Libros del Rincón


El hombre atento


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Por más que revisaba en su memoria, aquel hombre no encontraba en su vida un solo momento en que no hubiese estado atento. Atento a todo, plenamente, abiertos los sentidos como si el cuerpo fuese la puerta de entrada al mundo.

No dormía. Apenas probaba bocado. Los ojos siempre despiertos, veían lo que sucedía frente a él y parecían ver con igual claridad lo que pasaba detrás, y de la misma manera, lo que estaba lejos de ellos. Su nariz percibía todos los aromas, descifraba todos los perfumes. Sus oídos distinguían los componentes del silencio, tan bien como los del barullo.

Sentado en una almohada, así prestaba atención, seguro de que en cuanto tuviese conocimiento de todo lo que ocurría, podría saber la organización del mundo. Inmóvil, sin permitir que ninguna perturbadora distracción intentase traspasar su vigilancia con una brecha donde pudiese entrar el desorden.

Y pasados tantos años en idéntica posición, llegó una tarde en que escuchó pasos en la calle, aproximándose a su casa. Como eran muy suaves, supo, que eran pasos de un viejo. Porque se arrastraban lentos, supo que el viejo estaba cansado. Porque nunca los había oído antes, supo que venía de lejos. Y cuando finalmente se detuvieron los pasos frente a su puerta, se preparó para oír los toquidos.

Toc toc, resonaron los golpes en los aposentos. Abrieron los criados, dejando que un viejo entrase con su olor a polvareda y con el calor del sol todavía guardado en los pliegues de sus ropas. Que se refrescase, le dijeron trayéndole una jarra y un tazón.

Justamente se llevaba el viajero el agua a los labios cuando vio al Hombre Atento, que inmóvil en la penumbra, como si ignorase su llegada, se mantenía entregado a su tarea, con los ojos abiertos sin pestañear.

Se aproximó el viajero. El hombre lo miraba, sin dejar de ver más allá y más acá de él, sin dejar que su presencia agitara la transparencia de su concentración. El hombre lo miraba, mudo.

Y el viajero tuvo lástima de él.

Se apartó hacia un lado y los ojos del Hombre no lo acompañaron. Se apartó hacia el otro, y los ojos continuaron fijos hacia el frente. Pero cuando el viajero tomó un ciempiés de una maceta, le bastó al Hombre Atento oírlo caminar sobre aquella mano, para saber que le faltaba una pata. Y cuando retirándose hasta el jardín, el viajero le trajo un camaleón, le bastó ver su color para saber en que rama había permanecido acostado.

Entonces el viajero tomó un espejo de cobre y lo colocó frente a la mirada del Hombre Atento.

En la lustrosa superficie, un rostro pálido como la luna, descolorido por largas sombras, encaró al Hombre Atento. Pero no le bastó al Hombre Atento mirar los ojos en las profundas ojeras y sus blancas sienes, para reconocerse. Pues hacía tantos años que no se veía, que había olvidado su rostro. Y ahora, frente a aquel reflejo, se sorprendía que fuese el suyo, a tal grado, que necesitó levantar su mano para tocarse, asegurándose de que en efecto, la mano que se erguía en el espejo era la misma que le alisaba la barba.

Prestando atención al mundo, había dejado de prestarse atención a sí mismo. Nunca más se había visto, ni siquiera reflejado en el agua. Nunca más se había acariciado la piel. No se había preocupado de contar el tiempo. Pero el tiempo había transcurrido a pesar suyo, y el rostro que creía juvenil ya no existía.

Ahí estaba la brecha, nunca presentida, por donde el desorden habría entrado en el mundo, si él se hubiera controlado tan sólo por un minuto.

Con una voz que hacía tantos años que no oía, el Hombre pidió a los criados que le trajesen un peine. Extendió sus delgados dedos hacia el marfil, y después, por primera ocasión en su vida, se distrajo. Cerrados sus ojos, dejó que la sombra de una sonrisa le tocase su gesto, e inclinando su cabeza hacia atrás, peinó largamente los cabellos que le caían por sus hombros.

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