Libros del Rincón


17. Mucho miedo y más valor


MOMO tenía miedo de volver al viejo anfiteatro. Le parecía seguro que el hombre gris, que la había citado para medianoche, iría allí.

Y Momo tenía un pánico terrible cuando pensaba que estaría allí totalmente sola con él.

No, no quería volver a verle nunca más, ni allí ni en ningún otro sitio. Cualquiera que fuera la propuesta que tenía que hacerle, estaba muy claro que no significaría nada bueno ni para ella ni para sus amigos.

Pero, ¿dónde podría esconderse de él?

El sitio más seguro le parecía ser en medio de la muchedumbre. Cierto que había visto que nadie le había prestado atención, ni a ella ni al hombre gris, pero si de verdad le hacía algo y ella pedía auxilio, la gente la atendería y la salvaría. Además, se decía, en medio de una muchedumbre era más difícil de encontrar.

Así que, durante todo el resto de la tarde, hasta bien entrada la noche, Momo caminó entre la gente por las calles y plazas más transitadas hasta que, habiendo dado una gran vuelta, volvió al mismo punto en que había comenzado su camino. Lo hizo otra vez, y una tercera; se dejaba llevar por la corriente de gente, siempre con prisas.

Pero ya había caminado todo el día, y le dolían los pies de cansancio. Se hizo tarde, y Momo andaba, medio dormida, y andaba y andaba...

«No descansaré más que un momento», pensó por fin, sólo un pequeño instante, y entonces podré vigilar mejor...»

Junto al bordillo había, en aquel lugar, un triciclo de reparto, cargado con toda clase de sacos y cajas. Momo se subió a él y se apoyó contra un saco agradablemente blando. Alzó los cansados pies y los recogió debajo de su falda. ¡Ah, qué bien se estaba! Suspiró aliviada, se arrebujó contra el saco y se durmió de agotamiento antes de que se hubiera dado cuenta.

La agitaron sueños confusos. Vio al viejo Beppo, que usaba su escoba como tiento, mientras se balanceaba sobre una cuerda por encima de un abismo tenebroso.

—¿Dónde está el final? —le oía gritar una y otra vez—. No encuentro el final...

Y la cuerda parecía, efectivamente interminable. Desaparecía en la oscuridad por ambos extremos.

Momo habría querido ayudar a Beppo, pero ni siquiera consiguió que la viera. Estaba demasiado lejos, demasiado arriba.

Después vio a Gigi, que se sacaba de la boca una interminable tira de papel. Tiraba y tiraba, pero la cinta de papel ni se acababa ni se rompía. Gigi estaba ya encima de una montaña de tiras de papel. A Momo le pareció que la miraba suplicante, como si ya no pudiera respirar si ella no le ayudaba.

Quiso correr en su ayuda, pero sus pies se enredaron en las tiras de papel. Cuanto más intentaba librarse de ellas, más se enredaba.

Entonces vio a los niños. Eran planos como naipes. En cada carta se habían perforado muchos agujeros. Se barajaban las cartas, que tenían que ordenarse de nuevo y les perforaban más agujeros. Los niños naipes lloraban en silencio, pero volvían a barajarlos, con lo que hacían un ruido trepidante.

«¡Alto!», quería gritar Momo, «¡Paren!»

Pero la trepidación era más fuerte que su débil voz. Y se hacia cada vez más fuerte, hasta que se despertó.

En un primer momento no supo dónde se encontraba, porque todo estaba oscuro. Pero entonces recordó que se había montado en un triciclo. Y el triciclo estaba ahora moviéndose y su motor hacía aquel ruido.

Momo se secó las mejillas, húmedas de lágrimas. ¿Dónde estaba?

El triciclo debía haber circulado un buen rato sin que ella se diera cuenta, porque ya estaba en aquella parte de la ciudad que de noche parecía deshabitada. Las calles estaban desiertas y las casas oscuras.

El triciclo no iba aprisa, y Momo saltó de él antes de pensárselo dos veces. Quería volver a las calles animadas, donde se creía segura de los hombres grises. Pero de repente recordó lo que había soñado, y se paró.

El ruido del motor se perdió lentamente en las calles oscuras, y se hizo el silencio.

Momo ya no quería huir. Se había ido con la esperanza de salvarse. Todo el tiempo había pensado sólo en sí misma, en su propio abandono, en su miedo. Cuando en realidad eran sus amigos los que estaban en peligro. Si había alguien que podía ayudarlos todavía era ella. Por pequeña que fuera la posibilidad de que los hombres grises soltaran a sus amigos, había que intentarlo.

Después de pensar esto, sintió, de pronto, un cambio dentro de sí. El sentimiento de miedo y desamparo se había hecho tan grande que, repentinamente, se volvió en su contrario. Lo había superado. Ahora se sentía tan valerosa y confiada, como si ninguna fuerza del mundo pudiera hacerle nada; o, mejor dicho, ya no le importaba nada lo que le pudiera ocurrir.

Ahora quería encontrarse con los hombres grises. Lo quería a cualquier precio.

«Tengo que volver en seguida al anfiteatro», se dijo, «puede que no sea demasiado tarde, puede que me espere todavía.»

Pero eso era más fácil decirlo que hacerlo. No sabía dónde estaba, y no tenía la menor idea de hacia dónde tenía que ir. Aun así, se puso al caminar en, una dirección cualquiera.

Siguió andando y andando a través de las calles oscuras, muertas. Y como iba descalza, no oía siquiera el ruido de sus propios pasos. Cada vez que entraba en una calle nueva esperaba encontrar algo que le dijera a dónde tenía que ir, esperaba reconocer alguna señal. Pero no encontró ninguna. Ni siquiera podía preguntarle el camino a nadie, porque el único ser vivo con el que se cruzó fue un perro flaco, sucio, que buscaba algo comestible en un montón de basura y que huyó, miedoso, en cuanto se acercó.

Por fin, Momo llegó a una plaza inmensa, vacía. No era una de esas plazas bonitas, con árboles o fuentes, sino sólo una gran superficie vacía. Sólo en su extremo se destacaban contra el cielo nocturno los perfiles de las casas.

Momo atravesó la plaza. Cuando acababa de llegar a su centro, comenzó a sonar, cerca, un campanario. Sonó muchas veces, de modo que podía ser medianoche Si el hombre gris la esperaba en el anfiteatro, pensó Momo, ya no llegaría a tiempo para encontrarse con él. Se iría, sin haber resuelto nada. Habría perdido la oportunidad de ayudar a sus amigos, quizá para siempre.

Momo se mordió el puño. ¿Qué debía, que podía hacer? No lo sabía.

—¡Estoy aquí! —gritó, todo lo fuerte que pudo, hacia la oscuridad. No tenía la menor esperanza de que el hombre gris la pudiera oír. Pero en eso se equivocaba.

Apenas se había acabado el eco de la última campanada, cuando se hizo notar en todas las calles que llevaban a la plaza, a la vez, un tenue brillo luminoso, que aumentaba rápidamente. Momo se dio cuenta de que eran los faros de muchos coches que se acercaban desde todos los lados hacia el centro de la plaza. Hacia cualquier lado que se volviera, siempre se encontraba con un chorro de luz, de modo que tuvo que protegerse los ojos con la mano. ¡Ya venían!

Momo no había contado con una movilización tal.

Por un instante sintió que la abandonaba el valor. Y como estaba rodeada y no podía huir, se escondió lo que pudo, en su chaquetón de hombre, demasiado grande.

Pero después pensó en las flores y en las voces de la gran música, y en seguida se sintió consolada y confortada.

Con los motores ronroneando, los coches se habían acercado más y más. Finalmente se pararon, uno junto a otro, formando un gran círculo cuyo centro era Momo.

Entonces se apearon los hombres grises. Momo no podía ver cuántos eran, porque se quedaron en la oscuridad, detrás de los faros. Pero sintió que muchas miradas se posaban en ella, miradas que no contenían nada bueno. Tuvo frío.

Durante un rato, nadie dijo nada, ni Momo ni ninguno de los hombres grises.

—Así que ésta —oyó, por fin, que decía una voz cenicienta— es la niña Momo, que creía poder enfrentarse a nosotros. Miradla, qué poquita cosa.

A esas palabras siguió un ruido castañeteante que, desde lejos, podía parecerse a una risa a muchas voces.

—¡Cuidado! —dijo, retenida, otra voz cenicienta— Saben lo peligrosa que puede llegar a ser esa niña. No vale la pena tratar de engañarla.

Momo se avivó.

—Está bien —dijo, desde la oscuridad más allá de los faros, la primera voz—, vamos a intentarlo, pues, con la verdad por delante.

De nuevo hubo un largo silencio. Momo sintió que los hombres grises temían decir la verdad. Parecía costarles un esfuerzo increíble. Momo oyó algo que parecía un jadeo de muchas gargantas.

Por fin volvió a hablar uno. La voz llegaba de otra dirección, pero era igual de cenicienta:

—Hablemos, pues, con franqueza. Estás sola, querida niña. Tus amigos están fuera de tu alcance. Ya no hay nadie con quien puedas compartir tu tiempo. Todo eso lo planeamos nosotros. Ya ves lo poderosos que somos.

No vale la pena resistirse a nosotros. Todas esas horas solitarias, ¿qué son, ahora, para ti? Una maldición que te aplasta, un peso que te asfixia, un mar que te ahoga, una tortura que te quema. Estás marginada de todos los demás hombres.

Momo escuchaba y seguía callando.

—Llegará un momento —continuó la voz—, en que no lo soportarás, acaso mañana, dentro de una semana, dentro de un año. A nosotros nos es igual, nos limi-tamos a esperar. Porque sabemos que tarde o temprano vendrás, arrastrándote, y dirás: Estoy dispuesta a todo, pero libradme de esta carga. ¿0 ya has llegado a este punto? No tienes más que decirlo.

Momo movió la cabeza.

—¿No quieres que te ayudemos? —preguntó, glacial, la voz. Desde todos lados cayó sobre Momo una ola de frío, pero ella apretó los dientes y volvió a mover la cabeza.

—Sabe lo que es el tiempo —murmuró otra voz.

—Eso demuestra que realmente ha estado con Alguien —contestó, en el mismo tono, la primera voz, para preguntar—: ¿Conoces al maestro Hora?

Momo asintió.

—¿Has estado con él, de verdad?

Momo asintió de nuevo.

—¿Así que conoces las flores horarias?

Momo asintió por tercera vez. ¡Y tanto que las conocía!

Volvió a hacerse un largo silencio. Cuando la voz volvió a hablar, vino de otra dirección.

—Quieres a tus amigos, ¿verdad?

Momo asintió.

—¿Y te gustaría librarlos de nuestro poder?

Momo asintió otra vez.

—Podrías hacerlo, sólo con que quisieras.

Momo se apretó más aún el chaquetón, porque tiritaba de frío de la cabeza a los pies.

—No te costaría más que una pequeñez librar a tus amigos. Nosotros te ayudamos y tú nos ayudas. Me parece que es justo.

Momo miró atentamente hacia la zona de donde provenía la voz.

—A nosotros también nos gustaría conocer personalmente a ese tal maestro Hora, ¿sabes? Pero no sabemos dónde vive. Sólo queremos de ti que nos lleves hasta él. Eso es todo. Sí, Momo, escucha bien, para convencerte de que hablamos contigo con total franqueza y honradez: a cambio, te devolvemos a tus amigos y podréis vivir vuestra vieja vida, alegre y divertida. Me parece que es un buen trato.

Momo abrió la boca por primera vez. Le costaba hablar, porque le parecía tener los labios congelados.

—¿Qué queréis del maestro Hora? —preguntó lentamente.

—Queremos conocerle —replicó la voz con dureza, y el frío aumentó—. Eso te ha de bastar.

Momo calló y esperó. Corrió cierto movimiento entre los hombres grises. Parecían ponerse intranquilos.

—No te entiendo —dijo la voz—. Piensa en ti y en tus amigos. ¿Por qué te ocupas del maestro Hora? Es lo suficientemente mayor como para ocuparse de sí mismo. Y, además, si es razonable y llega a un acuerdo amistoso con nosotros, no le tocaremos siquiera un cabello. En caso contrario, tenemos nuestros medios para obligarle.

—¿A qué? —preguntó Momo con los labios morados.

De repente, la voz sonó chillona y agotada, cuando contestó:

—Estamos hartos de reunir penosamente, una a una, las horas, los minutos y los segundos de los hombres. Queremos todo el tiempo de todos los hombres. Y tiene que dárnoslo Hora.

Momo miró horrorizada en la dirección de la que venía la voz.

—¿Y los hombres? —preguntó—. ¿Qué será de ellos?

—Los hombres —gritó la voz, en falsete— hace tiempo que son inútiles. Ellos mismos han convertido el mundo en un lugar donde ya no hay sitio para ellos. Nosotros dominaremos el mundo.

El frío, ahora, era tan terrible, que Momo sólo podía mover los labios con dificultad, pero no podía decir palabra.

—Pero no te preocupes, pequefta Momo —prosiguió la voz, ahora baja y halagadora—, tú y tus amigos, vosotros quedáis excluidos. Seréis los últimos hombres que jueguen y se cuenten historias. No os mezclaréis más en nuestros asuntos y nosotros os dejaremos en paz.

La voz calló, pero comenzó a hablar de nuevo, al poco, desde otra dirección:

—Sabes que hemos dicho la verdad. Mantendremos nuestra promesa. Y ahora llévanos a casa de Hora.

Momo intentó hablar. Casi había perdido el conocimiento por el frío. Después de varios intentos consiguió decir:

—Ni aunque pudiera lo haría.

De algún lugar llegó una voz amenazadora:

—¿Qué significa eso de que si pudieras? Sí puedes. Has estado en casa de Hora, o sea que sabes el camino.

—No lo encontraría de nuevo —susurró Momo—; lo he intentado. Sólo Casiopea lo sabe.

—¿Quién es ésa?

—La tortuga del maestro Hora.

—¿Dónde está ahora?

Momo, apenas consciente, tartamudeó:

—Volvió... conmigo... pero... la he... perdido.

Como de muy lejos oyó una gran confusión de voces excitadas.

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—¡Alarma general! —oyó gritar—. Hay que encontrar la tortuga. Hay que registrar todas las tortugas. ¡Hay que encontrar a Casiopea!

Las voces se difuminaron. Se hizo el silencio. Momo se recuperó poco a poco. Estaba sola en medio de la gran plaza, sobre la que sólo soplaba una racha de viento gris, un viento que parecía no venir de ningún lado, un viento helado.


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