Libros del Rincón


14. Demasiada comida y muy pocas respuestas


AL mediodía siguiente, Momo tomó la tortuga bajo el brazo y se puso en camino hacia el pequeño local de Nino.

—Verás, Casiopea —dijo—, como ahora se aclarará todo. Nino sabe dónde están Gigi y Beppo. Y entonces iremos a buscar a los niños y volveremos a estar todos juntos. Puede que vengan también Nino y su mujer y todos los demás. Seguro que te gustan mis amigos. Podría ser que hiciésemos una pequeña fiesta esta noche. Les hablaré de las flores y de la música y del maestro Hora y de todo lo demás. Ya tengo ganas de volver a verlos a todos. Pero de lo que más ganas tengo ahora es de una buena comida. Tengo hambre, ¿sabes?

Así siguió parloteando. Una y otra vez se llevaba la mano a la carta de Gigi, que llevaba en el bolsillo de su chaquetón. La tortuga sólo la miraba, con sus ojos antiquísimos, pero no decía nada.

Momo comenzó a canturrear mientras caminaba, para, por fin, cantar a voz en grito. Eran de nuevo las melodías y las palabras de las voces, que seguían sonando en su memoria con la misma claridad que el día antes. Momo sabía que nunca más las perdería.

Pero de repente calló. Ante ella estaba el local de Nino. Al primer instante, Momo creyó que se había equivocado de camino. En lugar de la vieja casa con el enjalbegado descolorido por la lluvia y el emparrado ante la puerta se encontraba con un cajón alargado de hormigón, con grandes ventanales que cubrían toda la fachada. La calle misma estaba asfaltada y circulaban por ella muchos coches. En la acera de enfrente había una gran gasolinera y, muy cerca, un enorme edificio de oficinas. Había muchos coches aparcados delante del nuevo local, sobre cuya puerta de entrada, un gran cartel ponía:

«Restaurante autoservicio rápido de Nino.»

Momo entró, y de momento le costó orientarse. A lo largo de las ventanas había muchas mesas de minúscula superficie y enormes patas, de modo que parecían setas deformes. Eran tan altas que los adultos podían comer en ellas de pie. Ya no había sillas.

En el otro lado había una larga barrera de relucientes barras de metal, una especie de cercado. Detrás de éste, una fila de pequeños armarios de vidrio, en los que había bocadillos de queso y de jamón, platos de ensalada, flan, pasteles y muchas otras cosas que Momo no conocía.

Pero de eso Momo no pudo darse cuenta hasta al cabo de un rato, porque la sala estaba repleta de gente a la que siempre parecía molestar: dondequiera que se pusiera, la empujaban a un lado. La mayor parte de la gente llevaba bandejas con platos y botellas e intentaba conseguir un sitio en una de las mesitas. Detrás de los que estaban en las mesas y comían a toda prisa ya había otros que esperaban su sitio. Aquí y allá, los comensales y los que esperaban intercambiaban palabras poco amables. De hecho, todos parecían estar muy descontentos.

Entre la barrera de metal y los armarios de vidrio avanzaba lentamente una cola. Cada uno sacaba de los armarios aquí un plato, allí una botella o un vaso de cartón.

Momo estaba asombrada. ¡Así que aquí todo el mundo podía coger cuanto quería! No vio a nadie que lo impidiera o que exigiera dinero a cambio. ¿Y si todo era gratis? Eso habría explicado las apreturas.

Al cabo de un rato, Momo logró descubrir a Nino. Estaba, tapado por mucha gente, al final de la fila de armarios, sentado detrás de la caja registradora, en la que continuamente marcaba algo, cobraba y devolvía el cambio. ¡Así que era allí donde la gente pagaba! Y, a causa de la cerca de metal, nadie podía llegar hasta las mesas sin haber pasado por delante de Nino.

—¡Nino! —gritó Momo, mientras intentaba abrirse paso entre la gente. Hacía señas con la carta de Gigi, pero Nino no la oía. La caja hacía demasiado ruido y exigía toda su atención.

Momo tomó ánimos, trepó por encima de la barrera y adelantó a la cola hacia Nino. Este alzó la cabeza, porque la gente empezaba a murmurar con desagrado.

Cuando vio a Momo desapareció de su cara, al instante, la expresión de mal humor.

—¡Momo! —gritó, radiante como antes—. ¡Estás aquí otra vez! ¡Qué sorpresa!

—¡Atrás! —gritaba la gente de la cola—. ¡Que la niña se ponga a la cola como todos los demás! ¡Eso de colarse es una desvergüenza!

—¡Un momento! —gritó Nino, mientras hacía gestos apaciguadores con la mano—. ¡Un poco de paciencia, por favor!

—¡Así cualquiera! —gritó uno de los que esperaban en la cola—. ¡A la cola, a la cola! La niña tiene más tiempo que nosotros.

—¡Gigi lo paga todo por ti, Momo! —le susurró a la niña—, así que puedes comer todo lo que quieras. Pero ponte a la cola, como los demás. Ya oyes cómo chillan.

Antes de que Momo hubiera podido preguntar nada más, la empujaron fuera, de modo que no le quedó otra solución que hacer igual que los demás. Se puso en el extremo de la cola y sacó de un estante una bandeja y de un cajón, cuchillo, tenedor y cuchara. Como necesitaba ambas manos para la bandeja, puso a Casiopea en ella. Mientras pasaba por delante de los armarios, sacaba alguna cosa de ellos y la ponía en la bandeja, alrededor de Casiopea.

Momo estaba un poco trastornada, por lo que se compuso una mezcla bastante curiosa: un trozo de pescado asado, un panecillo con mermelada, una salchicha, un pastelillo y un vaso de naranjada. Casiopea, colocada en medio de todo eso, prefirió retirarse enteramente al interior de su caparazón y no decir nada.

Cuando Momo llegó por fin a la caja, le preguntó rápidamente a Nino:

—¿Sabes dónde está Gigi?

—Si —dijo Nino—. Nuestro Gigi se ha hecho famoso. Todos estamos muy orgullosos de él porque, al fin y al cabo, es uno de los nuestros. Se le puede ver muchas veces en la televisión y también habla por radio. Y los periódicos siempre dicen una u otra cosa de él. Hace poco vinieron a verme dos periodistas para conocer su vida de antes. Yo les conté la historia de cuando Gigi...

—¡Más de prisa, los de delante! —gritaron algunas voces de la cola.

—Pero, ¿por qué ya no viene? —preguntó Momo.

—¿Sabes? —dijo Nino, que ya estaba un poco nervioso—, ya no tiene tiempo. Tiene cosas más importantes que hacer y en el anfiteatro ya no pasa nada ahora.

—¿Qué pasa con vosotros? —gritó una voz enfadada en la cola—. ¿Creéis que tenemos ganas de quedarnos aquí para siempre?

—¿Y dónde vive ahora? —preguntó Momo, tenaz.

—En algún lugar de la colina verde —contestó Nino—. Parece que tiene una villa muy bonita, con un gran parque. Pero ahora sigue, por favor.

En realidad, Momo no quería irse, porque aún le quedaban muchas preguntas por hacer, pero la empujaron. Se fue con su bandeja hacia las mesitas, donde efectivamente encontró, después de haber esperado un poquito, un sitio. Aunque también es verdad que la mesita era demasiado alta para ella, de modo que apenas podía asomar la nariz.

Cuando puso su bandeja en la mesa, los demás miraron con cara de asco la tortuga.

—¡Qué cosas! —le dijo uno a su vecino—. ¡Lo que hay que soportar hoy en día!

—¡Qué quiere usted! —gruñó el otro—. ¡La juventud de hoy!

Pero no dijeron nada más ni se ocuparon de Momo. Aunque ya de por sí le resultaba suficientemente difícil la comida, porque apenas podía ver su plato. Pero como tenía mucha hambre, se lo comió todo.

Ahora ya no tenía más apetito, pero todavía quería saber qué había sido de Beppo. Así que volvió a ponerse en la cola. Y como temía que la gente volviera a enfadarse si se limitaba a estarse ahí en medio, otra vez colocó en su bandeja toda una serie de cosas.

Cuando, por fin, volvió a estar ante Nino, preguntó:

—¿Y dónde está Beppo Barrendero?

—Te ha esperado mucho tiempo —explicó Nino a toda prisa, pues temía un nuevo enfado de su clientela—. Pensaba que te había ocurrido algo terrible. Siempre contaba no sé qué de unos hombres grises. Ya sabes, siempre fue un poco raro.

—¡Eh, esos dos! —gritó uno, en la cola—. ¿Os habéis dormido?

—¡En seguida, señor! —le gritó Nino.

—¿Y entonces? —preguntó Momo.

—Entonces hizo enfadar a la policía —continuó Nino, pasándose nervioso la mano por la cara—. Quería, a toda costa, que te buscaran. Por lo que sé, lo encerraron finalmente en una especie de sanatorio. No sé nada más.

—¡Maldita sea! —gritó uno, colérico—. ¿Qué es esto, un autoservicio rápido o una sala de espera? ¿Tenéis una reunión de familia, vosotros dos?

—¡Un instante! —gritó Nino, suplicante.

—¿Todavía sigue allí? —preguntó Momo.

—Creo que no —contestó Nino—. Dicen que lo soltaron porque era inofensivo.

—Entonces, ¿dónde está ahora?

—Ni idea, de verdad, Momo. Pero ahora, por favor, sigue adelante.

Una vez más, la gente de la cola apartó a Momo a empujones. Una vez más, se fue a una de las mesas, esperó hasta que le dejaron un sitio, y tragó la comida lo mejor que pudo. Esta vez ya le gustó bastante menos. Está claro que a Momo no se le ocurrió siquiera dejarse la comida en el plato.

Todavía le quedaba por saber qué había sido de los niños que antes siempre iban a verla. No había otro remedio, tenía que ponerse de nuevo en la cola de los que esperaban, pasar por delante de los armarios y llenar la bandeja de alimentos para que la gente no se enfadara con ella.

Por fin volvía a estar ante la caja con Nino.

—¿Y los niños? —preguntó—. ¿Qué es de ellos?

—Todo eso ha cambiado ahora —explicó Nino, a quien, al ver de nuevo a Momo, se le cubrió la cara de sudor—. No te lo puedo explicar ahora, ya ves cómo van las cosas aquí.

—Pero, ¿por qué no vienen ya? —insistió Momo, tozuda, en su pregunta.

—Todos los niños de los que no puede ocuparse nadie están alojados ahora en depósitos de niños. No se les puede dejar solos, porque... Bueno, ahora cuidan de ellos.

— ¡Eh, vosotros, charlatanes! —volvían a gritar las voces de la cola—. ¡A ver si os dais un poco de prisa! ¡Nosotros también queremos comer!

—¿Mis amigos? —preguntó Momo, incrédula—. ¿De verdad que ellos han querido eso?

—No les han preguntado —replicó Nino, mientras pasaba, nervioso, con las manos sobre las teclas de la caja registradora—. No se puede dejar que los niños decidan sobre una cosa así. Se ha procurado que desaparezcan de la calle. Y eso es lo importante, ¿no?

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Momo no contestó, sino que se limitó a mirar a Nino. Y esto acabó de confundirle.

—¡Por todos los diablos! —volvió a gritar desde la cola una voz iracunda—. ¡Qué modo de perder el tiempo! ¿Teníais que hacer vuestra tertulia precisamente ahora?

—Y, ¿qué voy a hacer yo ahora —preguntó Momo, en voz baja—, sin mis amigos?

Nino se encogió de hombros y se estrujó los dedos.

—Momo —dijo, tomando aliento profundamente como alguien que ha de hacer un gran esfuerzo para conservar la calma—, sé razonable y vuelve en cualquier otro momento; en serio que ahora no tengo tiempo para discutir contigo lo que has de hacer. Siempre podrás comer, ya lo sabes. Pero yo, en tu lugar, iría a uno de esos depósitos de niños, donde estarás ocupada y donde incluso aprenderás algo. De todos modos te llevarán allí si vas paseando sola por la calle.

Momo volvió a quedarse callada y sólo miró a Nino. La gente que esperaba la apartó. Fue a una de las mesas y se comió automáticamente su tercera comida, aunque apenas le cabía y sabía a lana y papel. Después se sintió mal.

Tomó a Casiopea bajo el brazo y salió, sin volver a mirar atrás.

—¡Eh, Momo! —le gritó Nino, que la vio en el último momento—. Todavía no me has dicho dónde has estado todo este tiempo. Espera un poco.

Pero ya llegaban los clientes siguientes, y volvió a teclear sobre la caja, a recibir dinero y a dar el cambio. Hacía rato que había vuelto a desaparecer la sonrisa de su cara.

—Comida sí —le dijo Momo a Casiopea cuando volvieron a estar en el viejo anfiteatro—, comida sí que me han dado, pero aún así me da la sensación de no estar satisfecha —y al cabo de un rato añadió—: No habría podido hablarle a Nino de la música y de las flores.

Al cabo de un ratito más, volvió a añadir:

—Pero mañana iremos a buscar a Gigi. Seguro que te gusta, Casiopea. Ya verás.

Pero en el caparazón de la tortuga no apareció más que un gran interrogante.


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