Libros del Rincón


El señor Wonka y el príncipe indio


—El príncipe Pondicherry le escribió una carta al señor Willy Wonka —dijo el abuelo Joe— y le pidió que fuese a la India y le construyese un palacio colosal hecho enteramente de chocolate.

—¿Y el señor Wonka lo hizo, abuelo?

—Ya lo creo que sí. ¡Y vaya un palacio! Tenía cien habitaciones, y todo estaba hecho de chocolate amargo o de chocolate con leche. Los ladrillos eran de chocolate, y el cemento que los unía era chocolate, y las ventanas eran de chocolate, y todas las paredes y los techos estaban hechos de chocolate, y también las alfombras y los cuadros y los muebles y las camas; y

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cuando abrías los grifos, de ellos salía chocolate caliente. Cuando el palacio estuvo terminado, el señor Wonka le dijo al príncipe Pondicherry: «Le advierto que no le durará mucho tiempo, de modo que será mejor que empiece a comérselo ahora mismo.» «¡Tonterías!», gritó el príncipe, «¡no voy a comerme mi palacio! ¡Ni siquiera pienso mordisquear las escaleras o lamer las paredes! ¡Voy a vivir en él!» Pero, por supuesto, el señor Wonka tenía razón, porque poco tiempo después hizo un día muy caluroso con un sol abrasador, y el palacio entero empezó a derretirse, y luego se fue derrumbando lentamente, y el pobre príncipe, que en aquel momento estaba durmiendo la siesta en el salón, se despertó para encontrarse nadando en un enorme lago marrón de pegajoso chocolate.

El pequeño Charlie estaba sentado inmóvil al borde de la cama, mirando fijamente a su abuelo. La cara de Charlie estaba encendida, y sus ojos tan abiertos que era posible ver la parte blanca rodeando enteramente sus pupilas.

—¿Esto es realmente verdad? —preguntó— ¿O me estás tomando el pelo?

—¡Es verdad! —exclamaron los cuatro ancianos al unísono—. ¡Claro que es verdad! ¡Pregúntaselo a quien quieras!

—Y te diré otra cosa que es verdad —dijo el abuelo Joe, inclinándose ahora para acercarse aún más a Charlie y bajando la voz hasta convertirla en un suave, secreto susurro—. ¡Nadie... sale... nunca!

—¿De dónde? —preguntó Charlie.

—¡Y... nadie... entra... nunca!

—¿A dónde? —gritó Charlie.

—¡A la fábrica de Wonka, por supuesto!

—Abuelo, ¿a qué te refieres?

—Me refiero a los obreros, Charlie.

—¿A los obreros?

—Todas las fábricas —dijo el abuelo Joe— tienen obreros que entran y salen por sus puertas por la mañana y por la noche, excepto la de Wonka. ¿Has visto alguna vez a una sola persona entrar en ese sitio o salir de él?

El pequeño Charlie miró lentamente las cuatro caras que le rodeaban, una después de otra, y todas ellas le miraron a su vez. Eran caras sonrientes y amistosas, pero al mismo tiempo eran caras muy serias. Ninguna de ellas parecía estar bromeando o burlándose de él.

—¿Y bien? ¿La has visto? —preguntó el abuelo Joe.

—Pues... La verdad es que no lo sé, abuelo —tartamudeó Charlie—. Cada vez que paso delante de la fábrica las puertas parecen estar cerradas.

—¡Exactamente! —exclamó el abuelo Joe.

—Pero tiene que haber gente trabajando allí...

—Gente no, Charlie. Al menos, no gente normal.

—Entonces, ¿quién? —gritó Charlie.

—Ajá... Esa es la cosa, ¿comprendes? Ese es otro de los golpes de inteligencia del señor Willy Wonka.

—Charlie, querido —dijo la señora Bucket, que estaba apoyada en la puerta—, es hora de irse a la cama. Ya basta por esta noche.

—Pero mamá, tengo que oír...

—Mañana, cariño...

—Eso es —dijo el abuelo Joe—. Te contaré el resto mañana por la noche.


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