Libros del Rincón


Tercer final


Pinocho se enriquecía más cada día y sin duda se habría convertido en el hombre más rico del mundo si no hubiera sido porque cayó por allí un hombrecillo que se las sabía todas; no sólo eso, se las sabía todas y sabía que todas las riquezas de Pinocho se habrían desvanecido como el humo el día en que se viera obligado a decir la verdad.

—Señor Pinocho, esto y lo otro: ponga cuidado en no decir nunca la más mínima verdad, ni por equivocación, si no se acabó lo que se daba. ¿Comprendido? Bien, bien. A propósito, ¿es suyo aquel chalet?

—No —dijo Pinocho de mala gana para evitar decir la verdad.

—Estupendo, entonces me lo quedo yo.

Con ese sistema el hombrecillo se quedó los automóviles, los autovías, el televisor, la sierra de oro. Pinocho estaba cada vez más rabioso pero antes se habría dejado cortar la lengua que decir la verdad.

—A propósito —dijo por último el hombrecillo— ¿es suya la nariz?

Pinocho estalló:

—¡Claro que es mía! ¡Y usted no podrá quitármela! ¡La nariz es mía y ay del que la toque!

—Eso es verdad —sonrió el hombrecito.

Y en ese momento toda la madera de Pinocho se convirtió en serrín, sus riquezas se transformaron en polvo, llegó un vendaval que se llevó todo, incluso al hombrecillo misterioso, y Pinocho se quedó solo y pobre, sin ni siquiera un caramelo para la tos que llevarse a la boca.


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