Libros del Rincón


20. La persecución de los perseguidores


LO primero que hizo Momo fue abrir la pequeña puerta interior, en la que estaba el nombre del maestro Hora. Después recorrió de prisa el pasillo con las estatuas de piedra y abrió también la gran puerta exterior de metal verde. Tuvo que emplear todas sus fuerzas, porque era muy pesada.

Cuando hubo acabado volvió a la sala de los incontables relojes y esperó, con Casiopea en los brazos, lo que ocurriría.

Y entonces ocurrió.

Hubo de repente una sacudida que no hizo temblar el espacio, sino el tiempo; digamos un temblor de tiempo. No hay palabras para explicar cómo se sentía. Este suceso se vio acompañado de un sonido como no lo había oído nunca ningún hombre. Era como un suspiro que surgiera de la profundidad de los siglos.

Y todo había pasado.

En el mismo instante se detuvo el múltiple repicar de los incontables relojes. Los péndulos oscilantes se detuvieron donde estaban en aquel momento. No se movía nada. Y se extendió un silencio tan absoluto como no lo había habido nunca antes en el mundo. Se había detenido el tiempo.

Y Momo se dio cuenta de que llevaba en la mano una flor horaria maravillosa, muy grande. No había notado cuándo había llegado a su mano esa flor. Simplemente, estaba ahí como si siempre hubiera estado.

Con cuidado, Momo dio un paso. Efectivamente, podía moverse con la misma facilidad de siempre. Sobre la mesita estaban todavía los restos del desayuno. Momo se sentó sobre uno de los sillones tapizados, pero los almohadones eran ahora duros como el mármol y ya no cedían. En su taza quedaba todavía un sorbo de chocolate, pero no se podía mover la tacita. Momo quiso hundir el dedo en el líquido, pero estaba duro como el vidrio. Lo mismo ocurría con la miel. Incluso las migas que había sobre el plato eran totalmente inamovibles. Nada, ni la más minúscula pequeñez podía cambiarse ya, ahora que no había tiempo.

Casiopea pataleó y Momo la miró.

Pero pierdes el tiempo, ponía en el caparazón.

¡Y tanto! Momo se enderezó. Atravesó la sala, pasó por la puertecita, siguió por el pasillo y espió por el gran portal, para echarse atrás en seguida. Su corazón empezó a latir más de prisa. ¡Los ladrones de tiempo no se iban! Al contrario, venían a través de la calle de Jamás, en la que también había dejado de correr el tiempo al revés, hacia la casa de Ninguna Parte. Esto no lo habían previsto.

Momo corrió hacia atrás a la gran sala y se escondió, con Casiopea en brazos, detrás de un gran reloj.

—Empezamos bien —murmuró.

Entonces oyó resonar fuera, en el pasillo, los pasos de los hombres grises. Uno tras otro se arrastraron a través de la puertecilla hasta que hubo en la sala todo un grupo. Miraron a su alrededor.

—Impresionante —dijo uno de ellos—. Así que esta es nuestra nueva casa.

—La niña Momo ha abierto la puerta —dijo otra voz cenicienta—, lo he visto exactamente. Una niña razonable. Me gustaría saber cómo se las ha arreglado para persuadir al viejo.

Y una tercera voz, muy semejante, contestó:

—En mi opinión, habrá cedido el propio Alguien.

Porque el que no exista la aspiración del tiempo en la calle de Jamás sólo puede significar que él mismo la ha detenido. Se habrá dado cuenta de que tiene que someterse a nosotros. Ahora lo arreglaremos. ¿Dónde estará metido?

Los hombres grises miraron alrededor, buscando, cuando, de pronto, dijo uno de ellos, con una voz más cenicienta aún, si cabe:

—Algo falla, señores. ¡Los relojes! Miren los relojes. Están todos parados. Incluso este reloj de arena.

—Los habrá parado —dijo otro, inseguro.

—No se puede parar un reloj de arena —dijo el primero—. Y, sin embargo, mírenlo señores, la arena se ha detenido en medio de la caída. Ni se puede mover el reloj. ¿Qué significa eso?

Todavía hablaba, cuando se oyeron pasos por el pasillo, y otro hombre gris se introdujo penosamente por la puertecita, gesticulando salvajemente.

—Acaban de llegar noticias de nuestros agentes de la ciudad. Se han detenido sus coches. Todo está parado. Es imposible sacar de ningún hombre ni la más pequeña cantidad de tiempo. Se ha desmoronado todo nuestro servicio de aprovisionamiento. ¡Ya no hay tiempo! ¡Hora ha detenido el tiempo!

Durante un instante reinó un silencio sepulcral. Entonces, uno preguntó:

—¿Qué dice? ¿Que se ha desmoronado el servicio de aprovisionamiento? ¿Y qué será de nosotros cuando se hayan consumido los cigarros que llevamos?

—Usted sabe perfectamente qué será de nosotros —gritó otro—. ¡Es una catástrofe, señores!

Y de repente, todos empezaron a gritar a la vez: —¡Hora quiere destruirnos!

—¡Tenemos que levantar en seguida el asedio!

—Tenemos que llegar a nuestros almacenes de tiempo.

—¿Sin coche? ¡No llegaremos a tiempo!

—¡Sólo tengo cigarros para veintisiete minutos!

—¡Y yo para cuarenta y ocho!

—¡Déme!

—¿Está loco?

—¡Sálvese quien pueda!

Todos habían corrido hacia la puertecita y pretendían salir al mismo tiempo. Desde su escondrijo, Momo podía ver cómo, en su pánico, todos se golpeaban, tiraban y empujaban y se embrollaban en una pelea terrible. Todos querían salir antes que los demás y peleaban por su vida gris. Se tiraban los sombreros de la cabeza, se arrancaban de la boca, mutuamente, los pequeños cigarros. A quien esto le ocurría parecía perder, al momento, toda su fuerza. Se quedaba con las manos extendidas, una expresión llorosa y aterrorizada en la cara, se volvía transparente y desaparecía. No quedaba nada de él, ni siquiera el bombín.

Al final no quedaron más que tres hombres grises en la sala, que consiguieron ir saliendo, uno tras otro.

Momo, con la tortuga en un brazo y la flor horaria en la otra mano, los siguió. Ahora todo dependía de que no perdiera de vista a los hombres grises.

Cuando salió del gran portal vio que los ladrones de tiempo ya habían corrido hasta el extremo de la calle de Jamás. Allí estaban, en medio de nubes de humo, otros grupos de hombres grises, que discutían con gestos airados. Cuando vieron correr a los que salían de la casa de Ninguna Parte, también empezaron a correr, otros se sumaron a los que huían y, al poco rato, todo el ejército se hallaba en una retirada a la desbandada. Una caravana casi interminable de hombres grises corría hacia el centro de la ciudad a través del misterioso barrio de sueños con sus casas blancas como la nieve y las sombras que caían en distintas direcciones. A causa de la desaparición de la ciudad también había desaparecido aquí la curiosa inversión de prisa y lentitud. La comitiva de hombres grises pasó al lado del monumento del huevo y llegó hasta donde estaban aquellas casas de vecindad grises, tristes, en las que moraba la gente que vivía al borde del tiempo. Pero también aquí todo estaba rígido.

Momo seguía a una distancia prudencial detrás de los últimos rezagados. Así comenzó una persecución al revés a través de la gran ciudad, una persecución en la que un grupo enorme de hombres grises huía y una niña con una flor en una mano y una tortuga en la otra los perseguía.

¡Pero qué aspecto tan misterioso tenía la ciudad! En la calzada, los coches estaban parados uno al lado del otro; detrás del volante, los conductores estaban inmóviles, con las manos en el cambio de marchas o en la bocina (uno tenía un dedo en la sien y miraba muy enfadado a su vecino); los ciclistas tenían un brazo levantado:como señal de que iban a girar; y en las aceras, todos los peatones, hombres, mujeres, niños, perros y gatos, totalmente inmóviles, incluso los gases de los tubos de escape.

En los cruces estaban los urbanos, con los silbatos en la boca, detenidos mientras hacían señales. Una bandada de palomas flotaba en el aire encima de una plaza. En lo alto había un avión que parecía pintado en el cielo. El agua de las fuentes parecía hielo. Las hojas que caían de los árboles se mantenían inmóviles a medio camino. Y un perrito, que precisamente levantaba la pata junto a un farol, parecía disecado.

Por esa ciudad, muerta como una fotografía, corrían los hombres grises. Y Momo detrás, siempre cuidando que no la vieran. Pero aquéllos ya no prestaban atención a nada, porque, de todos modos, su huida resultaba cada vez más difícil y agotadora.

No estaban acostumbrados a correr trechos tan largos. Jadeaban y respiraban anhelosamente. Además, tenían que mantener entre los labios sus pequeños cigarros, sin los cuales estaban perdidos. A más de uno se le escapaba en la carrera, y antes de haberlo podido recoger del suelo, ya se disolvía.

Pero no eran sólo estas circunstancias externas las que dificultaban su huida, sino que cada vez se hacían más peligrosos los propios compañeros de infortunio. Porque algunos cuyos últimos cigarros se acababan, se lo arrancaban a otro de la boca. De este modo, su número se reducía lenta, pero constantemente.

Aquellos que todavía llevaban una pequeña reserva en sus carteras tenían que ir con mucho cuidado para que los demás no se dieran cuenta, porque si no, los que ya no tenían se abalanzaban sobre los más ricos e intentaban apoderarse de sus riquezas. Montones enteros se lanzaban los unos sobre los otros para conseguir algún fragmento de las reservas. En esto, los cigarros rodaban por la calle y eran pisoteados en el tumulto. El miedo a tener que desaparecer del mundo había hecho perder la cabeza a los hombres grises.

Había otra cosa que les deparaba más dificultades cuanto más se acercaban al centro de la ciudad. En algunos puntos de la gran ciudad, la gente estaba tan apretada, que los hombres grises apenas podían pasar entre las personas inmóviles como árboles en el bosque. A Momo, que era pequeña y delgada, le resultaba mucho más fácil. Pero incluso una pluma que flotaba en el aire estaba tan inmóvil que los hombres casi se hundían la cabeza cuando, sin querer, topaban con ella.

Era un largo camino, y Momo no tenía ni idea de cuánto quedaba por recorrer. Preocupada, miró su flor horaria. Pero ésta sólo acababa de abrirse del todo. Todavía no había motivo de preocupación.

Entonces ocurrió algo que hizo que Momo olvidase de inmediato todo lo demás: en una calle lateral vio a Beppo Barrendero.

—¡Beppo! —gritó, fuera de sí de alegría, y corrió hacia él—. ¡Beppo, te he buscado por todas partes! ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¡Beppo, Beppo, querido!

Quiso saltarle al cuello, pero salió rechazada como si fuera de hierro. Momo se hizo bastante daño y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se quedó sollozando ante él y le miró.

Su cuerpo pequeño parecía más encorvado que antes. Su cara bondadosa estaba delgada y hundida y muy pálida. Alrededor de la barbilla le había crecido una barba blanca, porque ya no tenía tiempo de afeitarse. Entre las manos sostenía una vieja escoba, gastada ya de tanto barrer. Así estaba, inmóvil como todo lo demás, y miraba, a través de sus viejas gafas, la porquería de la calle.

Ahora, por fin, le había encontrado Momo, ahora, cuando ya no servía de nada, porque ya no podía lograr que él la viera. Podría ser que fuera la última vez que le veía. Quién sabe cómo acabaría todo. Si todo acababa mal, Beppo estaría parado aquí por toda la eternidad.

La tortuga se agitaba en el brazo de Momo.

Sigue, ponía en su caparazón.

Momo volvió corriendo a la calle principal y se asustó. Ya no se veía ninguno de los ladrones de tiempo. Momo corrió un trecho en la dirección en que habían huido antes los hombres grises, pero en vano.

¡Había perdido la pista!

Se quedó quieta, perpleja. ¿Qué hacer? Miró interrogadora a Casiopea.

Los encuentras, sigue, fue el consejo de la tortuga.

Si Casiopea sabía de antemano que encontraría a los ladrones de tiempo, eso ocurriría, tomara el camino que tomara. Así que siguió corriendo como le parecía, a veces a la derecha, a veces a la izquierda, a veces seguía recto.

Mientras tanto había llegado a aquella parte en el extremo norte de la gran ciudad donde estaban los barrios nuevos con sus casas, todas iguales, y las calles tiradas a cordel hasta el horizonte. Momo siguió corriendo, pero como todas las casas y calles eran exactamente iguales, pronto le pareció que no se movía, que estaba corriendo siempre en el mismo sitio. Era un verdadero laberinto, pero un laberinto de regularidad e igualdad.

Momo ya casi había perdido el ánimo cuando, de repente, vio volver la esquina a uno de los hombres grises. Cojeaba, sus pantalones estaban desgarrados, le faltaba el bombín y la cartera; sólo en su boca, voluntariosamente apretada, humeaba todavía la colilla de un pequeño cigarro gris.

Momo le siguió hasta un punto en que, en la interminable fila de casas, faltaba una. En su lugar, había una gran valla que rodeaba un amplio solar. En la valla había una puerta entreabierta, por la que se coló el último hombre gris rezagado.

Sobre la puerta había un cartel, y Momo se paró para descifrarlo.

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