Libros del Rincón


TERMINADA LA OBRA


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TERMINADA LA OBRA, orgulloso y satisfecho, Quetzalcóatl miró a sus hombres. "Son perfectos", pensó. En brazos los levantó y los fue a secar al sol. Horas más tarde, se inclinó sobre ellos y sobre ellos sopló la vida. Y los hombres empezaron a moverse, a estirarse; lentamente se incorporaron, trataron de desdoblarse, y al fin lo consiguieron, se sentaron, abrieron los ojos, miraron, y su mirada era curiosa, dispersa: buscaban con ansiedad, se inquietaban. Quetzalcóatl se estremeció, entendió y se preguntó: "¿Para qué o para quién van a vivir mis hombres? ¿Qué comerán mis hombres?"

Los dioses se miraban a los ojos: había dudas parecidas en los ojos de los dioses, que también se preguntaban:

—¿En dónde y cómo vivirán los hombres?

—¿Qué techos y qué muros habrán de protegerlos?

—¿Qué ropajes vestirán?

—¿Quién los gobernará?

—¿Qué comerán los hombres?

Sentada a un lado del fogón, Quilaztli miraba a través de la ventana las redondas construcciones en donde los xochicalcas guardaban sus mantenimientos. Luego volvió la vista a los muchos cientos de hombres creados por Quetzalcóatl. Preocupada, en voz baja se preguntó:

—¿Dónde encontrarán los hombres suficientes alimentos? ¿Qué comerán los hombres?

Angustiado, el perrito, que presentía y adivinaba, fue y abrió la puerta, escapó, llamó, ladró. Recordó entonces que al pie de la montaña había visto una larga caravana de hormigas coloradas; corrió a buscarlas, las encontró y las sacó de su camino, y a continuación las dirigió a la casa de la diosa Quilaztli. Las siguió con cautela, y al llegar se adelantó, entró, dejó la puerta abierta. Muy pronto apareció la primera pareja de hormigas coloradas: una jalaba y otra empujaba, y las dos pasaron por en medio de los dioses: iban rodando un grano gordo de maíz. ¡Hermoso grano! Ni Quilaztli, ni el nahual, ni los dioses, ni el propio Quetzalcóatl habían visto jamás un grano tan hermoso.

Quetzalcóatl miró aquello y de inmediato redujo su estatura y se convirtió en duende, un duende tan chiquito como las coloradas. Las hormigas se inquietaron, andaban al trote, a toda prisa. Quetzalcóatl las detuvo y les preguntó:

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—¿Querrían decirme, hermanas, de dónde traen ustedes ese grano tan hermoso?

Las hormigas rojizas no contestaron. Hacían como que no escuchaban. Que estaban sordas. Y escaparon.

Quetzalcóatl se apresuró, se acercó a su nahual y le dijo, refiriéndose a los hombres.

—Cuídamelos mucho, a ti te los encargo, nahual. Después salió, corrió y subió a la pirámide, y allí invocó a su dios: Tloque Nahuaque, el que está en todas partes y a todo el mundo mira. Y le rogó, le suplicó que lo dejara convertirse en una hormiguita negra, de esas que son veloces, que van y vienen y se esconden fácilmente. Y el dios le concedió el deseo. Disfrazado de este modo, siguió a las coloradas. En su duro camino, que era muy largo, las tres subieron altas cumbres y montañas, bajaron a los barrancos, atravesaron los pantanos, cruzaron los desfiladeros, y si llovía, porque muchas veces llovía, dormían en las cavernas.

Y así llegaron, a través de un negro túnel, al escondido corazón del Tonacatépetl, que es el cerro adonde llevan las hormigas de este mundo las semillas más sanas, grandes y vigorosas del maíz amarillo, del azul, del colorado; de la mínima chía y de la verde calabaza; del frijol negro, del blanco y del jaspeado; de la papa silvestre; del chile ancho, pero también del largo, del grande y del menudo; del seco, del rojizo, del verde, del amarillo, del negro; de la gentil chilaca; del nanche y de la jícama; de la ciruela, del tejocote, del aguacate y de la tuna rosada, de la tuna amarilla, de la casi morada y de la blanca; de las diversas clases de zapotes; del capulín; del tomate rojo y del tomate verde; del hermoso cacao, generoso regalo de los dioses; del algodón que nace y crece ya pintado de variados colores, y del agave o maguey de mil y una especies.

En el colmo de su felicidad, no sabía el dios qué hacer. Subía y bajaba, iba y venía sin salir de su asombro: ¿Cómo podría llevarse aquello? ¿Qué uso podría darle en beneficio de los hombres? Iba y venía y volvía a venir, y entonces fue y raspó la pulpa de las pencas del maguey, y se quedó con la fibra, y con ella tejió gruesas y largas sogas, y con ellas ató al cerro, trató de llevarlo a cuestas; pero no lo pudo alzar: el cerro se resistía, no se movía: ¿quería quedarse allí? ¿Y sus hombres que lo esperaban? Quetzalcóatl tejió mantas y costales: cosió mantas, llenó mantas y costales de semillas. Y emprendió el regreso a Tamoanchan. En el largo camino concibió grandes y ambiciosos planes; pensaba: "Ya luego vendrá mi primo Nanáhuatl, el purulento; él desgranará el maíz a palos, y traerá cargadores; y cargarán los cargadores las semillas, y se abrirán caminos hacia todos los rumbos, se esponjará la tierra y caerán los granos; y bajarán los dioses de la lluvia: los enanos azules, los enanitos blancos, los enanos amarillos y los enanos rojos que se llaman tlaloques y son hijos de Tláloc, y ayudarán al sol y al viento que él mismo, como Ehécatl que es, se encargará de enviar, y crecerán las plantas y los árboles frutales, y... y... y..."

De regreso a Xochicalco, Quetzalcóatl halló, en la puerta de la Casa de las Flores, a Quilaztli, a los dioses y a su noble y fiel nahual, que en aquella madrugada habían salido a recibirlo. En la cara de todos se miraba la ansiedad con que esperaban conocer el resultado de su viaje. Grandes fueron el asombro y el regocijo cuando Quetzalcóatl les mostró el contenido de sus mantas y costales.

—Pongamos los granos de maíz en los labios de los hombres —propuso de inmediato Tepanquizqui.

—Sí, hagamos vigorosos a los hombres —apoyó, entusiasmado, Tlalamánac.

Al momento se acercaron Tzontémoc, Huictolinqui, Apantecuhtli, Quetzalcóatl y Quilaztli, y así, todos reunidos, realizaron lo propuesto.

Una vez que los hombres hubieron comido, se levantaron; dieron pasos en línea recta, luego en círculo, en seguida en zigzag. Quetzalcóatl, su nahual, la diosa y los dioses, que con gran interés seguían sus movimientos, vieron cómo se detenían, alzaban la vista y se quedaban mirando, con estupor y asombro, cómo por el oriente, entre miles de nubes amarillas, aleonadas y cárdenas, asomaba el sol, y cómo sonreían, y cómo se concentraban, y cómo y con qué ganas, con qué placer, aspiraban y escuchaban, emergiendo de las tupidas ramas de los árboles, el perfume de las flores y el canto de los pájaros.

Ancho, lleno de luz y abierto era el paisaje, como anchos, llenos de luz y abiertos eran y son el corazón y el rostro de los hombres.


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