sobre una cinta móvil que corriera hacia atrás a la misma velocidad que los coches. Cuanto más aceleraban, menos avanzaban. Cuando los hombres grises se dieron cuenta saltaron, jurando, de los coches e intentaron alcanzar a pie a Momo, a la que apenas veían en la lejanía. Corrían con las caras tensas y, cuando al final se detuvieron, agotados, habían adelantado una decena de metros en total. Y la niña Momo había desaparecido en algún lugar a lo lejos entre las casas blancas.

—¡Se acabó! —dijo uno de los hombres—. Ya no la alcanzamos.

—No entiendo —dijo otro— por qué no adelantamos.

—Yo tampoco —contestó el primero—. La cuestión es si nos lo admitirán como circunstancias atenuantes de nuestro fracaso.

—¿Cree usted que nos juzgarán?

—No nos van a felicitar, seguro.

Todos los hombres grises presentes agacharon la cabeza y fueron a sentarse en los parachoques de sus coches. Ya no tenían prisa.

Muy lejos, en algún lugar del laberinto de calles y plazas blancas como la nieve, Momo caminaba tras la tortuga. Y precisamente por ir tan lentas, era como si la calle se deslizara bajo sus pies, como si los edificios pasaran volando por su lado. La tortuga volvió a doblar una esquina, Momo la siguió... y se paró sorprendida. Esta calle era de aspecto totalmente diferente a todas las anteriores.

En realidad se trataba de una callejuela estrecha. Las casas que se alineaban a derecha e izquierda parecían pequeños palacios de cristal, llenos de torrecitas, galerías y terrazas, que hubieran pasado muchísimo tiempo en el fondo del mar y de pronto hubieran salido a la superficie, cubiertos de algas, moluscos y corales. Y todos de colores suaves, nacarados.

La callejuela se encaminaba a una sola casa, que la cerraba y que formaba un ángulo recto con todas las otras. Tenía un gran portal verde cubierto de figuras artísticas.

Momo miró el cartel de la calle, que se hallaba en la pared, encima de donde ella estaba. Era de mármol blanco y ponía en él, con letras doradas:

Calle de Jamás.

Al mirar y deletrear, Momo no había perdido más que unos instantes, pero aun así, la tortuga ya estaba muy lejos, casi al final de la callejuela, delante de la última casa.

—¡Espérame, tortuga! gritó Momo, pero curiosamente no pudo oír su propia voz.

La tortuga, en cambio, pareció haberla oído, porque se paró y se volvió a mirarla. Momo quiso seguirla, pero al entrar en la calle de Jamás fue como si, de repente, caminara debajo del agua y tuviera que avanzar contra la corriente, o como si tuviera que avanzar contra un viento muy fuerte pero insensible que la echara hacia atrás. Se inclinó contra la presión enigmática, se agarró a los salientes de las paredes y avanzó, a ratos, a cuatro patas.

—¡No puedo contra ella! —gritó finalmente a la tortuga, a la que veía, pequeñita, al extremo de la calle—. ¡Ayúdame!

La tortuga volvió lentamente. Cuando finalmente estuvo delante de Morno, apareció en su caparazón el consejo de: Anda de espaldas.

Momo lo intentó, se dio la vuelta y caminó hacia atrás. De pronto logró avanzar sin ningún esfuerzo. Pero era muy extraño lo que le ocurría. Pues mientras caminaba hacia atrás, también pensaba hacia atrás, respiraba hacia atrás, sentía hacia atrás; en resumen: vivía hacia atrás.

Por fin se topó con algo duro. Se dio la vuelta y se vio ante la última casa, la que cerraba la calle. Se asustó un tanto, porque, vista desde aquí, la puerta de metal verde, cubierta de figuras, le pareció gigantesca.

«Podré abrirla», pensó Momo, dudosa.

Pero en el mismo momento se abrieron solos los dos grandes batientes.

Momo se quedó parada un momento, porque encima de la puerta había descubierto otro cartel. Lo llevaba un unicornio blanco y en él se leía:

La Casa de Ninguna Parte.

Como Momo no sabía leer demasiado aprisa, los dos grandes batientes ya estaban cerrándose cuando acababa de deletrearlo. Tuvo el tiempo justo para pasar, antes de que los batientes se cerraran tras ella con un suave trueno.

Se hallaba ahora en un pasillo alto, muy largo. A izquierda y derecha había, a tramos regulares, hombres y mujeres de piedra, desnudos, que parecían soportar el techo. Aquí no se notaba la misteriosa corriente contraria.

Momo siguió a la tortuga a través del largo pasillo. En el extremo, el animal se paró ante una puertecita, justo lo suficientemente grande como para que Momo pudiese pasar por ella agachada.

Hemos llegado ponía en el caparazón de la tortuga.

Momo se agachó y vio, justo delante de su nariz, un cartelito en la pequeña puerta:

Maestro Segundo Minucio Hora.

Momo inspiró profundamente y giró, decidida, el pomo de la puertecita. Cuando se abrió, se pudo oír un tictac y ronquido y susurro y repiqueteo musical, a muchas voces. La niña siguió a la tortuga y la puertecita se cerró tras ellas.

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