Libros del Rincón


La fábrica de chocolate de Charlie


El gran ascensor de cristal sobrevolaba ahora la ciudad. Dentro de él se encontraban el señor Wonka, el abuelo Joe y el pequeño Charlie.

—Cómo me gusta mi fábrica de chocolate —dijo el señor Wonka, mirando hacia abajo. Luego hizo una pausa, se volvió y miró a Charlie con una expresión muy seria—. ¿A ti también te gusta, Charlie? —preguntó.

—¡Oh, sí! —gritó Charlie—. ¡Es el sitio más maravilloso del mundo!

—Me alegra oírte decir esto —dijo el señor Wonka, más serio que nunca. Siguió mirando a Charlie fijamente—. Sí —dijo—. Me alegra mucho oírte decir eso. Y ahora te diré por qué —el señor Wonka inclinó hacia un lado la cabeza, y de pronto las pequeñísimas arrugas de una sonrisa aparecieron alrededor de sus ojos, y dijo—: Verás, mi querido muchacho, he decidido regalarte la fábrica entera. En cuanto tengas edad suficiente para dirigirla, la fábrica será toda tuya.

Charlie se quedó mirando fijamente al señor Wonka. El abuelo Joe abrió la boca para hablar, pero no logró articular palabra.

—Es verdad —dijo el señor Wonka, sonriendo ahora abiertamente—. Quiero regalarte esta fábrica. Estás de acuerdo, ¿verdad?

—¿Regalársela? —logró decir por fin el abuelo Joe—. Debe usted estar bromeando.

—No estoy bromeando, señor. Hablo muy en serio.

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—Pero... Pero ¿Por qué iba usted a darle la fábrica al pequeño Charlie?

—Escuche —dijo el señor Wonka—. Yo ya soy muy viejo. Soy mucho más viejo de lo que se figuran. No puedo vivir eternamente. No tengo hijos, no tengo familia alguna. De modo que, ¿quién va a dirigir esta fábrica cuando yo ya sea demasiado viejo para hacerlo? Alguien tiene que llevarla adelante, aunque sólo sea por los Oompa-Loompas. Claro que hay miles de hombres muy hábiles que darían cualquier cosa por la oportunidad de encargarse de todo esto, pero yo no quiero esa clase de persona. No quiero para nada una persona mayor. Una persona mayor no me haría caso; no querría aprender. Intentaría hacer las cosas a su manera y no a la mía. De modo que necesito un niño. Quiero un niño sensible y cariñoso, a quien yo pueda confiar mis más preciados secretos de la fabricación de golosinas, mientras aún esté vivo.

—¡De modo que por eso envió usted los Billetes Dorados! —gritó Charlie.

—¡Exactamente! —dijo el señor Wonka—. ¡Decidí invitar a cinco niños a la fábrica, y aquel que me gustase más al terminar el día sería el ganador!

—Pero, señor Wonka —tartamudeó el abuelo Joe—, ¿quiere usted decir realmente que regalará esta fábrica entera al pequeño Charlie? Después de todo...

—¡No hay tiempo para discusiones! —gritó el señor Wonka—. Debemos ir a buscar al resto de la

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familia inmediatamente, el padre y la madre de Charlie y todos los que vivan en su casa. ¡De ahora en adelante todos pueden vivir en la fábrica! ¡Pueden ayudar a dirigirla hasta que Charlie tenga edad suficiente para hacerlo solo! ¿Dónde vives, Charlie?

Charlie miró a través del ascensor de cristal las casas cubiertas de nieve que se extendían a sus pies.

—Está allí —dijo, señalando—. Es aquella casita al borde mismo de la ciudad, aquella casa pequeñita...

—¡Ya la veo! —gritó el señor Wonka, y apretó algunos botones, y el ascensor salió disparado en dirección a la casa de Charlie.

—Me temo que mi madre no podrá venir con nosotros —dijo Charlie tristemente.

—¿Por qué no?

—Porque no querrá dejar a la abuela Josephine y a la abuela Georgina y al abuelo George.

—Pero ellos también deben venir.

—No pueden —dijo Charlie—. Son muy viejos y no han salido de la cama en veinte años.

—Entonces nos llevaremos también la cama con ellos dentro —dijo el señor Wonka—. Hay sitio suficiente en este ascensor para una cama.

—No podrá sacar la cama de la casa —dijo el abuelo Joe—. No pasará por la puerta.

—¡No debéis desesperar! —dijo el señor Wonka. ¡Nada es imposible! ¡Ya veréis!

El ascensor sobrevolaba ahora la pequeña casita de los Bucket.

—¿Qué va usted a hacer? —gritó Charlie.

—Voy a entrar a buscarles —dijo el señor Wonka.

—¿Cómo? —preguntó el abuelo Joe.

—Por el tejado —dijo el señor Wonka, apretando otro botón.

—¡No! —gritó Charlie.

—¡Deténgase! —gritó el abuelo Joe.

¡CRASH! hizo el ascensor, entrado por el tejado de la casa en el dormitorio de los ancianos. Una lluvia de polvo y de tejas rotas y de trozos de madera y de cucarachas y arañas y ladrillos y cemento cayó sobre los tres ancianos que yacían en la cama, y todos ellos pensaron que había llegado el fin del mundo. La abuela Georgina se desmayó, a la abuela Josephine se le cayó la dentadura postiza, el abuelo George metió la cabeza debajo de la manta, y el señor y la señora Bucket entraron corriendo desde la otra habitación.

—¡Salvadnos! —gritó la abuela Josephine.

—Cálmate, mi querida esposa —dijo el abuelo Joe, bajando del ascensor—. Somos nosotros.

—¡Mamá! —gritó Charlie, arrojándose a los brazos de la señora Bucket—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Escucha lo que ha ocurrido! Todos vamos a vivir en la fábrica del señor Wonka y vamos a ayudarle a dirigirla y me la ha regalado a mí toda entera y... y... y...

—¿De qué estás hablando? —dijo la señora Bucket.

—¡Mirad nuestra casa! —gritó el pobre señor Bucket—. ¡Está en ruinas!

—Mi querido señor —dijo el señor Wonka, adelantándose de un salto y estrechando calurosamente la mano del señor Bucket—. Me alegro tanto de conocerle. No debe preocuparse por su casa. De todos modos, de ahora en adelante ya no la necesitará usted.

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—¿Quién es este loco? —gritó la abuela Josephine—. Podría habernos matado a todos.

—Este —dijo el abuelo Joe— es el señor Willy Wonka en persona.

Al abuelo Joe y a Charlie les llevó bastante tiempo explicarle a todos exactamente lo que había sucedido a lo largo del día. Y aun entonces todos se negaron a volver a la fábrica en el ascensor.

—¡Prefiero morir en mi cama! —gritó la abuela Josephine.

—¡Yo también! —gritó la abuela Georgina.

—¡Me niego a ir! —anunció el abuelo George.

De modo que el señor Wonka, el abuelo Joe y Charlie, sin hacer caso de sus gritos, simplemente empujaron la cama dentro del ascensor. Tras ella empujaron al señor y la señora Bucket. Luego montaron ellos mismos. El señor Wonka apretó un botón. Las puertas se cerraron. La abuela Georgina gritó. Y el ascensor se elevó del suelo y salió por el agujero del tejado en dirección al cielo.

Charlie se subió a la cama e intentó calmar a los tres ancianos, que aún seguían petrificados de miedo:

—Por favor, no tengáis miedo —les dijo—. Es muy seguro. ¡Y vamos al sitio más maravilloso del mundo!

—Charlie tiene razón —dijo el abuelo Joe.

—¿Habrá algo para comer cuando lleguemos allí? —preguntó la abuela. Josephine—. ¡Me muero de hambre! ¡La familia entera se muere de hambre!

—¿Algo para comer? —gritó Charlie, riendo—. !Oh, espera y verás!

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