Libros del Rincón


7. Momo busca a sus amigos y se encuentra con un enemigo


—NO sé —dijo Momo un día—, me da la impresión de que nuestros viejos amigos vienen cada vez menos a verme. A algunos hace tiempo que no los he visto.

Gigi Cicerone y Beppo Barrendero estaban sentados a su lado en los escalones de piedra cubiertos de hierba, y miraban la puesta de sol.

—Sí —opinó Gigi, pensativo—, a mí me ocurre lo mismo. Cada vez son menos los que escuchan mis historias. Ya no es como antes. Pasa algo.

—Pero, ¿qué? —preguntó Momo.

Gigi se encogió de hombros y borró con saliva, pensativo, unas letras que había escrito en una vieja pizarra. El viejo Beppo, había encontrado la pizarra hacía algunas semanas en un cubo de basura y se la había traído a Momo. Claro que ya no era demasiado nueva y tenía una gran raja en el medio, pero todavía se podía aprovechar. Desde entonces, Gigi le enseñaba a Momo, cada día, cómo se escribía ésta o aquella letra. Y como Momo tenía muy buena memoria, a esas alturas ya sabía leer bastante bien. Sólo fallaba un poco todavía en la escritura.

Beppo Barrendero, que había reflexionado sobre la pregunta de Momo, asintió lentamente y dijo:

—Sí, es verdad. Se acerca. En la ciudad está ya en todos lados. Ya hace tiempo que vengo observándolo.

—¿El qué? —preguntó Momo.

Beppo pensó un rato, para responder entonces:

—Nada bueno.

Al cabo de otro rato añadió:

—Empieza a hacer frío.

—¡Qué va! —dijo Gigi, y rodeó con su brazo, consolador, los hombros de Momo—. Cada vez vienen más niños.

—Precisamente por eso —dijo Beppo—. Precisamente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Momo.

Beppo reflexionó largo rato y contestó, finalmente:

—No vienen por nosotros. Sólo buscan un refugio.

Los tres bajaron la mirada al centro del anfiteatro, cubierto de hierba, donde varios niños jugaban a un nuevo juego de pelota que se acababan de inventar esa tarde.

Había entre ellos algunos de los viejos amigos de Momo: el chico de las gafas, que se llamaba Paolo, la niña María con su hermanito Dedé, el niño gordo de la voz aguda, cuyo nombre era Massimo, y el otro chico, que siempre parecía un poco dejado y se llamaba Blanco. Pero había, además, otros niños, que hacía pocos días que venían, y un niño más pequeño, que hoy había venido por primera vez. Parecía verdad lo que había dicho Gigi: cada día eran más.

En el fondo, a Momo le habría gustado poder alegrarse por ello. Pero la mayoría de esos niños simplemente no sabían jugar. Se limitaban a sentarse, aburridos, y miraban a Momo y a sus amigos. A veces molestaban, porque sí, y lo estropeaban todo. No pocas veces había gritos y peleas. Eso no duraba mucho rato, porque la presencia de Momo también hacía efecto en estos niños, que pronto empezaban a tener sus propias ideas y a jugar con entusiasmo. Pero cada día había niños nuevos, que venían incluso de barrios lejanos. De modo que todo volvía a empezar de nuevo porque, como es sabido, muchas veces basta con un solo aguafiestas para estropearlo todo.

Y había una cosa más que Momo no acababa de entender. Había empezado hacía muy poco. Cada vez era más frecuente que los niños trajeran toda clase de juguetes con los que no se podía jugar de verdad, como, por ejemplo, un tanque de mando a distancia, que se podía hacer dar vueltas, pero que no servía para nada más. O un cohete espacial, que daba vueltas alrededor de una torre, pero con el que no se podía hacer nada más. O un pequeño robot, que se paseaba con los ojos encendidos y giraba la cabeza a uno y otro lado, pero que no se podía aprovechar para nada más.

Está claro que eran juguetes muy caros, como nunca los habían tenido los amigos de Momo, y no digamos la propia Momo. Sobre todo, esas cosas eran tan perfectas hasta el menor detalle, que uno no se podría imaginar nada. De modo que los niños se sentaban durante horas y miraban atentos y, al mismo tiempo aburridos, una de esas cosas que corría por ahí, daba vueltas o se paseaba, pero no se les ocurría nada. Por eso acababan volviendo a sus viejos juegos, para los que les bastaban un par de cajas, un mantel roto o un puñado de guijarros. Entonces podían imaginárselo todo.

Había algo que impedía que esa tarde el juego saliera bien. Los niños dejaban de jugar uno a uno, hasta que al final todos estaban sentados alrededor de Gigi, Beppo y Momo. Esperaban que, con un poco de suerte, Gigi comenzara a contar una historia. Porque el niño pequeño que hoy había venido por primera vez, se había traído una radio portátil. Estaba sentado un poco aparte de los demás y había puesto el aparato a todo volumen. Era una emisión de publicidad.

—¿No podrías poner esa tontería un poco más bajo? —preguntó el niño un poco dejado, que se llamaba Blanco, en tono amenazador.

—No te entiendo —dijo el niño extraño con una mueca—, mi radio está demasiado alta.

—¡Bájala en seguida! —dijo Blanco, mientras se levantaba.

El otro niño se puso un tanto pálido, pero contestó, tozudo:

—Ni tú ni nadie tiene que mandarme nada. Puedo poner mi radio tan alto como quiera.

—Tiene razón —dijo el viejo Beppo—. No podemos prohibírselo. En todo caso se lo podemos pedir.

Blanco volvió a sentarse.

—Que se vaya a otro sitio —dijo, amargado—. Lleva toda la tarde estropeando todo.

—Su razón tendrá —contestó Beppo, mientras miraba al niño nuevo con amabilidad y atención a través de sus pequeñas gafas—. Seguro que la tiene.

El niño nuevo calló. Después de un instante bajó su radio y miró a otro lado.

Momo fue hacia él y se sentó, callada, a su lado . El niño apagó la radio.

Durante un ratito hubo silencio.

—Cuéntanos algo, Gigi —pidió uno de los niños nuevos.

—¡Sí, por favor! —gritaron los demás—. Un cuento divertido.

—No, una historia de aventuras.

—No, una historia de risa.

Pero Gigi no quería. Era la primera vez que pasaba.

—Preferiría —dijo finalmente—, que vosotros me contaseis algo a mí, sobre vosotros y vuestras casas, lo que hacéis y por qué venís aquí.

Los niños se quedaron callados. Sus caras, de repente, se habían puesto tristes.

—Ahora tenemos un coche muy bonito —dijo por fin uno de ellos—. El sábado, cuando mi mamá y mi papá tienen tiempo, lo lavan. Si he sido bueno, también me dejan ayudarlos. Más adelante yo también quiero tener un coche así.

—Yo —dijo una niña pequeña —, yo puedo ir cada día al cine sola, si quiero. Allí piensan que estoy bien guardada, porque ellos no tienen tiempo para ocuparse de mí.

Después de una breve pausa añadió:

—Pero no quiero estar guardada. Por eso vengo aquí a escondidas, y me guardo el dinero. Cuando tenga bastante dinero me compraré un billete para ir al país de los siete enanitos.

—¡Eres tonta! —dijo otro niño—.Si no existen.

—¡Sí que existen!— dijo, tozuda, la niña—. Lo he visto incluso en un folleto de viajes.

—Yo ya tengo once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas veces quiero. Antes me contaba cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero ahora no está nunca. O está cansado y no tiene ganas.

—¿Y tu mamá? —preguntó María.

—También está fuera todo el día.

—Sí —dijo María—, en mi casa pasa igual. Pero por suerte tengo a Dedé, —y le dio un beso a su hermanito, que estaba sobre su falda—. Cuando vuelvo del colegio, caliento la comida que nos han dejado. Entonces hago mis deberes. Y entonces... —se encogió de hombros—, bueno, entonces nos vamos a pasear, hasta que oscurece. Casi siempre venimos aquí.

Todos los niños asintieron, porque más o menos les ocurría lo mismo a todos.

—En realidad me alegro —dijo Blanco, aunque no parecía nada alegre—, de que mis padres no tengan tiempo para mí. Porque si no, empiezan a pelearse y me pegan.

De repente se dirigió hacia ellos el niño de la radio y dijo:

—Pues a mí me dan mucho más dinero que antes.

—¡Claro! —contestó Blanco—. Lo hacen para librarse de nosotros. Ya no nos quieren. Pero tampoco se quieren a sí mismos. Nada les gusta ya. Eso creo.

—¡Eso no es verdad! —gritó, airado, el niño nuevo—. Mis padres me quieren mucho. No es culpa de ellos que ya no tengan tiempo. Por eso me han regalado la radio portátil. Es muy cara. Eso es una prueba, ¿no es verdad?

Todos callaron.

Y de pronto este niño, que durante toda la tarde había sido un aguafiestas, empezó a llorar. Intentó ocultarlo y se frotó los ojos con los puños sucios, pero las lágrimas corrían en rayas claras por sus mejillas manchadas.

Los demás niños le miraban comprensivamente o miraban al suelo. Ahora lo entendían. En realidad, todos estaban en el mismo caso. Todos se sentían dejados en la estacada.

—Sí —volvió a decir el viejo Beppo después de un rato—, empieza a hacer frío.

—Puede que pronto ya no me dejen venir —dijo Paolo, el niño de las gafas.

—¿Y por qué? —preguntó Momo, sorprendida.

—Mis padres dicen —explicó Paolo—, que no sois más que gandules y vagos que perdéis el tiempo. Y por eso tenéis tanto. Y porque hay demasiados como vosotros, los demás tienen cada vez menos tiempo. Y yo no tengo que volver por aquí, porque si no me volveré como vosotros.

Volvieron a asentir algunos niños, a los que también habían dicho ya cosas parecidas.

Gigi miró a los niños de uno en uno.

—¿Acaso creéis eso de nosotros? ¿O por qué venís?

Después de un corto silencio dijo Blanco:

—A mí me da igual. Cuando sea mayor seré un bandido, dice siempre mi padre. Yo estoy de vuestro lado.

—¿Ah, sí? —preguntó Gigi, alzando las cejas—. ¿Así que vosotros también nos tenéis por vagos y maleantes?

Los niños miraron al suelo, confusos. Finalmente, Paolo miró a Beppo a la cara.

—Mis papás no dicen mentiras —dijo en voz baja. Y preguntó, en voz más baja todavía—: ¿No lo sois?

Entonces el barrendero se estiró en toda su altura, no demasiado grande, levantó tres dedos y dijo:

—Nunca, jamás en mi vida le he hecho perder a nadie ni un poquito de tiempo. ¡Lo juro!

—Yo tampoco —añadió Momo.

—Yo tampoco —dijo Gigi, serio.

Los niños callaron impresionados. Ninguno de ellos dudaba de las palabras de los tres amigos.

—Voy a deciros algo más —prosiguió Gigi—. Antes ,a la gente le gustaba venir a ver a Momo, para que les escuchara. Se encontraban a sí mismos, ¿entendéis lo quiero decir? Pero ahora, eso ya no les importa. Antes, a la gente también le gustaba venir a escucharme. Se olvidaban de sí mismos. Eso tampoco les importa mucho. Dicen que ya no tienen tiempo para esas cosas. Para otros tampoco tienen tiempo ya. ¿Os dáis cuenta? Resulta curioso ver para qué no tienen tiempo ya.

Entrecerró los ojos y asintió con la cabeza.

—Hace poco me encontré en la ciudad con un viejo conocido, un barbero. Se llama Fusi. Hacía tiempo que no veía ya y casi no le reconocí, de tan cambiado que estaba, nervioso, gruñón. Antes era un tipo agradable, cantaba muy bien y tenía sus propias ideas sobre las cosas. Pero, de repente, ya no tiene tiempo para ello. El hombre ya no es más que la sombra de sí mismo, ya no es Fusi, ¿entendéis? Si sólo fuera él, pensaría que se había vuelto un poco loco. Pero dondequiera que se mira, se ve gente igual. Y cada vez son más. Ahora les toca a nuestros viejos amigos. Me pregunto si hay una locura contagiosa.

—Seguro —asintió el viejo Beppo—, tiene que ser una especie de contagio.

—Entonces —dijo Momo, asustada— tenemos que ayudar a nuestros amigos.

Esa noche estuvieron todos juntos discutiendo mucho rato qué podrían hacer. Pero no sabían nada de los hombres grises y su incansable actividad.

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Durante los días siguientes, Momo se dedicó a buscar a sus viejos amigos para saber qué pasaba con ellos y por qué ya no iban a verla.

En primer lugar fue a ver a Nicola, el albañil. Conocía bien la pequeña buhardilla en la que vivía. Pero no estaba. Los demás habitantes de la casa sólo sabían que ahora trabajaba en uno de los barrios nuevos, al otro lado de la ciudad, y que ganaba un montón de dinero. Pocas veces volvía a casa y, cuando volvía, solía ser muy tarde. Con frecuencia no estaba del todo sereno y resultaba bastante difícil entenderse con él.

Momo decidió esperarle. Se sentó en la escalera, delante de la puerta de su habitación. Iba oscureciendo, y Momo se durmió.

Debía de ser muy tarde cuando la despertaron unos ruidosos pasos vacilantes y un canto turbio. Era Nicola, que oscilaba escaleras arriba. Cuando vio a la niña, se paró, sorprendido.

—¡Eh, Momo! —dijo, y estaba claro que le turbaba el que lo viera en ese estado—. ¿Todavía vives? ¿Qué haces por aquí?

—Te espero a ti.

—¡Mira qué chica! —dijo Nicola, mientras agitaba sonriente la cabeza—. Viene aquí, en medio de la noche, para ver a su viejo amigo Nicola. Sí, hace tiempo que tenía ganas de ir a verte, pero no tenía tiempo para esos asuntos... particulares.

Se sentó pesadamente al lado de Momo, en las escaleras.

—No sabes todo lo que está pasando, niña. Ya no es como antes. Los tiempos cambian. Allí, donde estoy ahora, se trabaja a otro ritmo. De todos los diablos. Cada día levantamos un piso entero, uno después de otro. Es distinto de antes. Todo está perfectamente organizado, ¿sabes? Hasta el último detalle...

Siguió hablando, y Momo le escuchaba atentamente. Cuanto más lo hacía, menos entusiasmado hablaba. De repente calló y se pasó las callosas manos por la cara.

—No estoy diciendo más que tonterías —dijo, tristemente, de pronto—. Ves, Momo, otra vez he bebido demasiado. Lo confieso. Muchas veces bebo demasiado, ahora. Si no, no puedo soportarlo. Va contra la conciencia de un albañil honrado. Demasiada arena en el mortero, ¿entiendes? Aquello aguantará cuatro, cinco años, y después se derrumbará con sólo que alguien tosa. Chapuzas, no son más que chapuzas. Eso no es lo peor. Lo peor son las casas que hacemos. Eso no son casas, eso son... eso son... almacenes de gente. Se le revuelve a uno el estómago. Pero, ¿a mí qué me importa? A mí me pagan y ya está. Los tiempos cambian. Antes era diferente, y me sentía orgulloso cuando hacíamos un trabajo bien hecho. Pero ahora... Algún día, cuando haya ganado bastante, dejaré mi trabajo y me dedicaré a otra cosa.

Dejó colgar la cabeza y miró, triste, ante sí. Momo no dijo nada, sólo le escuchaba.

—Quizá sería bueno —siguió Nicola al cabo de un ratito— que fuera a verte y te lo contara todo. De verdad que debería hacerlo. Digamos mañana mismo, ¿vale? ¿O pasado mañana? Bueno, ya veré cómo me las arreglo. Pero seguro que iré. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Momo contenta. Y entonces se separaron, porque ambos estaban muy cansados.

Pero Nicola no fue ni al día siguiente ni al otro. No fue. Puede ser que realmente no tuviera tiempo nunca.

A continuación, Momo fue a ver al tabernero Nino y a su gorda mujer. La vieja casita, con el encalado sucio por la lluvia y el emparrado delante de la puerta, estaba en el límite de la ciudad. Como antes, Momo pasó por detrás, por la puerta de la cocina. Estaba abierta, de modo que Momo pudo oír desde lejos que Nino y su mujer Liliana estaban en medio de una agria discusión. Liliana estaba manejando las ollas y cacerolas sobre el fogón. Su gorda cara relucía de sudor. Nino hablaba, gesticulando mucho, a su mujer. En un rincón estaba el bebé en un capazo y lloraba.

Momo se sentó en silencio al lado del bebé. Lo tomó sobre sus rodillas y le acunó hasta que se calló. Los esposos interrumpieron su discusión y miraron al rincón.

—Ah, Momo, eres tú —dijo Nino con una breve sonrisa—. Qué agradable es volver a verte.

—¿Quieres algo de comer? —preguntó Liliana, un tanto brusca.

Momo negó con la cabeza.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Nino, nervioso—. De verdad que ahora no tenemos tiempo para ti.

—Sólo quería preguntar —contestó Momo, en voz baja— por qué hace tanto tiempo que no venís a verme.

—No lo sé —dijo Nino, irritado—. Tenemos otras preocupaciones ahora.

—Sí —dijo Liliana, haciendo repiquetear las ollas—, ahora tiene otras preocupaciones. ¿Te acuerdas de aquellos viejos, Momo, que antes siempre se sentaban en la mesa de la esquina? ¡Los ha echado! ¡Los ha echado a la calle!

—¡Eso no es verdad! —se defendió Nino—. Les he pedido, amablemente, que se buscaran otra taberna. Como tabernero tengo derecho a hacerlo.

—¡El derecho, el derecho! —replicó Liliana, excitada—. No se hace una cosa así. Es inhumano y cruel. Sabes exactamente que no encontrarán otra taberna. Aquí no molestaban a nadie.

—Claro que no molestaban a nadie —gritó Nino—. Porque no venían parroquianos decentes y pagadores mientras estaban aquí esos tíos sucios y barbudos. ¿Crees que a la gente le gusta ver algo así? Y con el único vaso de vino tinto que cada uno de ellos podía permitirse cada noche no podíamos ganar nada. Así no hubiéramos llegado a ningún lado.

—Hasta ahora nos las habíamos arreglado bastante bien —contestó Liliana.

—¡Hasta ahora, sí! —contestó Nino con vehemencia—. Pero sabes muy bien que no podemos seguir así. El propietario me ha subido el alquiler. Tengo que pagar un tercio más que antes. Todo sube. ¿De dónde quieres que saque el dinero si convierto mi taberna en un asilo para viejos chochos? ¿Por qué tengo que cuidar de los demás? A mí tampoco me cuida nadie.

La gorda Liliana puso una olla en el fogón con tal vehemencia que resonó como un trueno.

—Te voy a decir una cosa —gritó, mientras apoyaba las manos en sus anchas caderas—. Entre esos viejos chochos, como tú los llamas, está también mi tío Ettore. Y no tolero que insultes a nadie de mi familia. Es un hombre bueno y honrado, aun cuando no tenga dinero como tus otros parroquianos.

—Ettore puede volver —replicó Nino con gesto magnánimo—. Se lo dije. Le dije que podía quedarse, si quería. Pero no quiso.

—Claro que no quiere, sin sus viejos amigos. ¿Tú qué te crees? ¿ Acaso ha de quedarse solo, allí, en un rincón?

—¿Y qué le voy a hacer? —gritó Nino—. No tengo ganas de gastar mi vida como mísero tabernero, sólo por cuidar a tu viejo tío Ettore. Yo también quiero ser alguien. ¿Es un crimen eso? Quiero darle un poco de movimiento a este local. Y no lo hago sólo por mí. También lo hago por ti y por nuestro hijo. ¿Es que no puedes entenderlo, Liliana?

—No —dijo Lillana con dureza—, si ha de ser con crueldad, si ya empieza así, no. Entonces me iré cualquier día. Haz lo que quieras.

Tomó el bebé de brazos de Momo y salió de la cocina.

Nino no dijo nada durante un buen rato. Encendió un cigarrillo y le daba vueltas entre los dedos.

Momo le miraba.

—Está bien —dijo finalmente—, eran tipos amables. Me gustaban. ¿Sabes, Momo?, a mí mismo me sabe mal que... ¿pero qué quieres que haga? Los tiempos cambian.

—Puede que Liliana tenga razón —prosiguió al cabo de un momento—. Desde que no están los viejos, el local se me hace extraño. Frío, ¿entiendes? Ni yo mismo lo aguanto ya. La verdad es que no sé qué debo hacer. Todos lo hacen así hoy en día. ¿Por qué tengo que ser diferente yo? ¿ O crees que debo serlo?

Momo asintió imperceptiblemente.

Nino la miró y también asintió. Entonces, ambos sonrieron.

—Qué bien que hayas venido —dijo Nino—. Ya había olvidado lo que decíamos antes, en casos como éste: ¡Ve con Momo! Ahora volveré, con Liliana. Pasado mañana es nuestro día de descanso, e iremos a verte. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Momo.

Después, Nino le dio una bolsa llena de manzanas y naranjas, y Momo se fue a su casa.

Y Nino y su gorda mujer efectivamente fueron. También llevaron al bebé y una cesta llena de cosas ricas.

—Imagínate, Momo —dijo Liliana, radiante—, Nino ha ido a ver al tío Ettore y a los demás viejos, uno a uno, se ha disculpado y les ha pedido que vuelvan.

—Sí —dijo Nino sonriente, mientras se rascaba la oreja—, vuelven a estar todos. Supongo que mi taberna no se convertirá en gran cosa, pero vuelve a gustarme.

Rió, y su mujer dijo:

—Ya sobreviviremos, Nino.

Fue una tarde muy bonita y, cuando al final se fueron, prometieron volver pronto.

Y así, Momo fue a ver, uno tras otro, a sus viejos amigos. Fue a ver al carpintero, el que una vez le hizo la mesa y las sillas de unas cajas. Fue a ver a las mujeres que

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le habían regalado la cama. En resumen, vio a todos a los que antes había escuchado, y que por ello se habían vuelto sabios, decididos o contentos. Todos prometieron volver. Algunos no cumplieron su promesa o no pudieron cumplirla, porque no tenían tiempo. Pero muchos amigos realmente volvieron, y casi volvió a ser como antes.

Sin saberlo, Momo se había cruzado en el camino de los hombres grises. Y esto no podían permitirlo.

Poco tiempo después —era una tarde especialmente calurosa— Momo encontró una muñeca en las escaleras laterales del anfiteatro.

Ya había pasado varias veces que los niños olvidaban y dejaban tirado alguno de aquellos juguetes caros, con los que no se podía jugar de verdad. Pero Momo no recordaba haber visto esa muñeca a ninguno de los niños. Y seguro que se hubiera fijado, porque era una muñeca muy especial.

Era casi tan grande como la propia Momo y reproducida con tal verismo, que se la hubiera tomado por una persona pequeña. Pero no parecía un niño o un bebé, sino una damisela elegante o un maniquí de escaparate. Llevaba un vestido rojo de falda corta y zapatitos de tacón.

Momo la miraba fascinada. Cuando al cabo de un rato la tocó con la mano, la muñeca agitó un par de veces los párpados, movió la boca y dijo con voz rara, como si saliera de un teléfono:

—Hola. Soy Bebenín, la muñeca perfecta.

Momo se retiró asustada, pero entonces contestó, casi sin querer:

—Hola; yo soy Momo.

De nuevo, la muñeca movió los labios y dijo:

—Te pertenezco. Por eso te envidian todos.

—No creo que seas mía —dijo Momo—. Más bien creo que alguien te habrá olvidado.

Tomó la muñeca y la levantó. Entonces se movieron de nuevo los labios y dijo:

—Quiero tener más cosas.

—¿Ah, sí? —contestó Momo, y reflexionó—. No sé si tendré algo que te vaya bien. Pero espera, que te enseñaré mis cosas y podrás decir qué te gusta.

Tomó la muñeca y pasó con ella por el agujero de la pared hasta su habitación. De debajo de la cama sacó una caja con toda suerte de tesoros y la puso delante de Bebenín.

—Toma —dijo—, es todo lo que tengo. Si hay algo que te gusta, no tienes más que decirlo.

Y le enseñó una bonita pluma de pájaro, una piedra de muchos colores, un botón dorado y un trocito de vidrio de color.

La muñeca no dijo nada y Momo la empujó.

—Hola —sonó la muñeca—. Soy Bebenín, la muñeca perfecta.

—Sí —dijo Momo—, ya lo sé. Pero querías escoger algo. Aquí tengo una bonita casa de caracol. ¿Te gusta?

—Te pertenezco —contestó la muñeca—. Por eso te envidian todos.

—Eso ya lo has dicho —dijo Momo—. Si no quieres ninguna de mis cosas, podríamos jugar, ¿vale?

—Quiero tener más cosas —repitió la muñeca.

—No tengo nada más —dijo Momo. Tomó la muñeca y volvió a salir al aire libre. Allí sentó a la perfecta Bebenín en el suelo y se colocó enfrente.

—Vamos a jugar a que vienes de visita —propuso Momo.

—Hola —dijo la muñeca—, soy Bebenín, la muñeca perfecta.

—Qué amable de venir a verme —contestó Momo—. ¿De dónde viene usted, señora mía?

—Te pertenezco —prosiguió Bebenín—. Por eso te envidian todos.

—Escucha —dijo Momo—, así no podemos jugar, si siempre dices lo mismo.

—Quiero tener más cosas —contestó la muñeca, mientras pestañeaba.

Momo lo intentó con otro juego, y cuando éste también fracasó, con otro, y otro, y otro más. Pero no salía bien. Si la muñeca por lo menos no hubiera dicho nada, Momo habría podido contestar por ella, y habría resultado la conversación más bonita. Pero precisamente por hablar, Bebenín impedía cualquier diálogo.

Al cabo de un rato, Momo tuvo una sensación que no había sentido nunca antes. Y porque le era completamente nueva, tardó en darse cuenta de que era aburrimiento.

Momo no sabía qué hacer. Le habría gustado dejar tirada la muñeca perfecta y jugar a otra cosa, pero por alguna razón desconocida no podía separarse de ella.

Así que, al final, Momo estaba sentada y miraba fijamente la muñeca que, a su vez, miraba a Momo con sus ojos azules, vidriosos, como si se hubieran hipnotizado mutuamente.

Momo por fin apartó la vista de la muñeca y se asustó un poco. Porque muy cerca había un elegante coche gris ceniza, de cuya llegada no se había dado cuenta. Dentro del coche había sentado un hombre que llevaba un traje de color de telaraña, un bombín gris en la cabeza y que fumaba un pequeño cigarro gris. También su cara era cenicienta.

El hombre debía de haberla observado durante un buen rato, porque miró a Momo con una sonrisa. Y aunque esa tarde era tan calurosa que el aire ondulaba bajo el sol, Momo de repente sintió unos escalofríos.

En esto, el hombre abrió la portezuela del coche, se apeó y fue hacia Momo. En la mano llevaba una cartera de color gris plomo.

—Qué muñeca tan bonita tienes —dijo con una voz sorprendentemente monótona—. Todos tus amiguitos te la envidiarán.

Momo sólo se encogió de hombros y se calló.

—Seguro que ha sido muy cara, ¿no? —continuó el hombre gris.

—No lo sé —murmuró Momo con timidez—, la he encontrado.

—¡Qué cosas! —respondió el hombre gris—. Me parece que eres muy afortunada.

Momo volvió a callar y se arrebujó más en su chaquetón demasiado grande. El frío aumentaba.

—Pero no tengo la impresión —dijo el hombre gris con una minúscula sonrisa— de que estés demasiado contenta, pequeña.

Momo agitó un poco la cabeza. Le parecía que de pronto había desaparecido toda la alegría del mundo, como si jamás hubiera existido. Y todo lo que había tornado por alegría no hubieran sido más que imaginaciones. Pero al mismo tiempo sintió que algo la avisaba.

—Te he estado observando todo un rato —continuó el hombre gris—, y me parece que no sabes cómo hay que jugar con una muñeca tan fabulosa. ¿Quieres que te enseñe?

Momo miró sorprendida al hombre y asintió.

—Quiero tener más cosas —sonó de repente la muñeca.

¿Lo ves, pequeña? —dijo el hombre gris—, ella misma lo está diciendo. Con una muñeca tan fabulosa no se puede jugar igual que con otra cualquiera, esto está claro. Tampoco está hecha para eso. Hay que ofrecerle algo, si uno no quiere aburrirse con ella. Fíjate, pequeña.

Fue hacia su coche y abrió el maletero.

—En primer lugar —dijo—, necesita muchos vestidos. Aquí tenemos, por ejemplo, un precioso vestido de noche.

Lo sacó del coche y lo tiró hacia Momo.

—Y aquí hay un abrigo de pieles de visón auténtico. Y aquí una bata de seda. Y un traje de tenis. Y un equipo de esquí. Y un traje de baño. Y un traje de montar. Un pijama. Un camisón. Un vestido. Y otro. Y otro. Y otro...

Iba tirando todas estas cosas entre Momo y la muñeca, donde poco a poco se formaba una montaña.

—Bueno —dijo, y volvió a sonreír tímidamente—, con esto ya podrás jugar un buen rato, ¿no es verdad, pequeña? Pero al cabo de unos días también esto se vuelve aburrido, ¿no crees? Pues bien, entonces tendrás que tener más cosas para tu muñeca.

De nuevo se inclinó sobre el maletero y tiró cosas hacia Momo.

—Aquí hay, por ejemplo, un bolso pequeñito de piel de serpiente, con un lápiz de labios pequeñito y una polvera de verdad, dentro. Aquí hay una pequeña cámara fotográfica. Aquí una raqueta de tenis. Aquí un televisor de muñecas, que funciona de verdad. Aquí una pulsera, un collar, pendientes, un revólver de muñecas, medias de seda, un sombrero de plumas, un sombrero de paja, un sombrerito de primavera, palos de golf, frasquitos de perfume, sales de baño, desodorantes...

Hizo una pausa y miró, expectante, a Momo, que estaba sentada en el suelo, entre todas esas cosas, como paralizada.

—Como ves —prosiguió el hombre gris—, es muy sencillo. Sólo hace falta tener más y más cada vez, entonces no te aburres nunca. Pero a lo mejor piensas que algún día la perfecta Bebenín podría a tenerlo todo, y que entonces volvería a ser aburrido. Pues no te preocupes, pequeña. Porque tenemos el compañero adecuado para Bebenín.

Con esto sacó del maletero otra muñeca. Era igual de grande que Bebenín, igual de perfecta, sólo que se trataba de un joven caballero. El hombre gris lo sentó al lado de Bebenín, la perfecta, y explicó:

—Este es Bebenén. Para él también hay interminables accesorios. Y si todo eso se ha vuelto aburrido, hay todavía una amiga de Bebenín, que también tiene un equipo completo que sólo le va bien a ella. Y para Bebenén hay también el amigo adecuado, y éste a su vez tiene amigos y amigas. Como ves, no hace falta aburrirse, porque se puede seguir así interminablemente, y siempre sigue habiendo algo que todavía puedes desear.

Mientras hablaba, iba sacando una muñeca tras otra del maletero del coche, cuyo contenido parecía ser inagotable, y las colocaba alrededor de Momo, que seguía inmóvil y miraba al hombre más bien asustada.

—Y bien —dijo el hombre por fin, mientras expulsaba densas nubes de humo—, ¿comprendes ahora cómo se ha de jugar con una amiga así?

—Sí —contestó Momo. Empezaba a tiritar de frío.

El hombre gris asintió satisfecho y aspiró su cigarro.

—Ahora te gustaría quedarte con todas estas cosas, ¿no es verdad? Pues bien, pequeña, te las regalo. Recibirás todo esto —no en seguida, sino una cosa tras otra — y muchas, muchas más. Sólo has de jugar con ellas tal como te he explicado. ¿Qué te parece?

El hombre gris sonrió esperanzado a Momo, pero como ella no dijo nada, sino que sólo respondió con una mirada seria, añadió:

—Entonces ya no necesitarás a tus amigos, ¿entiendes? Ahora ya tendrás bastantes diversiones, pues tendrás todas esas cosas bonitas y recibirás cada vez más, ¿no es verdad? Y eso es lo que quieres, ¿verdad? Tú quieres tener esta fabulosa muñeca, ¿no? La quieres, ¿verdad?

Momo presentía oscuramente que habría de mantener un duro combate; y que ya estaba metida en él. Pero no sabía por qué iba a ser la lucha ni contra quién. Pues cuanto más escuchaba a ese visitante, más le ocurría lo que antes le había pasado con la muñeca: oía una voz que hablaba, oía palabras, pero no oía al que realmente hablaba. Movió la cabeza.

—Qué, ¿qué pasa? —dijo el hombre gris, enarcando las cejas—. ¿Todavía no estás contenta? Vosotros, los niños de hoy, sí que sois exigentes. ¿Quieres decirme qué le falta a esa muñeca perfecta?

Momo miró al suelo y reflexionó.

—Creo —dijo en voz baja — que no se la puede querer.

Durante un buen rato, el hombre gris no dijo nada. Miraba ante sí con la mirada vidriosa de las muñecas. Finalmente hizo un esfuerzo.

—No es eso lo que importa —dijo con voz gélida.

Momo le miró a los ojos. El hombre le daba miedo, sobre todo por el frío que salía de su mirada. Por curioso que parezca, también le daba pena, aunque no hubiera podido decir por qué.

—Pero a mis amigos —dijo—, los quiero.

El hombre gris hizo una mueca como si, de pronto, tuviera dolor de muelas. En seguida se recuperó y sonrió como un cuchillo.

—Creo —replicó con suavidad— que vale la pena que hablemos un rato en serio, pequeña, para que empieces a darte cuenta de qué es lo que importa realmente.

Sacó de su bolsillo un pequeño cuadernito de notas, gris, en el que hojeó hasta encontrar lo que buscaba.

—Tú te llamas Momo, ¿no es así?

Momo asintió. El hombre gris cerró el cuadernillo de notas, lo volvió a guardar y se sentó en el suelo, al lado de Momo. Durante un rato no dijo nada, sino que se limitaba a chupar su pequeño cigarro gris.

—Pues bien, Momo: escúchame bien —comenzó, por fin.

Momo llevaba intentándolo todo el rato. Pero resultaba mucho más difícil escucharle a él que a todos los demás, a los que había escuchado hasta entonces. En otras ocasiones, podía simplemente introducirse en el otro y entender lo que quería decir y lo que era realmente. Pero con ese visitante no lo conseguía. Cuantas veces lo intentaba tenía la sensación de caer en la oscuridad y el vacío, como si no hubiera nadie. Eso no le había ocurrido nunca.

—Lo único que importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a tener algo. Quien llega más lejos, quien tiene más que los demás, recibe lo demás por añadidura: la amistad, el amor, el honor, etcétera. Tú crees que quieres a tus amigos. Vamos a analizar esto objetivamente.

El hombre gris expulsó unos cuantos anillos de humo. Momo escondió sus pies desnudos debajo de la falda y se arrebujó todo lo que pudo en su gran chaquetón.

—Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres corno un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?

Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris.

—Y por esto —prosiguió el hombre gris— queremos proteger a tus amigos de ti. Y si realmente los quieres, nos ayudarás. No podemos estarnos con los brazos cruzados viendo cómo los apartas de todas las cosas importantes. Queremos que lleguen a ser algo. Queremos lograr que los dejes en paz. Y por eso te regalamos todas estas cosas bonitas.

—¿Quiénes sois «nosotros»? —preguntó Momo, a quien le temblaban los labios.

Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo —respondió el hombre gris—. Yo soy el agente númro BLW/553/c. Personalmente no quiero más que tu bien, porque la caja de ahorros de tiempo no está para bromas.

En este momento, Momo se acordó de lo que habían dicho Gigi y Beppo sobre ahorrar tiempo y contagio. Le sobrevino la oscura intuición de que aquel hombre gris tenía algo que ver con el asunto. Deseaba desesperadamente que sus dos amigos estuvieran a su lado. Nunca antes se había sentido tan sola. Pero decidió no dejarse intimidar. Reunió toda su fuerza y todo su valor y se lanzó a la oscuridad y al vacío tras el que se ocultaba el hombre gris.

Este había observado a Momo por el rabillo del ojo. No le habían pasado desapercibidos los cambios en la cara de ella. Sonrió con ironía, mientras encendía un nuevo cigarro con la colilla del anterior.

—No te esfuerces —dijo—, con nosotros no puedes.

Momo no cedió.

—¿Es que a ti no te quiere nadie? —preguntó con un susurro.

El hombre gris se dobló y se hundió un tanto en sí mismo. Entonces contestó con voz cenicienta:

—Tengo que reconocer que no me he encontrado con mucha gente como tú. Y conozco a mucha gente. Si hubiera más como tú, pronto podríamos cerrar la caja de ahorros de tiempo y disolvernos en la nada, porque, ¿de qué viviríamos entonces?

El agente se interrumpió. Miró fijamente a Momo y pareció luchar contra algo que no podía entender. Su cara se volvió un poco más cenicienta todavía.

Cuando volvió a hablar fue como sí lo hiciera contra su voluntad, como si las palabras le salieran solas y él no pudiera impedirlo. Mientras tanto, su cara se agitaba más y más ante el terror de lo que le estaba ocurriendo. Y, de repente, Momo empezó a oír su verdadera voz:

—Tenemos que permanecer desconocidos —oyó, como de muy lejos—, nadie ha de saber que existimos y qué estamos haciendo... Nosotros nos ocupamos de que nadie pueda retenernos en la memoria... Sólo mientras nos mantengamos desconocidos podremos hacer nuestro negocio... un negocio difícil, sangrarles el tiempo a los hombres hora a hora, minuto a minuto, segundo a segundo... porque todo el tiempo que ahorran lo pierden... nosotros nos lo quedamos... lo almacenamos... lo necesitamos... lo ansiamos... ¡Ah, no sabéis lo que significa vuestro tiempo! ... Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel ... Y necesitamos más ... cada vez más... porque nosotros también somos más ... cada vez más... cada vez más...

Las últimas palabras las había dicho el hombre gris casi con un estertor, pero ahora se tapó la boca con las dos manos. Los ojos se le salían de las órbitas y miraba fijamente a Momo. Al cabo de un rato fue como si saliera de su estupor.

—¿Qué... qué fue eso? —tartamudeó—. Me has sonsacado. ¡Estoy enfermo! ¡Tú me has enfermado, tú! —Y prosiguió, en tono casi suplicante—: No he dicho más que tonterías, querida niña. Tienes que olvidarme, tal como nos olvidan todos los otros. ¡Tienes que olvidarme!

¡Tienes que ... !

Tomó a Momo por los hombros y la agitó. Ella movió los labios, pero no pudo decir nada.

Entonces el hombre gris se levantó de un salto, miró a su alrededor como si le persiguieran, agarró su maletín gris y corrió hacia su coche. De pronto ocurrió algo notable: como en una explosión al revés, todas las muñecas y las demás cosas tiradas por el suelo volaron hacia el maletero, que se cerró de un golpe. Después, el coche salió disparado de tal modo que los guijarros salieron volando.

Momo siguió sentada durante un buen rato, intentando entender qué era lo que había oído. Poco a poco huyó de su cuerpo el frío terrible, y al mismo tiempo fue, entendiéndolo todo más y más. No olvidó nada, porque había oído la verdadera voz de un hombre gris.

Ante ella, entre las ralas hierbas, subía una pequeña columna de humo. Allí humeaba la colilla del pequeño cigarro, mientras se convertía en ceniza.

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