Libros del Rincón


Primer final


Aquel viejo señor era bueno, muy bueno. Pero de no dormir nunca, empezó a ponerse nervioso, muy nervioso.

—Si al menos pudiera —suspiraba— dormir una noche sí y otra no. A fin de cuentas yo no soy el único en el mundo. No es posible que nadie sienta nunca esas voces, que a nadie se le ocurra levantarse para ir a ver.

Algunas noches, en cuanto sentía las voces, intentaba resistir:

—Esta vez no me levanto, estoy acatarrado y me duele la espalda, nadie podrá echarme en cara que soy un egoísta.

Pero la voz insistía, insistía tanto que el viejo señor no tenía más remedio que levantarse.

Cada vez estaba más cansado. Cada vez más nervioso.

Por último se acostumbró a meterse dos tapones en los oídos antes de acostarse. Así no sentía las voces y se dormía.

—Lo haré sólo durante un tiempo —decía—, sólo para descansar un poco. Será como tomarse unas pequeñas vacaciones...

Se puso los tapones un mes seguido.

Una noche no se los colocó. Tendió la oreja. Ya no oía nada. Se quedó despierto la mitad de la noche, escuhando: ni voces, ni llantos, únicamente algún perro que ladraba a lo lejos.

—O nadie llora —concluyó— o me he quedado sordo. Paciencia, mejor es así.


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