Libros del Rincón


Una voz entre los arbustos


Graphics

Eran tan pocos en aquella cuadrilla de saltimbanquis, que cuando la joven actriz renunció para casarse con un comerciante, no tuvieron otra persona para que ocupara su lugar.

Queriendo de todas maneras realizar la presentación, cosieron una enorme muñeca de paño, moldearon para ella el más lindo rostro de cera y, después de completarla con la peluca y los trajes de la que había sido la actriz, la sentaron delicadamente en una esquina del escenario.

En la noche, encendidas las velas, comenzado el espectáculo, ¡qué bella parecía! Tan bella, que a pesar de no decir ni hacer nada, el público no tuvo ojos para nadie más.

Había, entre ese público, un grupo de nobles caballeros que habiendo pasado por la plaza a la hora exacta en que el espectáculo se realizaba, se habían detenido para asistir. Y es probable, que volviendo al palacio, les contasen a todos de su fascinación por aquella joven de rara belleza y dulce silencio. Al día siguiente, el Rey, que buscaba una gentil esposa desde hacía mucho, daba órdenes para que se preparara un carruaje y un paje, con el mandato de buscar a la joven, que a partir de ese instante, deseaba para novia.

Salió el carruaje, y apareció el paje delante de las tiendas de los saltimbanquis, que después de escuchar la lectura del pergamino real, se miraron asustados. ¿Quién tendría el valor de contrariar un deseo tan poderoso y mandarle decir al Rey que la bella joven era sólo una muñeca? Era mejor que lo descubriese por sí mismo.

Arreglaron la muñeca, peinaron sus rizos y, con la misma gracia con que la habían colocado en el escenario, la sentaron sobre los cojines del carruaje. El fuete sonó, y partieron veloces dejando en el aire una nube de polvo.

La tarde era calurosa, el palacio estaba lejos, y galopa, galopa, bamboleándose, el cochero, apresado de una gran sed, se detuvo en una posada. El paje se acercó a la ventana del carruaje para preguntar a la doncella —la que él creía estar llevando— si deseaba tomar alguna cosa. Pero, no recibiendo respuesta, atribuyó el silencio al más puro recato, y creyendo mejor no insistir, la dejó sola, yéndose a beber con el cochero.

Bebieron un buen tarro de cerveza. Se bebieron otro. Allá afuera, el sol se abatía sobre el carruaje. Y en el calor sofocante, el bello rostro de cera comenzó a derretirse. Se le alargó la nariz, se le aflojaron las mejillas y las comisuras de la boca. Hasta la frente se le cayó.

Fue así, que cuando el carruaje llegó finalmente al palacio, y el Rey en persona, muy sonriente, abrió la puerta para recibir a su futura esposa, no se encontró con la linda joven que esperaba, sino con una mujer feona, nariguda y pasmada como burro.

Ni siquiera la saludó. Irritado, azotó la puerta y diciéndole al paje que no le había traído la joven encomendada, pero sí a su hermana más fea, ordenó que se la llevasen de regreso y trajesen la que había escogido.

Partió nuevamente el carruaje, nuevamente el paje les comunicó la orden del Rey a los saltimbanquis. Y éstos, sin entender lo que había sucedido, recogieron la muñeca y pidieron una noche de plazo para preparar dignamente a la novia de Su Majestad.

Ocupada la noche en componer el lindo rostro de cera, pusieron de nuevo a la muñeca sobre los cojines, el fuete sonó y la polvareda cubrió al carruaje que partía.

Y galopa y galopa, bamboleándose, otra vez al cochero le dio una gran sed, y al pasar frente a la posada, decidió detenerse para refrescarse la garganta. Por segunda vez, el paje le preguntó a la doncella si deseaba tomar algo fresco, y como en la primera ocasión, no habiendo obtenido respuesta, la dejó sola y se fue a beber con el cochero.

Se bebieron un tarro de cerveza. Y otro. Allá afuera el sol caía sobre el carruaje, el rostro de cera se aflojaba y escurría en el sofocante calor. Pero era tan grande la sed y tan buena la cerveza, que los dos tomaron otro tarro, y ya que estaban bebiendo, aprovecharon para comerse una tajada de jamón.

Con esto, se tardaron más de lo que pretendían. Y al darse cuenta del atraso, rápidamente subieron al pescante y recomenzaron el viaje sin siquiera revisar el estado de su pasajera. Si hubiesen visto, habrían tenido la misma asustada impresión que tuvo el Rey al abrir la puerta, con mucha cortesía. Desplomada sobre los cojines, no estaba la joven, sino una vieja con el rostro todo arrugado, en donde las cejas descendían por encima de los ojos, los ojos desaparecían bajo los párpados, y la nariz le colgaba casi hasta la barbilla.

La furia del Rey pareció no tener límites. No les bastaba con haberle traído a la hermana, ¡he aquí que ahora le traían a la abuela! ¡Bola de asnos! ¡Que fuesen inmediatamente a reparar el error! ¡Y si apreciaban sus cabezas que no regresaran sin cumplir el mandato!

Los saltimbanquis no podían creer que el carruaje estuviese otra vez frente a sus tiendas. Y todavía más difícil de creer fue el estado en que encontraron a la linda muñeca de cera. Pero no había forma de negarse. Otra vez pidieron una noche de plazo. ¡De nuevo compusieron el rostro! Y la muñeca fue dulcemente sentada en los cojines.

Sonó el fuete. Y galopa galopa, bamboleándose, aquella polvareda fue dando lugar a una terrible sed. Cuando el letrero de la posada apareció en una curva del camino, el cochero no dudó, era la hora de detenerse...

Esta vez, sin embargo, mientras bebían y presumían con los otros viajeros de que estaban llevando a la novia del Rey, fueron oídos por la linda hija del posadero. Ella, llena de curiosidad, se deslizó hasta el carruaje y, primero a distancia, después cada vez más cerca, espió hacia adentro, intentando ver a aquella que sería la Reina.

La joven era bastante más lista que el paje, porque le bastó mirar a la muñeca para saber del engaño que estaba ocurriendo. Y engaño por engaño, tuvo una audaz idea. Sin ser vista, arrastró a la muñeca hacia atrás de un establo, cambió sus ropas por las de ella, cubrió con la peluca de rizos sus propios cabellos y, de inmediato, se sentó sobre los cojines.

Apenas a tiempo. Ya los dos bribones salían de la posada, y pronto las patas de los caballos levantaban el polvo, llevando el carruaje rumbo a palacio.

Cuánta alegría, en esta ocasión, tuvo el recibimiento del Rey. Sí, los nobles caballeros, habían dicho la verdad, ahí estaba la más bella de las jóvenes. La más delicada. La más silenciosa. Ahí estaba la esposa que tanto había buscado.

De hecho, la joven de la posada desempeñaba con perfección su papel. Lenta y gentil en los gestos, sólo abría la boca de vez en cuando para sonreír, sin pronunciar una sola palabra. Sólo movía la cabeza, cubría sus labios con los dedos, y parecía que estaba apenas un poco más viva que la muñeca.

Y la corte, encantada con una joven tan discreta, comenzó los preparativos para la gran fiesta de la boda.

Tanto silencio, mientras tanto, le pesaba a la naturaleza alegre de la muchacha que, muda en las cenas y callada en las recepciones, se transformaba en una parlanchina en cuanto entraba en sus aposentos. A decir verdad, era donde pasaba la mayor parte de su tiempo, como era propio de una novia. Y para que ninguna comodidad le faltase, su futuro esposo le había destinado salones y cuartos que daban a un pequeño jardín, cercado por altos muros. Allí, la joven conversaba sola, o le contaba a las flores y a los pájaros aquello que llevaba en el alma.

Y sucedió que una mañana, pasando junto al muro que por fuera ni se notaba por tantas hierbas y arbustos que lo cubrían, el Rey escuchó un poco de conversación con una ardilla. Que era una ardilla, él no podía saberlo. Pero pronto supo que aquella voz le transmitía un dulce bienestar, siendo la más agradable de cuantas jamás había escuchado.

Al día siguiente, el Rey volvió al mismo lugar en busca de esa dulzura.

Al principio se interesaba solamente por el sonido. Sin embargo, con el pasar del tiempo, comenzó a fijarse en las palabras, sorprendiéndose con la belleza y el acierto de aquellos discursos que parecían brotar de entre los árboles.

Se sentaba en la mañana cerca del muro. Se sentaba en la tarde al lado de la novia. Y a medida que se encantaba por la desconocida voz, comenzaba a parecerle más enfadosa aquella que lo había conquistado por su silencio.

Casi sin sentir, comenzó a dirigirle, preguntas, a motivarla para que platicaran. Pero ella, pensando que se trataba de una trampa para comprobar su capacidad de callar, se abstenía de responder, o si lo hacía, era apenas con un brevísimo, sí o un rápido no.

El Rey se irritaba con tanta obstinación. La joven se irritaba con tanta insistencia. Y por la noche, en su cuarto, empapaba la almohada con sus lágrimas, preguntándose cómo podía ser tan infeliz, si era la novia del Rey.

Mientras esto sucedía, se acercaba el día de la boda.

Ahora todos trabajaban únicamente para apresurar la fiesta. Los ebanistas martillaban y serruchaban armando los tablados de las danzas, las costureras no tenían tiempo ni de soltar sus agujas, los floristas entrelazaban guirnaldas. Y rápido los cocineros comenzaron a matar a los lechones, a descuartizar las piezas de caza, a asar, hervir, preparar las enormes viandas. Hasta que todo quedó listo, y amaneció el tan esperado día.

Repicaron las campanas, sonaron las trompetas. La novia con sus largos velos y el novio con su gran manto, dejaron sus aposentos, cada uno acompañado de su séquito. Debieron haberse encontrado solamente, en la catedral, pero quiso la suerte que antes de salir del palacio se encontrasen uno con otro a la mitad de un corredor.

Se detuvo el Rey por un instante, pensando en la voz que habitaba en su corazón; se detuvo la joven por un instante, pensando en el largo silencio que le esperaba. Y ya iba el Rey a retomar el paso, cuando notó que la joven avanzaba en su dirección, y para su gran sorpresa, la vio abrir la boca y hablar.

Poco importaba que ella dijera que no quería casarse con é1, que ya no aguantaba más, que estaba cansada de fingir, que necesitaba hablar y ser oída. Poco importaba que las lágrimas le llenasen los ojos y que los cortesanos escuchasen, espantados. Sólo importaba el sonido de aquella voz, al fin reconocida, voz tan dulce a sus oídos, y que él sabía capaz de otras muchas palabras.

En la calle, la multitud que esperaba hacía tiempo, vio finalmente un temblor de plumas avanzando bajo la gran puerta del palacio y un ondular de estandartes. Las madres levantaron a sus hijos pequeños para que pudiesen mirar, los hombres se quitaron los sombreros para agitarlos en lo alto. Y bajo los vivas del pueblo, los novios salieron sonrientes, a la cabeza del cortejo.

Graphics


[ Inicio de Documento ]
[ Tabla de Contenido ][ Previo ][ Nivel Superior ][ Siguiente ]Busca, ...y ¡encuentra!