Libros del Rincón


8. Un montón de sueños y unos pocos reparos


A última hora de la tarde llegaron Gigi y Beppo Encontraron a Momo sentada a la sombra del muro, todavía un poco pálida y turbada. Se sentaron junto a ella y le preguntaron, preocupados, qué le ocurría. Momo comenzó a informarles, a trompicones, de lo que había vivido. Y finalmente repitió, palabra por palabra, toda la conversación con el hombre gris.

Durante todo el relato, Beppo, tuvo un aspecto muy serio y reflexivo. Las arrugas de su frente se hicieron más profundas. Siguió callado cuando Momo hubo acabado.

Gigi, por el contrario, había escuchado con creciente excitación. Le comenzaron a brillar los ojos, como lo hacían cuando él mismo se entusiasmaba con uno de sus propios relatos.

—¡Ahora, Momo —dijo, mientras le colocaba la mano en el hombro—, ha sonado nuestra hora! Has descubierto lo que nadie sabía, Y ahora salvaremos no sólo a nuestros viejos amigos, sino a toda la ciudad. Nosotros tres, yo, Beppo y tú, Momo.

Se había puesto en pie de un salto y había extendido ambas manos. En su imaginación se veía ante una inmensa muchedumbre que lo celebraba a él, su salvador.

—Está muy bien —dijo Momo, un tanto desorientada—, ¿pero cómo lo haremos?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gigi, molesto.

—Quiero decir —aclaró Momo—, ¿cómo venceremos a los hombres grises?

—Bueno —dijo Gigi—, yo tampoco lo sé exactamente en este momento. Tendremos que pensarlo. Pero una cosa está clara: ahora que sabemos que existen y qué hacen, tenemos que entablar la batalla contra ellos; ¿o es que tienes miedo?

Momo asintió, confusa:

—Creo que no son personas normales. El que estuvo conmigo tenía otro aspecto. Y el frío es terrible. Y si son muchos,. seguro que son muy peligrosos. Sí que tengo miedo.

—¡Qué va! —gritó Gigi, entusiasmado— La cosa es muy sencilla. Los hombres grises sólo pueden hacer su oscuro negocio sí nadie los reconoce. Tu visitante mismo lo ha dicho. ¡Pues lo único que tenemos que hacer es cuidarnos de que resulten visibles! Porque el que los ha reconocido una vez, los recuerda, y el que los recuerda, los reconoce en seguida. De modo que no pueden hacernos nada: somos inatacables.

—¿Tú crees? —preguntó Momo, un tanto dudosa.

—¡Naturalmente! —siguió Gigi, con los ojos relucientes—. Si no, tu visitante no hubiera huido tan a la escapada. ¡Tiemblan ante nosotros!

—Pero entonces —dijo Momo—, quizá no los encontremos. Puede que se escondan de nosotros.

—Eso puede ser —concedió Gigi—. Entonces tendremos que hacerles salir de sus escondites.

—¿Cómo? —preguntó Momo—. Creo que son muy listos.

—Nada más fácil —gritó Gigi, riendo—. Los atraparemos con su propia codicia. Los ratones se cazan con queso, así que a los ladrones de tiempo se les caza con tiempo. Nosotros tenemos de sobra. Tú, por ejemplo, tendrías que sentarte, como cebo, y atraerlos. Y entonces, si vienen, Beppo y yo saldremos de nuestros escondites y los venceremos.

Pero a mí ya me conocen —opuso Momo—. No creo que caigan en esa trampa.

—Está bien —dijo Gigi, a quien empezaban a ocurrírsele ideas a montones—, pues haremos otra cosa. El hombre gris te dijo algo de una caja de ahorros de tiempo. Eso tiene que ser un edificio. Estará en algún lugar de la ciudad. Sólo falta encontrarlo. Y seguro que lo encontraremos, porque estoy seguro que se trata de un edificio especial: gris, misterioso, sin ventanas, una inmensa caja de caudales de hormigón. Lo estoy viendo. Cuando lo hayamos encontrado, entramos, cada uno lleva una pistola en cada mano. «Entregadnos al instante el tiempo robado», les digo...

—Pero no tenemos pistolas —le interrumpió Momo, preocupada.

—Pues lo hacemos sin pistolas —replicó Gigi, magnánimo—. Eso incluso los asustará más. Nuestra mera presencia bastará para hacerles huir presos de pánico.

—Quizá fuera bueno que fuéramos unos pocos más, y no nosotros tres solos. Quiero decir, que si otros nos ayudaran quizás encontráramos antes la caja de ahorros de tiempo.

— Muy buena idea —repuso Gigi—. Tendríamos que movilizar a todos nuestros viejos amigos. Y a los niños que ahora vienen siempre. Propongo que nos vayamos, ahora mismo, para informar a todos los que podamos encontrar. Y que ésos se lo digan a los demás. Nos encontraremos todos aquí, mañana a las tres de la tarde, para una gran asamblea.

De modo que todos se pusieron en camino, Momo en una dirección, Beppo y Gigi en otra.

Los dos hombres llevaban ya un rato caminando cuando Beppo, que hasta entonces había callado, se paró repentinamente.

—Escucha, Gigi —dijo—, estoy preocupado.

Gigi se volvió hacia él, asombrado:

—¿Por qué?

Beppo miró durante un tiempo a su amigo y dijo entonces:

—Creo a Momo.

—¿Y qué?

—Quiero decir —siguió Beppo—, que creo que es verdad lo que nos ha contado Momo.

—Bien, ¿y qué más? —preguntó Gigi, que no entendía lo que Beppo quería decir.

—¿Sabes?—explicó Beppo—, si es verdad lo que Momo ha contado, tenemos que pensar bien lo que hacemos. Si de verdad se trata de una terrible banda de criminales, uno no se enzarza por las buenas con ellos, ¿entiendes? Si nos limitamos a retarlos, eso puede poner en peligro a Momo. Y no quiero hablar de nosotros, pero si metemos en el asunto a los niños, quizá los pongamos en peligro a todos. De verdad que tenemos que pensar bien qué hacemos.

—¡Qué va! —dijo Gigi, riendo—. ¡No te preocupes! Cuantos más seamos, mejor.

—Me parece —respondió Beppo, serio— que no crees que sea verdad lo que dijo Momo.

—¡Y qué significa verdad! —contestó Gigi—. No tienes fantasía, Beppo. Todo el mundo es un gran cuento y nosotros actuamos en él. Sí, Beppo, sí: creo todo lo que ha contado Momo, igual que tú.

A esto, Beppo no supo qué contestar, pero la respuesta de Gigi no le había dejado menos preocupado.

Entonces se separaron, y cada uno tomó una dirección para informar a los amigos y a los niños de la reunión del día siguiente. Gigi iba con el corazón alegre; Beppo, preocupado.

Durante esa noche, Gigi soñó con su futura fama como salvador de la ciudad. Se veía vestido de frac, a Beppo de levita y a Momo con un vestido de seda blanca. Y a los tres les ponían collares de oro y les daban coronas de laurel. Sonaba una música magnífica, y la ciudad organizaba en su honor un desfile de antorchas tan largo y maravilloso como no se había visto nunca antes.

Al mismo tiempo, Beppo estaba en su cama sin poder dormir. Cuanto más pensaba, más claro se le aparecía el peligro de toda la empresa. Está claro que no dejaría que Gigi y Momo cayeran solos en la desgracia, él los ayudaría, pasara lo que pasara. Pero tenía que intentar, por lo menos, retenerlos.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, las viejas ruinas del anfiteatro resonaban con el parloteo excitado de muchas voces. Lamentablemente, no habían venido los amigos adultos (aparte de Beppo, y Gigi, claro está), pero sí unos cincuenta o sesenta niños, de cerca y de lejos, pobres y ricos, bien y mal educados, mayores y menores. Algunos, como la niña María, llevaban a sus hermanitos de la mano o en brazos, que miraban la sorprendente escena con ojos muy abiertos y un dedo en la boca. Está claro que estaban allí Blanco, Paolo y Massimo, mientras que los demás niños eran casi todos de los que habían ido viniendo en los últimos tiempos. Estos, claro, se interesaban especialmente por el asunto que se iba a tratar en asamblea. Por cierto que se había presentado también el chico de la radio portátil, aunque sin radio. Estaba sentado al lado de Momo, a la que hoy había dicho, antes que nada, que se llamaba Claudio y que le hacía mucha ilusión que le dejaran participar.

Cuando por fin se vio que no llegarían más retrasados, Gigi se levantó e impuso silencio, con un gran gesto. Las conversaciones y el parloteo cesaron, y en el gran círculo de piedra se hizo un silencio expectante.

—Queridos amigos —comenzó Gigi, con voz sonora—, todos sabéis, más o menos, de qué se trata. Eso ya se os ha dicho en la convocatoria de esta asamblea secreta. Hasta hoy, la cuestión era que cada vez más gente tenía menos tiempo, aunque todos se dedicaban a ahorrar tiempo por todos los medios. Pero precisamente ese tiempo que ahorraban, la gente lo perdía. ¿Por qué? ¡Momo lo ha descubierto! El tiempo es robado literalmente por una banda de ladrones. Para desenmascarar a esa fría organización del crimen necesitamos, precisamente, vuestra ayuda. Si todos estáis dispuestos a colaborar, toda esa miseria que ha caído sobre la gente se acabará de golpe. ¿No creéis que merece la pena luchar?

Hizo una pausa, y los niños aplaudieron.

—Después discutiremos —continuó Gigi— sobre lo que haremos Pero antes, Momo ha de contaros cómo se encontró con uno de esos tipos y cómo éste se traicionó.

—Un momento —dijo, levantándose, el viejo Beppo—, escuchad un momento, niños. Yo me opongo a que Momo hable. Eso no puede ser. Si Momo habla, se pone en peligro ella y todos vosotros...

—¡Sí! —gritaron algunos niños—. ¡Que hable Momo!

Otros los apoyaron y acabaron gritando todos, a coro:

—¡Momo! ¡Momo! ¡Momo!

El viejo Beppo se sentó, se quitó las pequeñas gafas y se frotó, cansado, los ojos.

Momo se levantó, trastornada. No sabía bien a qué deseo acceder, si al de Beppo, o al de los niños. Finalmente comenzó a hablar. Los niños escuchaban, tensos. Cuando hubo acabado, siguió un largo silencio.

Durante el relato de Momo, todos habían cobrado un poco de miedo. No se habían imaginado tan terribles a los ladrones de tiempo. Una niña pequeña comenzó a llorar a gritos, pero pronto la consolaron.

—¿Y bien? —preguntó Gigi en medio del silencio—. ¿Quién de vosotros se atreve a luchar con nosotros contra esos hombres grises?

—¿Por qué no quiso Beppo —preguntó Blanco— que Momo nos contara su historia?

—Él cree —explicó Gigi, mientras sonreía animador— que los hombres grises consideran un enemigo a todo aquél que conoce su secreto, por lo que le perseguirán. Pero yo estoy seguro de que es exactamente al revés, que todo aquél que conoce su secreto está inmunizado contra ellos y que ya no le pueden hacer nada. Esto está claro, reconócelo, Beppo.

Pero éste sólo movió la cabeza.

Los niños callaron.

—Una cosa está clara —volvió a tomar la palabra Gigi—. Ahora tenemos que mantenernos unidos pase lo que pase. Tenemos que tener cuidado, pero sin permitir que nos den miedo. Por eso os vuelvo a preguntar: ¿Quién quiere unirse a nosotros?

—¡Yo! —gritó Claudio, levantándose. Estaba un poco pálido.

Unos pocos siguieron su ejemplo tímidamente, después otros, y más, y más, hasta que al final se presentaron todos.

—Y bien, Beppo —dijo Gigi señalando a los niños—, ¿qué dices a esto?

—Está bien —dijo Beppo, y asintió con tristeza—, yo también me apunto.

—Así que —Gigi se volvió de nuevo a los niños— ahora discutiremos lo que tenemos que hacer. ¿Quién tiene una idea?

Todos pensaron. Por fin preguntó Paolo, el niño de las gafas:

—Pero, ¿cómo lo hacen? Quiero decir, ¿cómo se puede robar el tiempo de verdad? ¿Cómo se hace esto?

—Sí —gritó Claudio—, ¿qué es el tiempo?

En el otro lado del ruedo de piedra se levantó María, con su hermanito Dedé, y dijo:

—Acaso sea algo así como los átomos. Estos también pueden apuntar las ideas que sólo están en la cabeza de uno. Lo he visto por televisión. Hoy hay especialistas para todo.

—Tengo una idea —gritó el gordo Massimo con su voz de niña—. Cuando se toman imágenes con una filmadora, todo queda en la película. Y en las cintas magnetofónicas también queda todo en la cinta. Puede que tengan un aparato con el que se puede registrar el tiempo. Si supiéramos dónde está grabado, simplemente podríamos pasar de nuevo el tiempo, y volvería a estar.

—En cualquier caso —dijo Paolo, empujándose las gafas nariz arriba—, tenemos que encontrar, en primer lugar, un científico que nos ayude. Si no, no podemos hacer nada.

—¡Ya nos sales tú con tus científicos! —gritó Blanco—. De ésos no se puede fiar nadie. Suponte que encontramos uno que sabe de qué va la cosa; ¿cómo sabrás que no trabaja con los ladrones de tiempo? Entonces sí que estaríamos fastidiados.

Este era un argumento de peso.

Entonces se levantó una niña, a la que se veía que estaba bien educada, que dijo:

—¿Y si se lo contamos todo a la policía?

—¡Lo que nos faltaba! —protestó Blanco—. ¿Qué puede hacer la policía? Si ésos no son ladrones corrientes. 0 bien la policía hace tiempo que está enterada del asunto, y no puede hacer nada, o bien todavía no se ha dado cuenta de nada, y entonces no merece la pena decirle nada. Esta es mi opinión.

Le siguió un silencio de desasosiego.

—Pero tenemos que hacer una cosa u otra —dijo Paolo al fin—. Y lo antes posible, antes de que los ladrones de tiempo se enteren de nuestra conjura.

Entonces se levantó Gigi Cicerone.

—Queridos amigos —comenzó—, he pensado a fondo toda la cuestión. He concebido y desechado cientos de planes hasta que, por fin, he encontrado uno que nos llevará, con seguridad, a nuestro objetivo. ¡Si todos os apuntáis! Sólo que antes quería escuchar por si alguno de vosotros tenía un plan mejor. Así que os voy a decir lo que vamos a hacer.

Hizo una pausa y miró lentamente a su alrededor. Más de cincuenta caras de niños estaban dirigidas a él. Hacía mucho que no tenía tantos oyentes.

—El poder de los hombres grises —continuó— consiste, como vosotros sabéis ahora, en pasar desapercibidos y poder trabajar en secreto. Así que el modo más sencillo y eficaz de aniquilarlos es que la gente sepa la verdad sobre ellos. Y, ¿cómo conseguir esto? Organizaremos una gran manifestación de niños. Pintaremos pancartas y carteles e iremos con ellas por todas las calles. Así atraeremos la atención sobre nosotros. E invitaremos aquí, al anfiteatro, a toda la ciudad, para explicárselo todo. La gente se entusiasmará. Vendrán aquí a miles. Y cuando se haya reunido aquí una multitud increíble, desvelaremos el terrible secreto. Y entonces el mundo cambiará de golpe. Ya no le podrán robar el tiempo a nadie. Cada uno tendrá tanto tiempo como quiera, porque volverá a haber bastante. Y eso, mis queridos amigos, lo podemos hacer todos juntos, si queremos. ¿Queremos?

La respuesta fue un unánime grito de júbilo.

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—Compruebo, pues —concluyó Gigi su discurso—, que hemos decidido por unanimidad invitar a toda la ciudad al anfiteatro el próximo domingo por la tarde. Pero hasta entonces, nuestro plan debe quedar en el más estricto secreto, ¿entendido? Y ahora, amigos, ¡manos a la obra!

Durante este día y los siguientes reinó una febril actividad en las viejas ruinas. Se trajo (mejor no preguntemos cómo ni de dónde) papel y tarros de pintura y pinceles y cola y tablones y cartón y todo lo demás que necesitaban. Y mientras los unos fabricaban pancartas y carteles, los otros, que sabían escribir bien, se pensaban frases imponentes y las pintaban en ellas.

Se trataba de frases que decían, por ejemplo, lo que esas pancartas.

Y en todas ellas ponía, además, lugar y la fecha de la invitación.

Cuando todo estuvo listo, los niños se dispusieron en el anfiteatro con Gigi, Beppo y Momo a la cabeza, y fueron en un largo desfile hacia la ciudad, con sus carteles y pancartas. Al mismo tiempo, hacían ruido con planchas de hojalata y silbatos, recitaban sus frases y cantaban la siguiente canción, que Gigi había compuesto expresamente para esta ocasión:

Oíd todos que decimos:

casi es tarde, vigilad,

que os roban vuestro tiempo;

no seáis tontos, despertad.

Oíd todos qué decimos:

no os dejéis engañar más,

el domingo a las tres,

no seáis tontos, acudid.

Claro que la canción tenía más estrofas, veintiocho en total, pero no hace falta ponerlas aquí todas.

Un par de veces intervino la policía y disolvió a los niños, cuando entorpecían el tráfico. Pero los niños no se asustaban. Volvían a reunirse en otro sitio y empezaban de nuevo. Por lo demás, no pasó nada y, a pesar de toda su atención, no pudieron ver a ninguno de los hombres grises.

Pero muchos otros niños que vieron la manifestación y que hasta entonces no habían sabido nada del asunto, se unieron a ella, de modo que después fueron muchos cientos y al final más de mil. Por todos lados de la ciudad, los niños iban por la calle en largas procesiones e invitaban a los adultos a la asamblea que cambiaría el mundo.

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