Libros del Rincón


Dos


El Manchas levantó la cabeza y comenzó a gruñir.

—«Quieto, amigo, no te enojes. Te voy a dar de comer»

—dijo el hombre.

Cuando lo separaron del niño quedó completamente aturdido, vacío, como si le hubieran quitado parte de su vida.

Y ahora gruñía todo el tiempo.

No era un gruñido feroz, de alguien que está muy enojado, sino un gruñido quedito, permanente, una especie de queja, de alguien que está muy triste.

Porque él era una especie de prolongación de aquel niño.

Había otros seres, quizás, seres amables a los que el Manchas alguna vez les movió la cola con gentileza, con cierta condescendencia, pero en realidad, sólo Javi existió desde el primer momento.

Javi tomándolo en los brazos cuando era un cachorrito, Javi dándole de comer. Javi llamándolo por su nombre.

Su nombre: el Manchas...

¡Cómo lo conocía!,

pero sólo parecía sonar cuando Javi lo pronunciaba, dicho así de un modo cariñoso, suave, diferente.

Cuando Javi se iba era la ausencia.

Su vida convertida en una espera.

Dormir y soñar hasta que de pronto...

los pasos... el olor inconfundible... lo inundaban de una alegría súbita y furiosa... la vida que volvía otra vez...

Y ahora...

¿Dónde estaba?

¿Dónde había quedado su olor?

¿Dónde había perdido el eco de sus pasos?

No podía encontrar el espacio de su cuerpo, el sonido de su voz.

A su alrededor bullía la gente.

Incluso se dirigían a él.

Estaba aquel hombre tratando de ser amable.

Pero él no escuchaba.

No era su voz.

Estaba solo.

Solo.

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