Libros del Rincón


13. Allí un día y aquí un año


MOMO despertó y abrió los ojos.

Tardó un poco en darse cuenta de dónde estaba. Le trastornó un poco encontrarse en las gradas de piedra, cubiertas de hierba, del viejo anfiteatro. ¿No acababa de estar, hacía unos momentos en la casa de Ninguna Parte con el maestro Hora? ¿Cómo había venido a parar aquí?

Estaba oscuro y hacía fresco. Sobre el horizonte oriental empezaba a alborear el día. Momo tiritó y se apretó más su chaquetón demasiado grande.

Recordaba con toda claridad todo lo que había vivido, la marcha nocturna a través de la ciudad detrás de la tortuga, el barrio con la luz sorprendente y las casas blancas, relucientes, la calle de Jamás, la sala con los incontrolables relojes, el chocolate y los panecillos con miel, cada una de las palabras de su conversación con el maestro Hora y el acertijo. Pero sobre todo se acordaba de su experiencia bajo la cúpula dorada. No tenía más que cerrar los ojos para volver a ver ante sí la maravilla de color nunca vista de las flores. Y las voces del sol, la luna y las estrellas seguían resonando en su oído con tal claridad que incluso podía canturrear la melodía.

Mientras hacía eso, se formaban en ella las palabras, palabras que realmente expresaban el olor de las flores y los colores nunca vistos. Eran las voces del recuerdo de Momo las que decían esas palabras, pero con el propio recuerdo había ocurrido algo extraordinario. Momo no sólo encontró en él lo que había visto y oído, sino más, y más, y cada vez más.

Como de un pozo mágico inagotable surgían mil imágenes de flores horarias. Y con cada flor sonaban nuevas palabras. Momo no tenía más que escuchar con atención hacia adentro para poder repetirlas, incluso cantarlas. Se hablaba de cosas misteriosas y maravillosas, pero mientras Momo repetía las palabras entendía su significado.

Eso es lo que había querido decir el maestro Hora cuando dijo que las palabras tenían que crecer en ella.

¿0 es que, al fin, todo había sido un sueño? ¿No había ocurrido nada de verdad?

Mientras Momo pensaba esto vio moverse algo en la plazuela redonda del fondo. Era la tortuga que buscaba, con toda tranquilidad, hierbas comestibles.

Momo descendió a toda prisa hasta ella y se acurrucó en el suelo a su lado. La tortuga sólo levantó la cabeza, miró a la niña con sus ojos negros, antiquísimos, y siguió comiendo tranquilamente.

—Buenos días, tortuga —dijo Momo.

No apareció ninguna respuesta en el caparazón.

—¿Fuiste tú —preguntó Momo— quien me llevó esta noche a casa del maestro Hora?

No hubo respuesta. Momo suspiró, desencantada.

—Lástima —murmuró—. Así que sólo eres una tortuga normal y no la... ¡Ay! He olvidado su nombre. Era un nombre bonito, pero largo y raro. No lo había oído nunca antes.

Casiopea relució débilmente, de pronto, en el caparazón de la tortuga. Momo lo descifró, encantada.

—¡Sí! —batió palmas—. ¡Este era el nombre! ¿Así que sí eres tú? Eres la tortuga del maestro Hora, ¿verdad?

Quién si no.

—Pero, ¿por qué no me contestaste antes?

Desayuno, se pudo leer en el caparazón.

¡Perdona! —se disculpó Momo—. No te quería interrumpir. Sólo quisiera saber cómo es que vuelvo a estar aquí.

Tu deseo, apareció como respuesta.

—Es curioso —murmuró Momo—, no puedo acordarme

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de eso. Y tú, Casiopea, ¿por qué no te has quedado con el maestro Hora, sino que has venido conmigo?

Mi deseo, rezaba el caparazón.

—Muchas gracias —dijo Momo—, es muy amable por tu parte.

De nada, fue la respuesta. Con eso, la conversación parecía haber terminado para la tortuga, porque siguió su camino para proseguir con su desayuno interrumpido.

Momo se sentó sobre las gradas de piedra y se alegró por esperar a Beppo, Gigi y los niños. Volvió a escuchar la música que no dejaba de sonar en su interior. Y aunque estaba sola y nadie la escuchaba, cantó en voz cada vez más alta y con más ánimo las melodías y palabras, directamente hacia el sol naciente. Y le pareció que los pájaros y los grillos y los árboles e incluso las viejas piedras la escuchaban esta vez.

No sabía que, durante mucho tiempo, no tendría otros oyentes. No podía saber que esperaba en vano a sus amigos, que había estado fuera mucho tiempo y que, mientras tanto, el mundo había cambiado.

Con Gigi Cicerone a los hombres grises les había resultado muy fácil.

La cosa había empezado cuando, hacía cosa de un año, poco después de que Momo hubiera desaparecido sin dejar rastro, apareció en un periódico un largo artículo sobre Gigi. «El último narrador auténtico», había dicho el titular. Además se decía dónde y cuándo se le podía encontrar y que era una atracción que no se debía pasar por alto.

De resultas de eso, cada vez venía más gente al viejo anfiteatro para ver y oír a Gigi. Gigi claro está, no tenía nada que oponer. Como siempre, contaba lo que se le ocurría y después pasaba la gorra, que cada vez quedaba más llena de monedas y billetes. Pronto le contrató una agencia de viajes que le pagaba, además, una buena suma por el derecho de poder enseñarle como un monumento. Los turistas llegaban en autocares, y Gigi tuvo que atenerse pronto a un horario estricto para que todos los que habían pagado por ello pudieran oírle.

Ya entonces comenzó a echar de menos a Momo, porque sus cuentos ya no tenían alas, aunque seguía negándose firmemente a contar dos veces la misma historia, incluso cuando se le ofrecía, por ello, el doble de dinero.

A los pocos meses ya no necesitaba actuar en el viejo anfiteatro y pasar la gorra. Le contrató la radio y después la televisión. Allí contaba ahora sus historias tres veces por semana ante millones de oyentes y ganaba montones de dinero.

Por esa época ya no vivía cerca del viejo anfiteatro sino en otro barrio, donde vivía toda la gente rica y famosa. Había alquilado una gran casa moderna, situada en medio de un gran parque. Tampoco se llamaba Gigi, sino Girolamo.

Claro que hacía tiempo que había dejado de inventar, como antes, historias nuevas. Ya no tenía tiempo.

Empezó a ser parco en el gasto de sus ocurrencias. De una sola de ellas ahora hacía, a veces, cinco historias diferentes.

Y cuando eso ya no bastó para satisfacer a la demanda siempre creciente, un día hizo algo que nunca debería haber hecho: contó uno de los cuentos que era exclusivamente de Momo.

Fue devorada con la misma urgencia que todas las otras y olvidada con la misma rapidez. Se le exigían más historias. Gigi estaba tan aturdido por esa velocidad que, una tras otra, dejó escapar todas las historias que habían estado destinadas únicamente a Momo. Y cuando hubo contado la última sintió, de repente, que estaba vacío y hueco y que no podía inventar nada más.

Llevado por el miedo de que el éxito pudiera abandonarlo, empezó a contar de nuevo todos sus cuentos, sólo que con otros nombres y algunos cambios. Lo sorprendente fue que nadie pareció darse cuenta. Por lo menos no influyó en la demanda.

Gigi se agarró a ello como un náufrago a una plancha de madera. Porque ahora era rico y famoso y, ¿acaso no era eso lo que había soñado toda su vida?

Pero a veces, de noche, bajo su colcha de seda, en la cama, sentía nostalgia de su otra vida, cuando podía estar junto con Momo y el viejo Beppo y los niños y cuando realmente había sabido contar cuentos.

Pero no había ningún camino de retorno, porque Momo seguía sin aparecer. Al principio, Gigi había hecho algunos intentos serios de encontrarla, pero más tarde ya no había tenido tiempo para ello. Ahora tenía tres secretarias eficientes que hacían los contratos por él, a las que dictaba sus historias, que le hacían la publicidad y regulaban sus citas. Ya no le quedó ningún momento para buscar a Momo.

Quedaba poco del viejo Gigi. Pero un día hizo de tripas corazón y decidió tomar conciencia de sí mismo. Ahora era alguien, se decía, cuya voz tenía peso y al que escuchaban millones. Quién, si no él, podía decirles la verdad a los hombres. Él les hablaría de los hombres grises. Y de paso les diría que ésta no era una historia inventada y que pedía a todos sus oyentes que le ayudaran a buscar a Momo.

Había tomado esa decisión una de las noches en que echaba de menos a sus amigos. Cuando llegó el amanecer, ya estaba sentado ante su gran escritorio para tomar notas sobre su plan. Pero antes de haber escrito la primera palabra, sonó el teléfono. Levantó el auricular, escuchó, y quedó rígido de terror.

Le hablaba una voz curiosamente átona, se podría decir que cenicienta, y al mismo tiempo sintió que le invadía un frío terrible que le congelaba hasta la médula.

—¡Déjalo estar! —dijo la voz—. Te lo aconsejamos por tu bien.

—¿Quién está ahí?

—Lo sabes muy bien —contestó la voz—. No hace falta que nos presentemos. Si bien es cierto que todavía no has tenido el placer de conocernos, nos perteneces desde hace tiempo. No digas que no lo sabías.

—¿Qué queréis de mí?

—Eso que te has propuesto no nos gusta nada. Sé buen chico y déjalo estar, ¿eh?

Gigi reunió todo su valor.

—No —dijo—, no lo dejo. Ya no soy el pequeño Gigi Cicerone, el desconocido. Ahora soy un gran hombre. ¡Veremos si podéis conmigo!

La voz rió sin alegría y, de pronto, comenzaron a castañetearle los dientes a Gigi.

—Tú no eres nadie —dijo la voz—. Nosotros te hemos hecho. Tú eres un muñeco de goma. Nosotros te hemos hinchado. Pero si nos molestas, te haremos deshinchar. ¿Acaso crees en serio que lo que eres ahora lo debes a tu insignificante talento?

—Sí, lo creo —contestó Gigi, ronco.

—Pobre, pequeño Gigi —dijo la voz—. Eres y seguirás siendo un iluso. Antes eras el príncipe Girolamo disfrazado de pobre Gigi. ¿Y qué eres ahora? El pobre Gigi disfrazado de príncipe Girolamo. Aun así, deberías estarnos agradecido, porque, al fin y al cabo, hemos sido nosotros los que hemos hecho realidad todos tus sueños.

—¡Eso no es verdad! —replicó Gigi—. ¡Es mentira!

—¡Por mis tiempos! —contestó la voz, volviendo a reír sin alegría—. Precisamente tú quieres venirnos a nosotros con la verdad. Antes gastabas tantas palabras sobre lo que es y no es la verdad. Pobre Gigi, no sacarás nada bueno si tratas de remitirte a la verdad. Te has hecho famoso con nuestra ayuda por tus embustes. No eres ninguna autoridad en cuanto a la verdad. Por eso, ¡déjalo estar!

—¿Qué habéis hecho con Momo? —murmuró Gigi.

—No te rompas tu cabecita por eso. A ella no puedes ayudarla ya, y menos si empiezas a contar ese cuento acerca de nosotros. Lo único que conseguirás es que tu éxito se vaya tan rápidamente como vino. Claro que eso has de decidirlo por ti mismo. Nosotros no queremos impedirte que juegues a ser el héroe, si tanto te importa.

Pero no puedes esperar que sigamos protegiéndote si tú eres tan desagradecido. ¿Acaso no es mucho más agradable ser rico y famoso?

—Sí —reconoció Gigi, con voz ahogada.

—¡Lo ves! A nosotros nos dejas fuera del juego. Mejor que le cuentes a la gente lo que quiere oír.

—¿Cómo he de hacerlo, ahora que lo sé todo?

—Te voy a dar un consejo: No te tomes tan en serio a ti mismo. En el fondo, tú no importas. Visto así, bien puedes continuar como hasta ahora.

—Sí —dijo Gigi, mirando fijamente ante sí—, visto así...

Se interrumpió la comunicación, y Gigi colgó el teléfono. Cayó sobre la superficie de su gran escritorio y ocultó la cara entre los brazos. Un sollozo sordo le agitó.

A partir de ese día, Gigi había perdido todo el respeto por sí mismo. Renunció a su plan y siguió como hasta entonces, pero se sentía un estafador. Y lo era. Antes, su fantasía le había llevado por caminos alados, y él la había seguido. Pero ahora mentía.

Se convirtió en el payaso, en el pelele de su público, y lo sabía. Comenzó a odiar su actividad. Y así, sus cuentos se volvían cada vez más estúpidos o sentimentaloides. Pero eso no dañaba su éxito; al contrario, se decía que era un nuevo estilo y muchos trataban de imitarlo. Se convirtió en la gran moda. Pero a Gigi no le causaba alegría. Ahora sabía a quién se lo debía. No había ganado nada. Lo había perdido todo.

Pero seguía corriendo con el coche de una cita a otra, volaba en los aviones más rápidos y dictaba ininterrumpidamente, estuviera donde estuviera, sus viejas historias, con ropajes nuevos, a sus secretarias. Según todos los periódicos, era «sorprendentemente fructífero».

Así, Gigi el soñador se había convertido en Girolamo el embustero.

A los hombres grises les había resultado mucho más difícil con Beppo Barrendero.

Desde aquella noche en que Momo desapareció estaba sentado, siempre que su trabajo se lo permitía, en el viejo anfiteatro y esperaba. Su preocupación e intranquilidad crecía de día en día. Cuando por fin no pudo aguantar más, decidió ir, a pesar de todas las justificadas objeciones de Gigi, a la policía.

«Es mejor», se decía, «que vuelvan a meter a Momo en uno de esos hospicios con rejas en las ventanas, a que la tengan prisionera los hombres grises. Si es que todavía vive. Ya se ha escapado una vez de uno de esos hospicios, y podría hacerlo de nuevo. Acaso yo pueda ocuparme de que no la metan. Pero primero hay que encontrarla».

Se fue, pues, a la comisaría más cercana, que estaba al extremo de la ciudad. Todavía estuvo un rato ante la puerta, dando vueltas a su sombrero entre las manos, pero al final se decidió y entró.

—¿Qué desea? —le preguntó un policía que estaba ocupado en rellenar un impreso largo y dificil.

Beppo necesitó un rato antes de comenzar:

—Tiene que haber pasado algo terrible.

—¿Ah, sí? —preguntó el policía, mientras seguía escribiendo—. ¿De qué se trata?

— Se trata —contestó Beppo— de nuestra Momo.

—¿Un niño?

—Una niña pequeña.

—¿Es suya esa niña?

—No —contestó Beppo, trastornado—, quiero decir sí, pero no soy el padre.

—No, quiero decir sí —repitió, irritado, el policía—. ¿De quién es esa niña? ¿Quiénes son sus padres?

—No lo sabe nadie —contestó Beppo.

—¿Dónde está registrada esa niña?

—¿Registrada? —preguntó Beppo—. Supongo que entre nosotros. Todos la conocemos.

—Así que no está registrada —contestó el policía con un suspiro—. ¿Sabe que eso está prohibido? ¡A dónde iríamos a parar! ¿Dónde vive la niña?

—En su casa —dijo Beppo—, quiero decir, en el anfiteatro. Pero ya no vive allí. Ha desaparecido.

—¡Un momento! —dijo el policía—. Si lo entiendo bien, vivía hasta ahora en las ruinas de allá afuera una pequeña niña que se llama... ¿cómo decía que se llama?

—Momo —contestó Beppo.

El policía empezó a apuntarlo todo.

—...que se llama Momo. Momo, ¿y qué más? ¡El nombre completo, por favor!

—Momo y nada más —dijo Beppo.

El policía se rascó la barbilla y miró apesadumbrado a Beppo.

—Eso no puede ser, señor mío. Yo quiero ayudarle, pero así no se puede formular una denuncia. Dígame, primero, cómo se llama usted.

—Beppo.

—¿Qué más?

—Beppo Barrendero.

—Quiero saber el apellido, no la profesión.

—Es ambas cosas —explicó Beppo, paciente.

El polícía dejó caer la pluma y enterró la cara en las manos.

—¡Dios santo! —murmuró desesperado—. ¡Por qué tenía que estar de servicio precisamente yo!

Se enderezó, echó los hombros hacia atrás, sonrió animoso al viejo y dijo, con la suavidad de un enfermero:

—Podemos tomar los datos personales más tarde. Cuénteme ahora, por orden, qué ocurrió.

—¿Todo? —preguntó Beppo, dudoso.

—Todo lo que importa —contestó el policía—. Si bien no tengo tiempo, antes del mediodía tengo que rellenar toda esa montaña de impresos, y ya no puedo más, tómese su tiempo y cuénteme qué le ocurre.

Se echó atrás en su asiento con la expresión de un mártir al que estuvieran asando a la parrilla. El viejo Beppo comenzó a contar, a su modo lento, toda la historia, empezando por la aparición de Momo y su cualidad extraordinaria, hasta los hombres grises del vertedero, a los que él mismo había espiado.

—Y esa misma noche —concluyó— desapareció Momo.

El policía le miró, pesaroso, largo rato.

—Dicho de otro modo —dijo por fin—, que había una vez una niña muy inverosímil, cuya existencia no se puede demostrar, que ha sido raptada por una especie de fantasmas, que, como todo el mundo sabe, no existen, hacia quién sabe dónde. Pero ni siquiera eso es seguro. ¿Y de eso se ha de ocupar la policía?

—Sí, por favor —dijo Beppo.

El policía se inclinó hacia adelante y dijo, con rudeza:

— ¡Écheme el aliento!

Beppo no entendió el por qué de esa orden, se encogió de hombros, pero le echó el aliento al policía.

Este olisqueó y dijo:

—Está claro que no está borracho.

—No —dijo Beppo, rojo de vergüenza—, no lo he estado nunca.

—Entonces, ¿por qué me cuenta todas esas insensateces? —preguntó el policía—. ¿Se cree que la policía es tan estúpida como para creerse todos esos cuentos?

—Sí —dijo Beppo, cándido.

Ahí se acabó la paciencia del policía. Saltó de su silla y pegó un puñetazo en la mesa:

—¡Ya basta! —gritó, rojo de ira—, ¡Lárguese inmediatamente si no quiere que le encierre por insultos a la fuerza pública!

—Perdón —dijo Beppo, asustado—, quería decir otra cosa. Quería decir que...

—¡Fuera! —chilló el policía.

Beppo se volvió y salió.

Durante los días siguientes apareció en las diversas comisarías. Las escenas que tenían lugar en ellas apenas se diferenciaban de la primera. Se le echaba, se le enviaba amablemente a casa o se le consolaba, para librarse de él.

Pero, una vez, Beppo cayó en manos de un jefe de policía que tenía menos sentido del humor que sus compañeros. Sin un gesto, se hizo relatar toda la historia, para decir, fríamente:

—Este viejo está loco. Habrá que comprobar que no sea un loco peligroso. Llévenlo a la celda.

En la celda, Beppo tuvo que esperar medio día hasta que dos policías le metieron en un coche. Le llevaron, a través de toda la ciudad, hasta un gran edifício blanco con barrotes en las ventanas. Pero no era una prisión ni nada parecido, según pensaba Beppo al principio, sino un hospital para enfermedades nerviosas.

Aquí se le revisó a fondo. El médico y los enfermeros eran amables con él, no se reían de él ni se enfadaban, incluso parecían interesarse por su historia, porque tenía que contarla una y otra vez. Aunque nunca le contradijeran, Beppo nunca tuvo la sensación de que le creyeran. No sabía lo que querían de él, pero no le dejaban marchar.

Cada vez que preguntaba cuándo le dejarían marchar, se le decía:

—Pronto. Pero todavía le necesitamos. Debe entenderlo. Las investigaciones no están terminadas todavía, pero avanzamos.

Y Beppo, que creía que las investigaciones eran por el paradero de Momo, se cargaba de paciencia.

Se le había señalado una cama en un gran dormitorio donde también dormían muchos otros pacientes. Una noche despertó y vio a la luz de la tenue iluminación nocturna que había alguien al lado de su cama. Primero sólo vio el pequeño punto luminoso de un cigarro encendido, pero después distinguió el bombín y la cartera. Comprendió que se trataba de alguno de los hombres grises, sintió frío hasta los huesos y quiso pedir auxilio.

—¡Silencio! —dijo en la oscuridad la voz cenicienta—. Tengo la misión de hacerle una oferta. Escúcheme y no conteste hasta que yo se lo diga. Habrá podido darse cuenta, un poco, de hasta dónde llega nuestro poder. Depende de usted el que tenga que darse más cuenta todavía. Es cierto que no nos puede dañar lo más mínimo al contar esta historia que va contando, pero no nos gusta. Claro que tiene toda la razón al pensar que nosotros tenemos presa a Momo. Pero no se haga ilusiones de que jamás se la encuentre. Eso no ocurrirá jamás. Y con sus esfuerzos no le hace la situación más fácil a ella. Cada uno de sus intentos, mi querido amigo, lo ha de pagar ella. Así que, en el futuro, piense bien lo que hace y dice.

El hombre gris sopló algunos anillos de humo y observó con satisfacción el efecto que su discurso hacía en el viejo Beppo.

—Para decirlo del modo más resumido posible, porque también mi tiempo es precioso —continuó el hombre gris—, le hago la siguiente oferta: nosotros le devolvemos a la niña con la condición de que usted no vuelva a decir nunca ni una sola palabra sobre nuestra actividad. Además le exigimos, a modo de rescate, la suma de cien mil horas de tiempo ahorrado. Usted no se preocupe de cómo nos apropiamos del tiempo; eso es cosa nuestra. Usted limítese a ahorrarlo. Cómo lo consiga, es cosa suya. Si está de acuerdo, nosotros nos encargaremos de que, dentro de unos días, le suelten de aquí. Si no, usted se quedará siempre aquí y Momo se quedará para siempre con nosotros. Piénselo. Sólo le haremos una vez esa generosa oferta. ¿Qué dice?

Beppo tragó saliva dos veces y dijo entonces:

—De acuerdo.

—Muy razonable —dijo, satisfecho, el hombre gris—. Recuérdelo: Silencio absoluto y cien mil horas. En cuanto las tengamos le devolvemos a la pequeña Momo. Usted lo pase bien, mi querido amigo.

Con eso, el hombre gris abandonó la sala. La nube de humo que dejó tras de sí parecia brillar en la oscuridad como un tenue fuego fatuo.

A partir de esa noche, Beppo no volvió a contar su historia. Y si se le preguntaba por qué la había contado antes, se encogía, triste, de hombros. A los pocos días le enviaron a su casa.

Pero Beppo no se fue a su casa, sino que marchó directamente hacia aquella gran casa con el patio, donde él y sus compañeros siempre recibían las escobas y los carritos. Tomó su escoba, se adentró con ella en la gran ciudad y comenzó a barrer.

Pero ahora ya no barría como antes: a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida, sino que ahora lo hacía de prisa y sin amor por su trabajo, sino sólo por ahorrar tiempo. Sentía con dolorosa claridad que con ello renunciaba y traicionaba su más profunda convicción, más aún, toda su vida anterior, y eso le enfermaba y le llenaba de odio por lo que hacía.

Si hubiera sido por él, habría preferido morirse de hambre antes que ser tan infiel a sí mismo. Pero se trataba de Momo, a la que tenía que rescatar, y ése era el único modo de ahorrar tiempo que conocía.

Barría de día y de noche, sin ir nunca a su casa. Cuando le sobrevenía el agotamiento, se sentaba en el banco de algún parque o sobre el bordillo de la acera y dormía un poco. Al poco, volvía a levantarse y seguía barriendo. Lo mismo hacía cuando alguna vez tenía que detenerse a comer alguna cosa. No volvió a su cabaña cerca del viejo anfiteatro.

Barrió durante semanas y meses. Llegó el otoño y llegó el invierno, y Beppo barría.

Llegó la primavera y volvió el verano. Beppo apenas se daba cuenta, barría y barría, para ahorrar las cien mil horas del rescate.

La gente de la gran ciudad apenas tenía tiempo para prestar atención al pequeño viejo. Y los pocos que lo hacían se llevaban el dedo a la sien tras sus espaldas, cuando pasaba a su lado a toda prisa, blandiendo la escoba como si le fuera en ello la vida. Pero que se le tomara por loco no era ninguna novedad para Beppo, por lo que apenas le prestaba atención. Sólo cuando alguien alguna vez le preguntaba por qué tenía tanta prisa, interrumpía su trabajo por un momento, miraba al preguntón con miedo y lleno de tristeza y se llevaba un dedo a los labios.

La tarea más difícil para los hombres grises fue guiar según sus planes, a los niños amigos de Momo. Después de que Momo hubo desaparecido, los niños se reunían siempre que les era posible, en el viejo anfiteatro. Habían inventado cada vez juegos nuevos, y un par de cajas viejas les bastaban para emprender largos viajes de exploración o construir castillos y fortalezas. Habían seguido trazando sus planes y contándose sus cuentos; en resumen, habían hecho como si Momo estuviera todavía con ellos. Y, sorprendentemente, había resultado que parecía que en verdad estuviera con ellos.

Los niños, además, no habían dudado ni por un momento de que Momo volvería. Si bien nunca se había hablado de ello, tampoco era necesario. La callada certidumbre unía a los niños entre sí. Momo les pertenecía y era su centro secreto, estuviera allí o no.

Contra ésos no habían podido los hombres grises.

Si no podían hacerse con los niños directamente, para apartarlos de Momo, tendrían que hacerlo a través de un rodeo. Y ese rodeo eran los adultos, que mandaban sobre los niños. No todos los adultos, claro está, sino aquellos que servían como auxiliares de los hombres grises que, por desgracia, no eran pocos. Además, los hombres grises usaron contra los niños sus propias armas.

Porque, de repente, algunos se acordaron de las manifestaciones, de las pancartas y los letreros de los niños.

—Tenemos que emprender alguna cosa —se decía—, porque no puede ser que haya cada vez más niños que estén solos, sin que nadie se ocupe de ellos. No se les puede hacer ningún reproche a los padres, porque la vida moderna no les deja tiempo para cuidar suficientemente a sus hijos. Pero el ayuntamiento debería ocuparse de ello.

—No puede ser —decían otros— que se ponga en peligro la fluidez del tráfíco por culpa de niños vagabundos. El aumento de accidentes causados por los niños en las calles cuesta cada vez más dinero que se podría emplear mejor en otros usos.

—Los niños sin vigilancia —explicaban otros— se estropean moralmente y se convierten en delincuentes. El ayuntamiento ha de cuidar de que se registre a todos los niños. Hay que construir instalaciones donde se les eduque para que sean miembros útiles y eficientes de la sociedad.

Otros decían:

—Los niños son el material humano del futuro. El futuro será una época de máquinas a reacción y cerebros electrónicos. Se necesitará un ejército de especialistas y técnicos para manejar todas esas máquinas. Pero en lugar de preparar a nuestros hijos para ese mundo de mañana permitimos todavía que muchos de ellos pierdan gran parte de su precioso tiempo en juegos inútiles. Es una vergüenza para nuestra civilización y un crimen ante la humanidad futura.

Todo eso les resultaba enormemente convincente a los ahorradores de tiempo. Y como ya había muchos ahorradores de tiempo en la gran ciudad, pronto consiguieron convencer al ayuntamiento de la necesidad de hacer algo por todos esos niños descuidados.

Como consecuencia, en todos los barrios se construyeron los llamados «depósitos de niños». Se trataba de grandes edificios en los que había que entregar, y recoger, si era posible, a todos los niños de los que nadie se podía ocupar. Se prohibió severamente que los niños jugaran por las calles, en los parques o en cualquier otro lugar. Si se encontraba a algún niño en esos lugares, siempre había alguien que lo llevaba al depósito de niños más cercano. Y a los padres se les castigaba con una buena multa.

Tampoco los amigos de Momo escaparon a esa nueva normativa. Fueron separados, según el barrio del que provenían, y los metieron en depósitos de niños diversos. Se acabó lo de inventarse ellos mismos sus juegos. Los vigilantes prescribían los juegos, que sólo eran de aquellos con los que también aprendían alguna cosa útil. Mientras tanto olvidaron otra cosa, claro está: la capacidad de alegrarse, de entusiasmarse y de soñar.

Con el tiempo, los niños tuvieron la misma cara que los ahorradores de tiempo. Desencantados, aburridos y hostiles, hacían lo que se les exigía. Y si alguna vez los dejaban que se entretuvieran solos, ya no se les ocurría nada.

Lo único que todavía sabían hacer era meter ruido, pero ya no era un ruido alegre, sino enfadado e iracundo.

Los hombres grises no se acercaron a ninguno de los niños. La red que se había tendido sobre la ciudad era densa y —según parecía— indestructible. Ni siquiera los niños más listos supieron escapar de sus mallas. Se había cumplido el plan de los hombres grises.

Desde entones, el anfiteatro había quedado triste y solo.

De modo que Momo estaba ahora sentada en los escalones de piedra y esperaba a sus amigos. Había estado sentada y esperando así todo el día. Pero no había venido nadie. Nadie.

El sol se encaminaba hacia el horizonte occidental. Crecían las sombras y empezaba a refrescar.

Por fin, Momo se levantó. Tenía hambre porque nadie le había llevado nada que comer. Eso no había ocurrido nunca. Incluso Beppo y Gigi parecían haberla olvidado hoy. Pero seguro, pensaba Momo, que eso debía ser algún descuido tonto, que mañana se aclararía.

Bajó hacia la tortuga, que ya se había retirado a dormir dentro de su caparazón. Momo se acurrucó junto a ella y llamó tímidamente con los nudillos en el caparazón. La tortuga sacó la cabeza y miró a Momo.

—Perdóname —dijo Momo—, si te he despertado, lo siento, pero, ¿puedes decirme por qué no ha venido hoy ninguno de mis amigos?

Sobre el caparazón aparecieron las palabras:

No hay nadie.

Momo las leyó, pero no entendió lo que significaban.

—Bueno —dijo confiada—, mañana se aclarará. Seguro que mañana vienen mis amigos.

Nunca más, fue la respuesta.

Momo miró con fijeza, durante un rato, las letras de brillo apagado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, temerosa, por fin—. ¿Qué pasa con mis amigos?

Se han ido, leyó.

Movió la cabeza.

—No —dijo en voz baja—, no puede ser. Seguro que te equivocas, Casiopea. Ayer todavía estuvieron todos para la gran asamblea, que fracasó.

Has dormido, fue la respuesta de Casiopea.

Momo se acordó de que el maestro Hora le había dicho que tendría que dormir toda una vuelta solar, como una semilla en tierra. No había pensado cuánto tiempo podría ser eso, cuando estuvo de acuerdo. Ahora empezaba a intuirlo.

¿Cuánto? —preguntó, con un suspiro.

Un año.

Momo necesitó un rato para entenderlo.

—Pero Beppo y Gigi —tartamudeó al fin—, estos dos seguro que me esperan.

No hay nadie, ponía en el caparazón.

—¿Cómo puede ser? —los labios de Momo temblaban—. No puede haber desaparecido todo; todo lo que había...

Lentamente apareció en la espalda de Casiopea:

Se fue.

Por primera vez en su vida, Momo entendía lo que eso significaba. Se sintió más triste que nunca.

—Pero yo —murmuró atónita—, estoy yo.

Habría llorado, pero no podía.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que la tortuga le tocaba el pie descalzo.

Yo estoy contigo, ponía en el caparazón.

—Sí —dijo Momo, y sonrió valerosa—, tú estás conmigo, Casiopea. Y me alegro de ello. Ven, vámonos a dormir.

Levantó a la tortuga y la llevó a través del agujero de la pared a su habitación. A la luz del sol poniente,

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Momo vio que todo estaba como lo había dejado (Beppo había vuelto a ordenarlo todo). Pero por todos lados había una gruesa capa de polvo y telarañas.

Sobre la mesita, apoyada en una lata, había una carta. También estaba cubierta de telarañas.

Para Momo, ponía encima.

El corazón de Momo empezó a latir más de prisa. Nunca había recibido una carta. La tomó en la mano y la miró por todos lados, después la abrió y sacó del sobre una hoja. Leyó:

Querida Momo: me he mudado. Si vuelves, vente en seguida a mi casa. Me preocupo mucho por ti. Te echo mucho de menos. Espero que no te haya ocurrido nada. Si tienes hambre ve, por favor, a casa de Nino. El me enviará la cuenta: yo lo pago todo. Come, pues, tanto como quieras. Todo lo demás te lo dirá Nino.

Quiéreme. Yo también te quiero.

Siempre tuyo,

Gigi

Momo tardó mucho en deletrear toda la carta, aunque Gigi se había esforzado mucho en escribir con letra bonita y clara. Cuando acabó se apagaba el últirno resto de luz diurna.

Pero Momo estaba consolada.

Levantó a la tortuga y la puso encima de su cama. Mientras se envolvía, en la manta polvorienta, dijo, en voz baja:

—¿Ves, Casiopea, que no estoy sola?

Pero la tortuga parecía dormir ya. Y Momo, que al leer la carta había visto a Gigi claramente ante sí, no cayó en la cuenta de que hacía casi un año que esta carta la esperaba.

Puso su mejilla sobre el papel. Ya no tenía frío.


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