Libros del Rincón


18. Cuando se prevé sin mirar atrás


MOMO no sabía cuánto tiempo había pasado. El campanario sonaba de vez en cuando, pero Momo apenas lo oía. Muy lentamente volvía a su cuerpo entumecido el calor. Se sentía como paralizada y no sabía decidirse a nada.

¿Tenía que ir al viejo anfiteatro y ponerse a dormir? ¿Ahora, cuando habían desaparecido todas las esperanzas para ella y sus amigos? Porque ahora sabía que nunca volvería a ser igual que antes...

A ello se añadía el miedo por Casiopea. ¿Qué ocurriría si los hombres grises la encontraban? Momo empezó a hacerse amargos reproches por haber mencionado a la tortuga. Pero había estado tan atontada que no había tenido oportunidad de reflexionar.

—Y puede ser —trataba de consolarse Momo— que Casiopea ya esté de vuelta con el maestro Hora. Sí. ¡Ojalá ya no me busque! Sería una suerte, tanto para ella como para mí...

En ese momento, algo tocó con suavidad su pie. Momo se asustó y se agachó lentamente.

¡Ante ella estaba la tortuga! En la oscuridad relucieron las palabras Ya estoy aquí.

Sin pensárselo, Momo la recogió y la ocultó debajo del chaquetón. Entonces se enderezó y escuchó y miró en la oscuridad, porque temía que los hombres grises pudieran estar cerca todavía.

Pero todo estaba silencioso.

Casiopea pataleaba con fuerza bajo el chaquetón e intentaba soltarse. Momo la sujetaba con fuerza, pero miró hacia ella y susurró:

—¡Por favor, estate quieta!

¿Qué son estas tonterías?, ponía en el caparazón.

—No tienen que verte —susurró Momo.

Ahora aparecieron en el caparazón las palabras ¿No estás contenta?

—¡Claro! —dijo Momo, y casi sollozó—. ¡Claro, Casiopea, y tanto!

Y la besó repetidamente en la nariz.

Las letras en el caparazón de la tortuga enrojecieron visiblemente cuando contestó: ¡Por favor!

Momo sonrió.

—¿Me has buscado todo el tiempo?

Cierto.

—¿Y cómo has venido a encontrarme precisamente aquí y justo ahora?

Lo preveía.

Así que la tortuga había estado buscando todo el tiempo a Momo, aún sabiendo que no la encontraría. Entonces, no habría hecho falta que la buscara. Eso era otro de los enigmas de Casiopea que hacían que uno se volviera loco si lo pensaba demasiado tiempo. Pero ahora, por lo menos, no era el momento más apropiado para reflexionar sobre esa cuestión.

Momo le contó en susurros a la tortuga lo que había ocurrido mientras tanto.

—¿Qué hemos de hacer ahora? —preguntó, al fin.

Casiopea había escuchado atentamente. Ahora aparecieron en su caparazón las palabras: Vamos a ver a Hora.

—¿Ahora? —preguntó Momo, aterrada—. ¡Pero si te están buscando por todas partes! Sólo aquí no están ahora. ¿No sería mejor quedarse aquí?

Pero en la tortuga sólo ponía: Yo sé, nos vamos.

—Entonces —dijo Momo— iremos a parar directamente a sus manos.

No encontraremos a nadie, era la respuesta de Casiopea.

Pues bien, si lo sabía con tal seguridad, se podía fiar de ella. Momo dejó a Casiopea en el suelo. Pero entonces pensó en el largo y penoso camino que había recorrido la otra vez y sintió, de pronto, que no tendría las fuerzas necesarias.

—Ve sola Casiopea —dijo en voz baja—, yo no puedo más. Ve sola y dale recuerdos al maestro Hora.

Es muy cerca, ponía en la espalda de Casiopea.

Momo lo leyó y se volvió, asombrada. Poco a poco se dio cuenta de que estaba en aquel barrio mísero y como desierto del que había pasado, la vez anterior, a la zona de las casas blancas y aquella luz tan curiosa. Si era así, acaso podría llegar todavía hasta la calle de Jamás y la casa de Ninguna Parte.

—Está bien —dijo Momo—, voy contigo. ¿Pero no podría llevarte, para ir un poco más de prisa?

No, ponía en el caparazón de Casiopea.

—¿Por qué tienes que arrastrarte tú misma? —preguntó Momo.

A esto vino la enigmática respuesta: El camino está en mí.

Con esto, la tortuga se puso en marcha y Momo la siguió, poco a poco y pasito a pasito.

Apenas la niña y la tortuga habían desaparecido por una de las callejuelas, las sombras de las casas alrededor de la gran plaza cobraron vida. Recorrió la plaza una risita cenicienta. Se trataba de los hombres grises, que habían espiado toda la escena. Una parte de ellos se había quedado atrás para observar secretamente a la niña. Habían tenido que esperar mucho, pero ni ellos mismos habían pensado que la larga espera tendría tanto éxito.

—¡Allá van! —susurró una voz cenicienta—. ¿Los cogemos?

—Claro que no —murmuró otra—. Los dejamos marchar.

—¿Por qué? —preguntó la primera voz—. Si tenemos que cazar la tortuga, nos han dicho. A cualquier precio.

—Es verdad. ¿Y para qué la queremos?

—Para que nos lleve a casa de Hora.

—Exacto. Y es justo lo que está haciendo. Y ni siquiera tenemos que obligarla. Lo hace voluntariamente, aunque sin querer.

Volvió a recorrer las sombras de la plaza una risita átona.

—Pasen en seguida la noticia a todos los agentes de la ciudad. Puede interrumpirse la búsqueda. Que todos se unan a nosotros. Pero cuidado, señores. Ninguno de nosotros ha de interponerse en su camino. Que les dejen la vía libre. No han de encontrarse con ninguno de nosotros. Y ahora, señores, sigamos a nuestros cándidos guías.

De ahí que Momo y Casiopea no se encontraran, efectivamente, con ninguno de sus perseguidores. Porque fueran a donde fueran, los perseguidores las esquivaban y desaparecían a tiempo, para juntarse a sus compañeros que iban detrás de la niña y la tortuga. Una procesión de hombres grises cada vez más larga, seguía en silencio a las dos fugitivas, manteniéndose siempre oculta detrás de una esquina.

Momo estaba tan cansada como no lo había estado nunca en toda su vida. A veces creía que al instante siguiente iba a caerse y quedarse dormida. Pero se obligaba a dar el paso siguiente, y el siguiente a éste. Y, durante un breve ratito, parecía ir mejor.

¡Si la tortuga no hubiera ido tan lenta! Pero no podía hacerle nada. Momo ya no miraba ni a derecha ni a izquierda, sino sólo sus propios pies y a Casiopea.

Después de lo que le pareció una eternidad se dio cuenta de que la calle se iba haciendo más clara. Momo alzó los párpados, que le parecían pesar como plomo, y miró alrededor.

¡Sí! Por fin habían llegado a aquel barrio en que había aquella luz que no era el amanecer ni el atardecer y donde las sombras se proyectaban en todas direcciones. Las casas eran de un blanco resplandeciente con sus ventanas negras. Y ahí estaba también aquel curioso monumento, que no representaba nada más que un huevo gigantesco sobre un sillar de piedra negra.

Momo cobró ánimos, porque ya no podía faltar demasiado para llegar a casa del maestro Hora.

—Por favor —le dijo a Casiopea—, ¿no podríamos ir un poco más de prisa?

Cuanto más lento, más aprisa, fue la respuesta de la tortuga. Siguió arrastrándose, acaso más lentamente que antes. Y Momo notó —como la primera vez— que, precisamente por eso, avanzaban más de prisa. Era como si la calle se deslizara debajo de sus pies, tanto más de prisa cuanto más lentamente caminaban.

Este era el secreto de aquel barrio: cuanto más lentamente caminaban, tanto más de prisa avanzaban. Y cuanto más se apresuraban, menos se adelantaba. Eso no lo habían sabido la otra vez, cuando perseguían a Momo en tres coches, los hombres grises. Así,se les había escapado Momo.

¡La otra vez!

Pero ahora las cosas eran de otro modo. Porque ahora no querían alcanzar a la niña ni a la tortuga. Ahora las seguían tan poquito a poco como caminaban aquéllas. Y así también ellos descubrieron este secreto. Lentamente, las calles blancas detrás de las dos se llenaron con un ejército de hombres grises. Y como éstos sabían ahora cómo había que moverse, iban incluso más lentamente todavía que la tortuga, por lo que iban alcanzándola. Era como una carrera al revés, una carrera de lentitud.

El camino iba en zigzag a través de aquellas calles de sueño, más y más profundamente dentro del barrio blanco. Entonces llegaron a la esquina de la calle de Jamás.

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Casiopea ya había entrado en ella y marchaba hacia la casa de Ninguna Parte. Momo se acordó de que en esa calle no había podido avanzar hasta que se había dado la vuelta y caminado hacia atrás. Por eso, lo volvió a hacer ahora.

El corazón casi se le paró del susto.

Los ladrones de tiempo se acercaban como un muro gris, móvil, uno al lado del otro, llenando toda la anchura de la calle, hilera tras hilera hasta donde alcanzaba la vista.

Momo gritó, pero no pudo oír su propia voz. Anduvo hacia atrás por la calle de Jamás y miró, con ojos como platos, el ejército de hombres grises que la seguía.

Pero de nuevo ocurrió algo notable: cuando los primeros perseguidores intentaron entrar en la calle de Jamás, se disolvieron, ante los ojos de Momo, literalmente en la nada. Primero desaparecieron sus manos adelantadas, luego las piernas y los cuerpos y finalmente las caras, en las que había una expresión de sorpresa y de terror.

Pero Momo no era la única que observó este suceso, sino también los hombres grises que venían detrás. Los primeros se apretaron contra la masa de los que empujaban por detrás, por lo que, durante un rato, hubo como una pelea entre ellos. Momo vio las caras iracundas y sus puños amenazadores. Pero ninguno se atrevió a seguirla más allá.

Por fin, Momo llegó a la casa de Ninguna Parte.

Se abrió el gran portal de metal verde. Momo se lanzó por él, atravesó corriendo el pasillo con las estatuas de piedra, abrió la puertecita del otro extremo, pasó por ella, recorrió la sala con los innumerables relojes hacia la salita en el centro, entre los relojes de pie, se echó en el sofá y escondió la cara en un cojín, para no ver ni oír nada más.


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