Libros del Rincón


12. Momo llega al lugar de donde viene el tiempo


MOMO se hallaba en la mayor sala que jarnás hubiera visto. Era más alta que la mayor de las iglesias y más amplia que la más extensa de las estaciones de ferrocarril. Inmensas columnas soportaban un techo que se adivinaba más que se veía allí arriba, en la semioscuridad. No había ventanas. La luz dorada que tramaba toda esa inconmensurable sala provenía de incontables velas que ardían por todos lados y cuyas llamas quemaban con tal inmovilidad como si hubieran estado pintadas de colores y no necesitaran consumir cera para arder.

Todos los ruidos que Momo había oído al entrar provenían de innumerables relojes de todos los tamaños y formas. Estaban de pie y tendidos sobre largas mesas, en vitrinas de cristal, en consolas doradas y en interminables estantes.

Había relojes de bolsillo incrustados de pedrería, vulgares despertadores de hojalata, relojes de arena, carillones con figuritas de bailarines encima, relojes de sol, relojes de madera, de piedra, de cristal y relojes impulsados por un salto de agua cantarín. De las paredes colgaban toda clase de relojes de cuco y otros con pesas y péndulos, algunos de los cuales oscilaban lenta y majestuosamente y otros que bailaban agitados de un lado a otro. A la altura del primer piso había, por toda la sala, una galería, a la que conducía una escalera de caracol. Más arriba, otra galería, encima otra y otra. Y en todos lados había relojes. Relojes mundiales en forma de globo terráqueo, que indicaban la hora de todos los puntos de la Tierra, y planetarios, grandes y pequeños, con el sol, la luna y las estrellas. En el centro de la sala se alzaba todo un bosque de relojes de pie.

Continuamente estaba sonando la hora en uno u otro reloj, porque cada reloj marcaba una hora diferente.

Pero no era un ruido desagradable, sino un susurro constante, como en un bosque, en verano.

Momo daba vueltas y miraba, con grandes ojos, todas esas rarezas. Precisamente estaba ante un reloj de pared, muy decorado, en el que dos figuritas, una de hombre y otra de mujer, se daban la mano para el baile. Iba a darles un golpecito con el dedo, para ver si así se movían, cuando de repente oyó decir a una voz desconocida:

—¡Ah, Casiopea! ¿Ya estás aquí? ¿Es que no me has traído a la pequeña Momo?

La niña se volvió y vio, en un callejón entre los grandes relojes de pie, a un delicado anciano de pelo plateado que se agachaba y miraba a la tortuga que estaba en el suelo delante de él. Llevaba una larga casaca bordada de plata, calzones de seda azul, medias blancas y zapatos con grandes hebillas de oro. Por los puños y el cuello sobresalían de la casaca unas puntillas, y su pelo plateado estaba trenzado en una pequeña coleta. Momo no había visto nunca un traje así, pero alguien menos ignorante habría descubierto en seguida que se trataba de la moda de hacía doscientos años.

—¿Qué dices? —prosiguió el anciano, dirigiéndose todavía a la tortuga—. ¿Ya está aquí? ¿Dónde está, pues?

Sacó del bolsillo unas gafitas, parecidas a las que llevaba Beppo, sólo que éstas eran de oro, y miró a su alrededor, buscando.

—¡Estoy aquí! —gritó Momo.

El anciano se dirigió hacia ella con una alegre sonrisa y las manos extendidas. Mientras se acercaba le pareció a Momo que a cada paso se volvía más joven. Cuando se paró ante ella, le tomó las dos manos y se las estrechó cordialrnente, apenas parecía mayor que la propia Momo.

¡Bienvenida! —exclamó, con alegría—. ¡Cordialmente bienvenida a la casa de Ninguna Parte! Permíteme, pequeña Momo, que me presente. Soy el maestro Hora, Segundo Minucio Hora.

—¿De veras que me esperabas? —preguntó Momo, sorprendida.

—¡Pues claro! Si he enviado especialmente a mi tortuga Casiopea para que te recogiera.

Sacó de su chaleco un pequeño reloj de bolsillo, incrustado de diamantes, y levantó la tapa.

—Incluso has llegado muy puntual —comentó, mientras le enseñaba el reloj.

Momo vio que en la esfera no había ni cifras ni manecillas, sino sólo dos finas espirales superpuestas que giraban en direcciones contrarias. En los lugares donde se cruzaban las rayas aparecían de vez en cuando minúsculos puntos luminosos.

—Esto —dijo el maestro Hora— es un reloj de horas astrosas. Muestra con gran precisión las horas astrosas, y ahora acaba de comenzar una.

—¿Qué es una hora astrosa? —preguntó Momo.

—En el curso del mundo hay de vez en cuando momentos —explicó el maestro Hora— en que las cosas y los seres, hasta lo alto de los astros, colaboran de un modo muy especial, de modo que puede ocurrir algo que no habría sido posible ni antes ni después. Por desgracia, los hombres no son demasiado afortunados al usarlas, de modo que las horas astrosas pasan, muchas veces, sin que nadie se dé cuenta. Pero si hay alguien que la reconoce, pasan grandes cosas en el rnundo.

—Puede ser —opinó Momo— que para ello se necesite un reloj así.

El maestro Hora negó, sonriente, con la cabeza:

—El reloj solo no serviría de nada. También habría que saber leerlo.

Volvíó a cerrarlo y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Cuando vio la sorprendida mirada de Momo al estudiar su traje, se miró pensativamente, arrugó la frente y dijo:

—¡Oh! Creo que yo sí me he retrasado un poco; en cuanto a la moda, quiero decir. ¡Qué distracción! Lo arreglaré en seguida.

Chasqueó los dedos, y al instante apareció vestido con una levita y un duro alzacuellos.

—¿Está mejor así? —preguntó, dudoso. Pero al ver la cara atónita de Momo continuó en seguida—: ¡Claro que no! ¡En qué estaría pensando!

Volvió a chasquear los dedos y apareció con un traje como ni Momo ni nadie lo había visto jamás, porque era la moda de dentro de cien años.

—¿Tampoco? —preguntó a Momo—. Por Orión, que he de descubrirlo. Espera, lo intentaré otra vez.

Chasqueó los dedos por tercera vez y por fin apareció con un traje normal, como se lleva hoy.

—Así está bien, ¿verdad? —preguntó, mientras guiñaba un ojo—. Sólo espero que no te hayas asustado. No era más que una pequeña broma. Pero, antes que nada, te conduciré a la mesa, querida Momo. El desayuno está servido. Has hecho un largo camino y espero que te gustará.

La tomó de la mano y la condujo al centro del bosque de relojes. La tortuga los siguió y quedó un tanto rezagada. La senda daba toda clase de vueltas y revueltas y condujo, por fin, a una pequeña habitación formada por las paredes posteriores de unos cuantos relojes enormes. En un rincón había una mesita y un lindo sofá, con las sillas adecuadas. También aquí, todo estaba iluminado por la luz dorada de las llamas inmóviles de las velas.

Sobre la mesita había una jarra dorada, panzona, dos tacitas, platos, cucharillas y cuchillos, todo de oro puro. En una cestita había panecillos frescos, tostaditos y crujientes, y en otra había miel, que realmente parecía oro líquido. De la jarra, el maestro Hora vertió chocolate en las dos tacitas y dijo, con un gesto invitador:

—¡Por favor, mi pequeño huésped, sírvete!

Momo no se lo hizo repetir. Hasta entonces nunca había sabido que existiera chocolate que se pudiera beber. También los panecillos untados de mantequilla y miel se contaban entre las cosas más deliciosas de la vida. Y nunca se había encontrado con una miel tan deliciosa como ésta. De ello resulta que, al principio, estaba totalmente ocupada en su desayuno y comía a dos carrillos, sin pensar en otra cosa. Lo más sorprendente es que con esa comida iba abandonando todo el cansancio, se volvía a sentir descansada, aunque no había pegado ojo en toda la noche. Cuanto más comía, más le gustaba. Le parecía que podía seguir comiendo días y días.

El maestro Hora la miraba con amabilidad y tuvo el suficiente tacto como para no interrumpirla con conversaciones el primer rato. Entendía que su huésped tenía que saciar el hambre de muchos años. Puede que ésta fuera la razón de que, mientras la miraba, parecía, de nuevo, más y más viejo, hasta volver a ser el anciano de cabellos canosos. Cuando se dio cuenta de que Momo no se las arreglaba demasiado bien con el cuchillo, le fue untando los panecillos y se los dejaba en el plato. Él mismo apenas comía, si lo hacía era más que nada para acompañar.

Pero finalmente Momo quedó ahíta. Mientras se acababa su chocolate, miró con atención a su anfitrión por encima de la tacita dorada y se preguntaba quién y qué podría ser. Ya se había dado cuenta de que no era nadie cualquiera, pero hasta ahora no sabía de él nada más que su nombre.

—¿Por qué —preguntó— me has hecho buscar por la tortuga?

—Para protegerte de los hombres grises —contestó serio, el maestro Hora—. Te están buscando por todas partes y sólo aquí estás a salvo de ellos.

—¿Me quieren hacer daño? —preguntó Momo, asustada.

—Sí, querida —suspiró el maestro Hora—, bien se puede decir.

—¿Por qué? —preguntó Momo.

—Te temen —explicó el maestro Hora—, porque les has hecho lo peor que existe para ellos.

—Yo no les he hecho nada —dijo Momo.

—Sí. Tú has hecho que uno de ellos se traicionara. Y se lo has contado a tus amigos. Incluso les querías decir a todos la verdad acerca de los hombres grises. ¿Crees que eso no basta para convertirlos en tus enemigos mortales?

—Pero hemos atravesado la ciudad, la tortuga y yo —dijo Momo—. Si me buscaban por todas partes podrían haberme encontrado con mucha facilidad. Y hemos ido muy poquito a poco.

El maestro Hora se puso la tortuga, que se había acurrucado a sus pies, sobre las rodillas y la acarició el cuello.

—¿Tú qué dices, Casiopea? —preguntó, sonriendo—. ¿Os habrían encontrado?

Sobre el caparazón apareció la palabra nunca, que brillaba con tal alegría, que se creería escuchar una risita.

Casiopea —explicó el maestro Hora— tiene la facultad de ver un poquito el futuro. Cosa de media hora.

Exacto, apareció en el caparazón.

—Perdón —se corrigió el maestro Hora—, exactamente media hora. Sabe siempre con media hora de antelación qué es lo que ocurrirá con exactitud. Por eso también sabía si se encontraría, o no, con los hombres grises.

—¡Ah! —dijo Momo sorprendida—. Y si sabe que aquí o allá se encontrará con los hombres grises, no tiene más que tomar otro camino.

—No —replicó el maestro Hora—, no es tan sencillo. No puede cambiar nada de lo que sabe con antelación, porque sólo sabe lo que realmente ocurrirá. Si supiera que aquí o allí se encuentra con los hombres grises, se los encontraría. No puede cambiar nada.

—Eso no lo entiendo —dijo Momo, un tanto decepcionada—, entonces no le sirve de nada saber algo por adelantado.

—A veces sí —contestó el maestro Hora—. En tu caso, por ejemplo, sabía que si tomaba este o aquel camino, no se encontraría con los hombres grises. Y eso ya vale algo, ¿no?

Momo calló. Sus pensamientos se embrollaban como en un ovillo.

—Pero volviendo a ti y a tus amigos —prosiguió el maestro Hora—, tengo que felicitaros. Vuestras pancartas me impresionaron mucho.

—¿Acaso las has visto? —preguntó Momo, contenta.

—Todas —dijo el maestro Hora—, palabra por palabra.

—Por desgracia —siguió Momo— no las ha leído nadie más, según parece.

El maestro Hora asintió, triste:

—Sí, por desgracia. De eso se ocuparon los hombres grises.

—¿Los conoces? —inquirió Momo.

El maestro Hora volvió a asentir y a suspirar:

—Yo los conozco a ellos y ellos me conocen a mí.

Momo no sabía bien cómo entender esta respuesta.

—¿Has estado muchas veces con ellos?

—No, nunca. Nunca abandono la casa de Ninguna Parte.

—Pero, ¿los hombres grises te visitan a veces?

El maestro Hora sonrió:

—No te preocupes, pequeña Momo. No pueden llegar hasta aquí. Ni aunque supieran el camino hasta la calle de Jamás.

Momo reflexionó un rato. La explicación del maestro Hora la tranquilizó un tanto, pero todavía quería saber algunas cosas más.

—¿Cómo es que sabes todo eso —preguntó de nuevo—, lo de nuestras pancartas y de los hombres grises?

—Los observo constanternente, a ellos y todo lo que se refiere a ellos —le explicó el maestro Hora—. De modo que también os observé a ti y a tus amigos.

—Pero si nunca sales de casa.

—No es necesario —dijo el maestro Hora, mientras de nuevo se volvía cada vez más joven—, para eso tengo mis gafas de visión total.

Se quitó las gafas y se las pasó a Momo.

—¿No quieres mirar un poco?

Momo se las puso, pestañeó, y dijo:

—No veo nada de nada.

Porque sólo veía un torbellino de colores, luces y sombras difuminados que le daba mareos.

—Sí —oyó la voz del maestro Hora—, siempre cuesta un poco al principio. En seguida te acostumbrarás a mirar con las gafas de visión total.

Se levantó, se colocó tras la silla de Momo y puso con suavidad ambas manos sobre el puente de las gafas en la nariz de Momo. La imagen se aclaró en seguida.

Al principio, Momo vio el grupo de hombres grises con los tres coches al borde de aquel barrio de extraña luminosidad. En aquel momento estaban empujando los coches hacia atrás.

Después miró más allá y vio otros grupos en las calles de la ciudad que hablaban, agitados, entre sí, gesticulando ampliamente con las manos y que se parecían transmitir una noticia.

—Están hablando de ti —dijo el maestro Hora—. No pueden explicarse todavía cómo puedes haberte escapado.

— ¿Por qué tienen la cara tan gris? —preguntó Momo, mientras seguía mirando.

—Porque viven de algo muerto —contestó el maestro Hora—. Tú sabes que viven del tiempo de los hombres. Pero ese tiempo muere literalmente cuando se lo arrancan a su verdadero propietario. Porque cada hombre tiene su propio tiempo. Y sólo mientras siga siendo suyo se mantiene vivo.

—Así, pues, ¿los hombres grises no son hombres de verdad?

—No. Sólo han adoptado forma humana.

—¿Qué son, entonces?

—En realidad no son nada.

—¿De dónde vienen?

—Nacen porque los hombres les dan la posibilidad de nacer. Con eso basta para que existan. Y ahora los hombres les dan, encima, la posibilidad de dominarlos. Y también eso basta para que ocurra.

—¿Y si no pudieran robar más tiempo?

—Tendrían que volver a la nada de la que han nacido.

El maestro Hora le quitó a Momo las gafas y se las guardó.

—Pero, por desgracia, ya tienen muchos ayudantes entre los hombres —continuó, al cabo de un ratito—. Eso es lo peor.

—Yo —dijo Momo, decidida— no dejaré que nadie me robe mi tiempo.

—Así lo espero —contestó el maestro Hora—. Ven, Momo, te enseñaré mi colección.

De repente volvía a parecer un anciano.

Tomó a Momo de la mano y la llevó a la gran sala. Allí le mostró sus relojes, hizo sonar los carillones, le explicó los planetarios y fue rejuveneciendo a la vista de la alegría que mostraba la niña ante todas esas maravillas.

—¿Te gustan los acertijos? —le preguntó, como quien no quiere la cosa, mientras seguían su camino.

— iSí! iMucho! —contestó Momo—. ¿Sabes alguno?

—Sí —dijo el maestro Hora, mirando sonriente a Momo—, pero es muy difícil. Muy pocos saben resolverlo.

—Eso está bien —dijo Momo—, así me lo aprenderé y se lo repetiré más tarde a mis amigos.

—A ver si lo adivinas —contestó el maestro Hora—. Atiende:

Tres hermanos viven en una casa:

son de veras diferentes;

si quieres distinguirlos,

los tres se parecen.

El primero no está: ha de venir.

El segundo no está: ya se fue.

Sólo está el tercero, menor de todos;

sin él, no existirían los otros.

Aun así, el tercero sólo existe

porque en el segundo se convierte el primero.

Si quieres mirarlo

no ves más que otro de sus hermanos.

Dime pues: ¿los tres son uno?,

¿o sólo dos?, ¿o ninguno?

Si sabes cómo se llaman

reconocerás tres soberanos.

Juntos reinan en un país

que ellos son. En eso son iguales.

El maestro Hora miró a Momo y agitó la cabeza, dándole ánimos. Había escuchado con mucha atención. Como tenía muy buena memoria, repitió el acertijo palabra por palabra.

—¡Uy! —exclamó entonces—. Sí que es difícil. No tengo ni idea de lo que podría ser. Ni siquiera sé por dónde empezar.

—¡Inténtalo! —dijo el maestro Hora.

Momo volvió a murmurar el acertijo desde el principio hasta el fin. Entonces movió la cabeza.

—No puedo —se resignó.

Mientras tanto se había acercado la tortuga. Estaba al lado del maestro Hora y miraba atentamente a Momo.

Y bien, Casiopea —le preguntó el maestro Hora—, tú lo sabes todo media hora antes. ¿Sabrá Momo resolver el acertijo?

Sabrá apareció en el caparazón de Casiopea.

—¡Lo ves! —le dijo el maestro Hora a Momo—. Lo resolverás. Casiopea no se equivoca nunca.

Momo arrugó la frente y volvió a pensar esforzadamente. ¿Qué tres hermanos había que vivieran juntos en una casa? Estaba claro que no se trataba de hombres. En los acertijos, los hermanos siempre eran semillas de manzana o dientes, o cosas así, pero siempre cosas de la misma especie. Pero aquí se trataba de tres hermanos que, de alguna manera, se convertían el uno en el otro. ¿Qué cosas había que se convirtieran la una en la otra? Momo miró alrededor. Allí había, por ejemplo, las velas con sus llamas inmóviles. En ellas, la cera se transformaba en luz a través de la llama. Sí, eso eran tres hermanos. Pero no, no iba, porque los tres estaban allí. Y dos de ellos no debían estar. Quizá podía ser algo así como flor, fruto y semilla. Era verdad, había muchas cosas que concordaban. La semilla era el menor de los tres. Y cuando ella estaba, los otros dos no estaban. Y sin ella no existirían los otros. Pero no iba. Porque a la semilla se la podía mirar perfectamente bien. Y el acertijo decía que, de querer mirar al menor, sólo se veía alguno de los otros dos.

Los pensamientos de Momo revoloteaban locos. No encontraba la menor pista. Pero Casiopea había dicho que encontraría la solución. De modo que volvió a empezar por el principio y repitió lentamente las palabras del acertijo. Cuando llegó al lugar que dice: «El primero no está: ha de venir ... » vio que la tortuga le guiñaba un ojo. Sobre su caparazón aparecieron las palabras Lo que sé, para desaparecer de nuevo al instante.

—¡Calla, Casiopea! —dijo sonriente el maestro Hora, que no la había mirado—. No se lo soples. Momo sabe hacerlo sola

Claro que Momo había visto las palabras en el caparazón de la tortuga, y empezó a pensar qué querían decir. ¿Qué era lo que sabía Casiopea? Sabía que Momo resolvería el acertijo. Pero eso no resolvía nada.

¿Qué más sabía? Siempre sabía qué iba a ocurrir. Sabía...

—¡El futuro! —gritó Momo—. El primero no está: ha de venir: es el futuro.

El maestro Hora asintió.

—Y el segundo —prosiguió Momo— no está: ya se fue: es el pasado.

El maestro Hora asintió y sonrió encantado.

—Pero ahora —dijo Momo, pensativa—, ahora se vuelve difícil. ¿Quién es el tercero? Es el menor de todos, sin él, no existirían los otros, dice. Pero es el único que está. Reflexionó y exclamó, de repente:

—¡Es ahora! ¡Este instante! El pasado son los instantes que ya han sido y el futuro son los que han de venir. Así que los dos no existirían si no hubiera el presente. Eso es verdad.

A Momo empezaban a encendérsele las mejillas por el esfuerzo. Continuó:

—¿Pero qué significa lo que viene ahora? «Aun así, el tercero sólo existe porque en el segundo se convierte el primero ...» Eso quiere decir que el presente sólo existe porque el futuro se convierte en pasado.

Miró, sorprendida, al maestro Hora.

—¡Es verdad! Nunca se me había ocurrido. Pero entonces, en realidad, no existe el instante, sólo el pasado o el futuro. Porque ahora, por ejemplo, este instante... cuando hablo de él ya ha pasado. Ahora entiendo lo que quiere decir: «Si quieres mirarlo, no ves más que otro de sus hermanos.» Y ahora entiendo también lo demás, porque se puede pensar que sólo existe uno de los tres hermanos: o el presente, o el futuro o el pasado. O ninguno, porque uno sólo existe porque también hay los demás. Se le revuelve a uno la cabeza.

—Pero el acertijo no ha terminado todavía —dijo el maestro Hora—. ¿Cuál es el país en que los tres reinan juntos y que ellos mismos son?

Momo le miró perpleja. ¿Qué podría ser eso? ¿Qué eran, juntos, el pasado, el presente y el futuro?

Paseó la vista por la inmensa sala, a lo largo de los millares de relojes, y de repente cruzó sus ojos un relámpago.

—¡El tiempo! —exclamó, mientras batía palrnas—. ¡Sí, es el tiempo! ¡Es el tiempo!

—Dime todavía cuál es la casa en la que viven los tres hermanos —le exigió el maestro Hora.

—Es el mundo —contestó Momo.

—¡Bravo! —exclamó el maestro Hora, mientras también daba palmadas—. Te felicito, Momo. Tú si que sabes resolver acertijos. Me has dado una gran alegría.

—A mí también —contestó Momo, que se sorprendía un poco de por qué le daba tan gran alegría al maestro Hora el que ella supiera resolver el acertijo.

Siguieron paseando por la gran sala y el maestro Hora le fue enseñando más cosas todavía, pero Momo todavía estaba pensando en el acertijo.

—Dime —dijo al final—, ¿qué es el tiempo, de verdad?

—Si acabas de descubrirlo tú misma —le contestó el maestro Hora.

—No —dijo Momo—, quiero decir el tiempo mismo. Tiene que ser una cosa u otra. Existe. ¿Qué es, en realidad?

—Sería bonito —contestó el maestro Hora— que también a esto pudieras contestar tú misma.

Momo reflexionó largo rato.

—Está ahí —dijo, hundida en sus pensamientos—, eso es seguro. Pero no se le puede tocar. Ni retener. ¿Acaso sea algo parecido a un olor? Pero también es algo que siempre pasa. Así que tiene que venir de algún lugar. ¿Acaso es algo así como el viento? O no. Ya lo sé. Quizá sea una especie de música que no se oye porque suena siempre. Aunque creo que ya la he oído alguna vez, muy bajito.

—Lo sé —asintió el maestro Hora—, por eso pude hacerte venir hasta aquí.

—Pero aún tiene que ser algo más —continuó Momo, que seguía persiguiendo sus pensarnientos—, porque la música venía de muy lejos, pero sonaba muy dentro de mí. Puede que con el tiempo ocurra lo mismo. —Calló, trastornada, y añadió, perpleja—: Quiero decir, como las olas se originan en el agua por el viento. Bah, no estoy diciendo más que tonterías.

—Creo —dijo el maestro Hora—, que lo has dicho de un modo muy bonito. Por eso te voy a confiar un secreto: de aquí, de la casa de Ninguna Parte, en la calle de Jamás, viene el tiempo de todos los hombres.

Momo le miró, admirada.

—¡Oh! —dijo en voz baja—. ¿Lo haces tú mismo?

El maestro Hora volvió a sonreír.

—No, querida niña. Yo sólo soy el administrador. Mi obligación es dar a cada hombre el tiempo que le está destinado.

—¿No podrías organizarlo de tal manera —preguntó Momo—, que los ladrones de tiempo no pudieran robar más a los hombres?

—No, eso no puedo hacerlo —contestó el maestro Hora—, porque lo que los hombres hacen con su tiempo, tienen que decidirlo ellos mismos. También son ellos quienes han de defenderlo. Yo sólo puedo adjudicárselo.

Momo recorrió con la mirada la sala y preguntó:

—Para eso tienes tantos relojes, ¿no? ¿Uno para cada hornbre?

—No, Momo —contestó el maestro Hora—. Esos relojes no son más que una afición mía. Sólo son reproducciones muy imperfectas de algo que todo hombre lleva en su pecho. Porque al igual que tenéis ojos para ver la luz, oídos para oír los sonidos, tenéis un corazón para percibir, con él, el tiempo. Y todo el tiempo que no se percibe con el corazón está tan perdido como los colores del arco iris para un ciego o el canto de un pájaro para un sordo. Pero, por desgracia, hay corazones ciegos y sordos que no perciben nada, a pesar de latir.

—¿Y si un día mi corazón dejara de latir? —Preguntó Momo.

—Entonces —replicó el maestro Hora—, el tiempo se habrá acabado para ti, mi niña. También se podría decir que eres tú quien vuelve a través del tiempo, a través de todos tus días y noches, tus meses y años. Regresas a través de tu vida hasta llegar al gran portal de plata por el que una vez entraste. Por allí vuelves a salir.

—Y, ¿qué hay del otro lado?

—Entonces has llegado al lugar de donde procede la música que, muy bajito, ya has oído alguna vez. Pero entonces tú formas parte de ella, eres un sonido dentro de ella.

Miró, inquisitivo, a Momo.

—Pero eso no podrás entenderlo todavía, ¿verdad?

—Sí —contestó Momo—, creo que sí.

Recordó su camino a través de la calle de Jamás, en la que lo había vivido todo al revés, y preguntó:

—¿Eres tú la muerte?

El maestro Hora sonrió y calló un rato antes de contestar:

—Si los hombres supiesen lo que es la muerte ya no le tendrían miedo. Y si ya no le tuvieran miedo, nadie podría robarles, nunca más, su tiempo de vida.

—No hace falta más que decírselos —propuso Momo.

—¿Tú crees? —preguntó el maestro Hora—. Yo se los digo con cada hora que les adjudico. Pero creo que no quieren escucharlo. Prefieren creer a aquellos que les dan miedo. Eso también es un enigma.

—Yo no tengo miedo —dijo Momo.

El maestro Hora asintió lentamente. Miró largo rato a Momo para preguntarle:

—¿Quieres ver de dónde procede el tiempo?

—Sí —murmuró.

—Yo te conduciré —dijo el maestro Hora—. Pero en aquel lugar hay que callar. No se puede preguntar ni decir nada. ¿Me lo prometes?

Momo asintió, muda.

El maestro Hora se agachó hacia ella, la levantó y la retuvo fuertemente en sus brazos. De repente le pareció muy grande e indefiniblemente viejo, pero no como un anciano, sino como un árbol centenario o una roca. Le cubrió los ojos con la mano y le pareció que caía sobre su cara nieve levísima y fresca.

A Momo le pareció que el maestro Hora caminaba con ella por un largo pasillo oscuro. Pero se sentía totalmente protegida y no tenía miedo. Al principio creyó oír los latidos de su propio corazón, pero después le pareció que era, más bien, el eco de los pasos del maestro Hora.

Era un largo camino, pero finalmente dejó a Momo en el suelo. Su cara estaba cerca de la de ella, la miró con fijeza y puso un dedo en sus labios. Se enderezó y dio unos pasos atrás.

La rodeaba una penumbra dorada.

Poco a poco, Momo se fue dando cuenta de que se hallaba bajo una cúpula inmensa, totalmente redonda, que le pareció tan grande como todo el firmamento. Y esa inmensa cúpula era de oro puro.

En el centro, en el punto más alto, habia una abertura circular por la que caía, vertical, una columna de luz sobre un estanque igualmente circular, cuya agua negra estaba lisa e inmóvil como un espejo oscuro.

Muy poco por encima del agua titilaba en la columna de luz algo así como una estrella luminosa. Se movía con lentitud majestuosa, y Momo vio un péndulo increíble que oscilaba sobre el espejo oscuro. Flotaba y parecía carecer de peso.

Cuando el péndulo estelar se acercaba lentamente a un extremo del estanque, salía del agua, en aquel punto, un gran capullo floral. Cuanto más se acercaba el péndulo, más se abría, hasta que por fin quedaba totalmente abierto sobre las aguas.

Era una flor de belleza tal, que Momo no la había visto nunca. Parecía componerse solamente de colores luminosos. Momo nunca había sospechado que esos colores siquiera existieran. El péndulo se detuvo un momento sobre la flor y Momo se ensimismó totalmente en su visión, olvidando todo lo demás. El aroma le parecía algo que siempre había deseado sin saber de qué se trataba.

Pero entonces, muy lentarnente, el péndulo volvió a oscilar hacia el otro lado. Y mientras, muy poco a poco, se alejaba, Momo vio, consternada, que la maravillosa flor comenzaba a marchitarse. Una hoja tras otra caía y se hundía en la negra profundidad. Momo lo sentía con tal dolor como si desapareciera para siempre de ella algo totalmente irrepetible.

Cuando el péndulo hubo llegado al centro del estanque, la extraordinaria flor había desaparecido del todo. Pero al mismo tiempo comenzaba a salir, al otro lado del estanque, del agua negra, otro capullo. Y mientras el péndulo se acercaba lentamente a él, Momo vio que el capullo que comenzaba a abrirse era mucho más hermoso todavía. La niña dio la vuelta al estanque para verlo de cerca.

Era totalmente diferente a la flor anterior. Tampoco los colores de ésta los había visto jamás Momo, pero le pareció que era todavía más rica y preciosa que la anterior. Tenía un olor completamente diferente, más maravilloso, y cuanto más la miraba Momo, más detalles extraordinarios descubría.

Pero de nuevo volvió el péndulo estelar, y toda esa maravilla se disolvió y se hundió, hoja a hoja, en las inescrutables profundidades del estanque oscuro.

Lentamente, muy lentamente, el péndulo volvió al otro lado, pero no alcanzó exactamente el lugar anterior, sino que había avanzado un corto trecho. Y allí, a un paso del punto anterior, comenzaba a emerger y abrirse nuevamente un capullo.

Esa flor era, realmente, la más hermosa, según le pareció a Momo. Era la flor de las flores, un milagro.

Momo hubiera querido llorar cuando tuvo que ver que también esa perfección comenzaba a marchitarse y a hundirse en las oscuras profundidades. Pero recordó la promesa que le había hecho al maestro Hora, y calló.

También al otro lado había avanzado un paso el péndulo, y de las negras aguas comenzaba a surgir una nueva flor.

Momo se fue dando cuenta de que cada nueva flor era totalmente diferente a la anterior y que la que estaba floreciendo le parecía cada vez la más hermosa.

Paseando todo el rato alrededor del estanque, miraba cómo nacía y se marchitaba una flor tras otra. Y le parecía que nunca se cansaría de este espectáculo.

De pronto se dio cuenta de que, además, al mismo tiempo estaba pasando otra cosa, algo que no había notado hasta entonces.

La columna de luz que irradiaba desde el centro de la cúpula no sólo era visible: Momo estaba empezando a oírla.

Al principio era como un susurro, como el que, de lejos, produce el viento en las copas de los árboles, pero después el bramido se hizo más potente, hasta que se pareció al de una catarata o al tronar de las olas del mar contra una costa rocosa.

Y Momo escuchó, cada vez con mayor claridad, que ese estruendo se componía de incontables sonidos que cada vez se ordenaban de nuevo entre sí, se transformaban y formaban cada vez nuevas armonías. Era música y, al mismo tiempo, otra cosa. Y, de pronto, Momo lo reconoció: era la música que a veces oía, muy bajito y como de muy lejos, mientras escuchaba el silencio de la noche estrellada.

Pero ahora, los sonidos se volvían más y más claros y brillantes. Momo intuyó que era esa luz sonora la que hacía nacer de las profundidades del agua negra cada una de las flores de forma cada vez diferente, única e irrepetible.

Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferente, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante, entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos. Y en esos nombres estaba decidido lo que hacen y cómo colaboran todos para hacer nacer y marchitarse cada una de esas flores horarias.

Y, de pronto, Momo comprendió que todas esas palabras iban dirigidas a ella. Todo el mundo, hasta las más lejanas estrellas, estaba dirigido a ella como una sola cara de tamaño impensable que la miraba y le hablaba.

Y le sobrevino algo más grande que el miedo.

En ese momento vio al maestro Hora, que le hacía señas con la mano. Se lanzó hacia él, que la tomó en sus brazos, y ocultó la cara en su pecho. De nuevo, sus manos se posaron con la lentitud de la nieve sobre sus ojos, se hizo oscuridad y silencio y se sintió protegida. Volvió a recorrer de regreso todo el largo pasillo.

Cuando volvieron a estar en la pequeña habitación entre los relojes, la tendió sobre el sofá.

—Maestro Hora —murmuró—, nunca pensé que el tiempo de todos los hombres es... —buscó la palabra adecuada, sin encontrarla— ...tan grande —dijo por fin.

—Lo que has visto y oído, Momo —respondió el maestro Hora—, no era el tiempo de todos los hombres. Sólo era tu propio tiempo. En cada hombre existe ese lugar, en el que acabas de estar. Pero sólo puede llegar a él quien se deja llevar por mí. Y no se puede ver con ojos corrientes.

—¿Dónde estuve, pues?

—En tu propio corazón —dijo el maestro Hora, y le acarició el revuelto pelo.

—Maestro Hora —volvió a murmurar Momo—, ¿Puedo traerte también a mis amigos?

—No —contestó—, no puede ser, todavía.

—¿Cuánto tiempo puedo quedarme contigo?

—Hasta que tú misma quieras volver con tus amigos.

—Pero, ¿puedo contarles lo que han dicho las estrellas?

—Puedes, pero no serás capaz.

—¿Por qué no?

—Porque todavía han de crecer en ti las palabras.

—Pero quiero hablarles de eso, a todos. Quiero poder cantarles las voces. Creo que entonces todo volvería a estar bien.

—Si de verdad lo quieres, Momo, tendrás que saber esperar.

—No me importa esperar.

—Esperar, mi niña, como una semilla que duerme toda una vuelta solar en la tierra antes de poder germinar. Tanto tardarán las palabras en crecer en ti. ¿Quieres eso?

—Sí —murmuró Momo.

—Pues duerme —dijo el maestro Hora, pasándole la mano por los ojos—, duerme.

Y Momo tomó aliento, profundamente feliz, y se durmió.

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