Libros del Rincón


La Fábrica del señor Willy Wonka


Por las noches, después de haber terminado su aguada sopa de repollo, Charlie iba siempre a la habitación de los cuatro abuelos para escuchar sus cuentos, y luego, más tarde, para darles las buenas noches.

Cada uno de estos ancianos tenía más de noventa años. Estaban tan arrugados como ciruelas pasas y tan huesudos como esqueletos, y durante el día, hasta que Charlie hacía su aparición, yacían acurrucados en la única cama, dos en cada extremo, con gorros de dormir para conservar abrigadas sus cabezas, dormitando para pasar el tiempo, sin nada que hacer. Pero en cuanto oían abrirse la puerta y la voz de Charlie diciendo «Buenas noches, abuelo Joe y abuela Josephine, abuelo George y abuela Georgina», los cuatro se incorporaban rápidamente, y sus arrugadas caras se encendían con una sonrisa de placer, y la conversación empezaba. Adoraban al pequeño Charlie. El era la única alegría de su vida, y sus visitas nocturnas eran algo que esperaban ilusionados durante todo el día. A menudo, la madre y el padre de Charlie acudían también a la habitación y se quedaban de pie junto a la puerta, escuchando las historias que contaban los ancianos, y así, durante una media hora cada noche, esta habitación se convertía en un lugar feliz, y la familia entera conseguía olvidar que era pobre y pasaba mucha hambre.

Una noche, cuando Charlie entró a ver a sus abuelos, les dijo:

—¿Es verdad que la Fábrica de Chocolate de Wonka es la más grande del mundo?

—¿Que si es verdad? —gritaron los cuatro al unísono— ¡Claro que es verdad! Santo Cielo, ¿es que no lo sabías? ¡Es cincuenta veces más grande que cualquier otra!

—¿Y es verdad que el señor Willy Wonka es el fabricante de chocolate más inteligente del mundo?

—Mi querido muchacho —dijo el abuelo Joe, incorporándose un poco más sobre su almohada—, ¡el señor Willy Wonka es el fabricante de chocolate más asombroso, más fantástico, más extraordinario que el mundo ha conocido! ¡Creí que todos lo sabían!

—Yo sabía que era famoso, abuelo Joe, y sabía que era muy inteligente...

—¡Inteligente! —gritó el anciano—. ¡Es más que eso! ¡Es un mago del chocolate! ¡Puede hacer cualquier cosa, todo lo que quiera! ¿No es verdad, queridos?

Los otros tres ancianos movieron afirmativamente la cabeza y dijeron:

Absolutamente verdad. No puede serlo más.

Y el abuelo Joe dijo:

—¿Quieres decir que nunca te he hablado del señor Willy Wonka y de su fábrica?

—Nunca —respondió el pequeño Charlie.

—¡Santísimo Cielo! ¡No sé qué me ocurre!

—¿Me lo contarás ahora, abuelo Joe, por favor?

—Claro que sí. Siéntate en la cama junto a mí, querido niño, y escucha con atención.

El abuelo Joe era el más anciano de los cuatro abuelos. Tenía noventa y seis años y medio, y ésa es una edad muy respetable para cualquiera. Era débil y delicado como toda la gente muy anciana y hablaba muy poco a lo largo del día. Pero por las noches, cuando Charlie, su adorado nieto, estaba en la habitación parecía, de una forma misteriosa, volverse joven otra vez. Todo su cansancio desaparecía y se ponía tan ansioso y excitado como un niño.

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—¡Qué hombre es este señor Willy Wonka! —gritó el abuelo Joe—. ¿Sabías, por ejemplo, que él mismo ha inventado más de doscientas nuevas clases de chocolatinas, cada una de ellas con un relleno diferente, cada una mucho más dulce, suave y deliciosa que cualquiera de las que puedan producir las demás fábricas de chocolate?

—¡Es la pura verdad! —gritó la abuela Josephine—. ¡Y las envía a todos los países del mundo! ¿No es así, abuelo Joe?

—Así es, querida mía, así es. Y también a todos los reyes y a todos los presidentes del mundo. Pero no sólo fabrica chocolatinas. ¡Ya lo creo que no! El señor Willy Wonka tiene en su haber algunas invenciones realmente fantásticas! ¿Sabías que ha inventado un método para fabricar helado de chocolate de modo que éste se mantenga frío durante horas y horas sin necesidad de meterlo en la nevera? ¡Hasta puedes dejarlo al sol toda una mañana en un día caluroso y nunca se derretirá!

—¡Pero es es imposible! —dijo el pequeño Charlie, mirando asombrado a su abuelo. —¡Claro que es imposible! —exclamó el abuelo Joe—. ¡Es completamente absurdo! ¡Pero el señor Willy Wonka lo ha conseguido!

—¡Exactamente! —asintieron los demás, moviendo afirmativamente la cabeza—. El señor Wonka lo ha conseguido.

—Y además —continuó el abuelo Joe, hablando ahora muy lentamente para que Charlie no se perdiese una sola palabra—, el señor Willy Wonka puede hacer caramelos que saben a violetas, y caramelos que cambian de color cada diez segundos a medida que se van chupando, y pequeños dulces ligeros como una pluma que se derriten deliciosamente en el momento en que te los pones entre los labios. Puede hacer chicle que no pierde nunca su sabor, y globos de caramelo que puedes hinchar hasta hacerlos enormes antes de reventarlos con un alfiler y comértelos. Y, con una receta más secreta aún, puede confeccionar hermosos huevos de azulejos con manchas negras, y cuando te pones uno de ellos en la boca, éste se hace cada vez más pequeño hasta que de pronto no queda nada de él excepto un minúsculo pajarillo de azúcar posado en la punta de tu lengua.

El abuelo Joe hizo una pausa y se relamió lentamente los labios.

—Se me hace la boca agua sólo de pensar en ello —dijo.

—A mí también —dijo el pequeño Charlie—. Pero sigue, por favor.

Mientras hablaban, el señor y la señora Bucket, el padre y la madre de Charlie, habían entrado silenciosamente en la habitación, y ahora estaban de pie junto a la puerta, escuchando.

—Cuéntale a Charlie la historia de aquel loco príncipe indio —dijo la abuela Josephine—. Le gustará oírla.

—¿Te refieres al príncipe Pondicherry? —dijo el abuelo Joe, y se echó a reír.

—¡Completamente loco! —dijo el abuelo George.

—Pero muy rico —dijo la abuela Georgina.

—¿Qué hizo? —preguntó Charlie ansiosamente.

—Escucha —dijo el abuelo Joe— y te lo diré.


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