Libros del Rincón


4. Un viejo callado y un joven parlanchín


AUN cuando alguien tiene muchos amigos, suele haber entre ellos unos pocos a los que se quiere todavía más que a los demás. También en el caso de Momo era así.

Tenía dos grandes amigos que iban a verla cada día y que compartían con ella todo lo que tenían. Uno era joven y otro viejo.

Momo no habría sabido decir a quién de los dos quería más.

El viejo se llamaba Beppo Barrendero. Seguro que en realidad tendría otro apellido, pero como era barrendero de profesión y todos le llamaban así, él también decía que ese era su nombre.

Beppo Barrendero vivía en una choza que él mismo se había construido, cerca del anfiteatro, a base de ladrillos, latas y cartón embreado. Era extraordinariamente bajo e iba siempre un poco encorvado, por lo que apenas sobrepasaba a Momo. Siempre llevaba su gran cabeza, sobre la que se erguía un mechón de pelos canosos, un poco torcida, y sobre la nariz llevaba unas pequeñas gafas.

Algunos opinaban que a Beppo Barrendero le faltaba algún tornillo. Lo decían porque ante las preguntas se Iimitaba a sonreír amablemente y no contestaba. Pensaba. Y cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero cuando la creía necesaria, pensaba sobre ella. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, el otro, claro está, había olvidado qué había preguntado, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía.

Sólo Momo sabía esperar tanto y entendía lo que decía. Sabía que se tomaba tanto tiempo para no decir nunca nada que no fuera verdad. Pues en su opinión, todas las desgracias del mundo nacían de las muchas mentiras, las dichas a propósito, pero también las involuntarias, causadas por la prisa o la imprecisión.

Cada mañana iba, antes del amanecer, en su vieja y chirriante bicicleta, hacia el centro de la ciudad, a un gran edificio. Allí esperaba, con sus compañeros, en un patio, hasta que le daban una escoba y le señalaban una calle que tenía que barrer.

A Beppo le gustaban estas horas antes del amanecer, cuando la ciudad todavía dormía. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Sabía que era un trabajo muy necesario.

Cuando barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia; a cada paso una inspiración y a cada inspiración una barrida. Paso - inspiración - barrida. Paso - inspiración - barrida. De vez en cuando, se paraba un momento y miraba pensativamente ante sí. Después proseguía paso - inspiración - barrida.

Mientras se iba moviendo, con la calle sucia ante sí y la limpia detrás, se le ocurrían pensamientos. Pero eran pensamientos sin palabras, pensamientos tan difíciles de comunicar corno un olor del que uno a duras penas se acuerda, o como un color que se ha soñado. Después del trabajo, cuando se sentaba con Momo, le explicaba sus pensamientos. Y como ella le escuchaba a su modo, tan peculiar, su lengua se soltaba y hallaba las palabras adecuadas.

—Ves, Momo —le decía, por ejemplo—, las cosas son así: a veces tienes ante ti una calle larguísima. Te parece tan terriblemente larga, que nunca crees que podrás acabarla.

Miró un rato en silencio a su alrededor; entonces siguió:

—Y entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle no se hace más corta. Y te esfuerzas más todavía, empiezas a tener miedo, al final estás sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer.

Pensó durante un rato. Entonces siguió hablando:

—Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente.

Volvió a callar y reflexionar, antes de añadir:

—Entonces es divertido; eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser.

Después de una nueva y larga interrupción, siguió:

—De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta cómo ha sido, y no se está sin aliento.

Asintió en silencio y dijo, poniendo punto final:

—Eso es importante.

Otra vez se sentó al lado de Momo, callado, y ella vio que estaba pensando y que quería decir algo muy especial. De repente, él la miró a los ojos y le dijo:

—Nos he reconocido.

Pasó mucho rato antes de que continuara con voz baja:

—Eso ocurre, a veces... a mediodía..., cuando todo duerme en el calor... El mundo se vuelve transparente... Como un río, ¿entiendes?... Se puede ver el fondo.

Asintió y calló un rato, para decir en voz más baja:

—Hay allí otros tiempos, allí al fondo.

Volvió a pensar un buen rato, buscando las palabras adecuadas. Pero pareció no encontrarlas, pues de repente dijo con voz totalmente normal:

—Hoy estuve barriendo junto a las viejas murallas. Hay allí cinco sillares de otro color. Así, ¿entiendes?

Y con el dedo dibujó una gran T en el suelo. La miró con la cabeza torcida y, de repente, murmuró:

—Las he reconocido, las piedras.

Después de otra interrupción siguió, a empellones:

—Esos eran otros tiempos, cuando se construyó la muralla... Trabajaron muchos en ella ... Pero había dos, entre ellos, que colocaron esos sillares ... Era una señal, ¿comprendes?... La he reconocido.

Se pasó la mano por los ojos. Parecía costarle un gran esfuerzo lo que intentaba decir, porque al seguir hablando, las palabras salían con esfuerzo:

—Tenían otro aspecto, esos dos, en aquel entonces.

Pero entonces dijo, en tono definitivo y casi colérico:

Pero nos he reconocido, a ti y a mí. ¡Nos he reconocido!

No se le puede tomar a mal a la gente el que sonrieran cuando oían hablar a Beppo Barrendero de ese modo y, a sus espaldas, algunos se señalaban la sien con el dedo. Pero Momo lo quería y guardaba todas sus palabras en su corazón.

El otro amigo de Momo era joven y, en todos los aspectos, lo más opuesto a Beppo Barrendero. Era un guapo muchacho de ojos soñadores, pero una lengua increíble. Siempre estaba repleto de bromas y chistes, y sabía reír con tal ligereza, que había que reír con él, se quisiera o no. Se llamaba Girolamo, pero todos lo llamaban Gigi.

Como al viejo Beppo lo hemos llamado según su profesión, haremos lo mismo con Gigi, aunque no tenía ninguna profesión precisa. Lo vamos a llamar, pues, Gigi Cicerone. Pero ya queda dicho que la de cicerone sólo era una de las muchas profesiones que ejercía según la ocasión, y no lo era, ni mucho menos, de modo oficial.

El único requisito que tenía para ejercer esa actividad era una gorra de plato. Se la ponía en cuanto veía aparecer, de tarde en tarde, algún grupo de viajeros que se había perdido por ese barrio. Se acercaba a ellos con la cara seria y se ofrecía a guiarlos y explicarles todo. Si los forasteros estaban de acuerdo, se disparaba y les contaba los cuentos de Calleja. Punteaba su relato de acontecimientos, nombres y fechas inventados, de tal manera que los pobres oyentes quedaban totalmente confusos. Algunos se daban cuenta y se marchaban enfadados. Pero la mayoría se lo creía y se lo retribuían cuando Gigi pasaba la gorra, al final.

La gente de los alrededores se reía de las invenciones de Gigi, pero algunos ponían caras censoras y opinaban que no estaba bien que aceptara dinero a cambio de historias que, al fin y al cabo, había inventado.

—Eso lo hacen todos los poetas —decía a eso Gigi—. ¿Y acaso la gente no ha recibido nada a cambio de su dinero? Yo os digo que han recibido exactamente lo que querían. ¿Y qué importa que lo que yo cuente esté o no escrito en algún libro muy sabio? ¿Quién os dice a vosotros que las historias que ponen en los libros sabios no sean también inventadas, sólo que nadie se acuerda ya?

Otra vez decía:

—¿Quién sabe lo que es cierto y lo que no? ¿Quién puede saber lo que ha ocurrido aquí hace mil o dos mil años? ¿Lo sabéis vosotros?

—No —reconocían los demás.

—¡Lo veis! —exclamaba Gigi Cicerone—. ¡Cómo podéis decir vosotros que las historias que yo cuento no son verdad! Puede ser que, casualmente, haya ocurrido tal como yo lo cuento. Entonces he dicho la pura verdad.

A eso era difícil oponer nada. Sí, en lo que se refiere a locuacidad, Gigi fácilmente podía con todos ellos.

Lamentablemente venían muy pocos forasteros que quisieran ver el anfiteatro, por lo que Gigi tenía que practicar otras profesiones. Según la ocasión, era guarda de un aparcamiento, testigo de boda, paseador de perros, cartero de amor, participante en un funeral, traficante de recuerdos y muchas otras cosas más.

Pero Gigi soñaba con volverse rico y famoso. Viviría en una casa de fábula, rodeada de un parque; comería en platos dorados y dormiría sobre almohadas de seda. Y se veía a sí mismo en el esplendor de la fama como un sol, cuyos rayos ya lo calentaban ahora, en su miseria.

—¡Lo conseguiré! —exclamaba, cuando los otros se reían de sus sueños—. Todos os acordaréis de mis palabras.

Pero ni él mismo hubiera podido decir cómo pensaba alcanzar la fama. Porque no le atraían demasiado el esfuerzo y el trabajo.

—Eso no tiene mérito —le decía a Momo—, así se puede hacer rico cualquiera —. míralos, lo que parecen los que han vendido la vida y el alma por un poco de bienestar. No, á eso no juego yo. Y aunque muchas veces no tenga dinero, ni siquiera para pagar una taza de café, Gigi seguirá siendo Gigi.

Se pensaría que era totalmente imposible que dos personas de ideas tan diferentes acerca del mundo y la vida, como Gigi Cicerone y Beppo Barrendero, se hicieran amigos. Sin embargo, así era. Da la casualidad que el único que nunca censuraba a Gigi su ligereza era el viejo Beppo. Y por la misma casualidad era precisamente el locuaz Gigi el único que nunca se reía del sorprendente y viejo Beppo.

Probablemente fuera a causa del modo en que Momo los escuchaba a ambos.

Ninguno de los tres intuía que pronto caería una sombra sobre su amistad. Y no sólo sobre su amistad, sino sobre toda la región; una sombra que crecía y crecía y que ahora mismo, oscura y fría, se extendía ya sobre la gran ciudad.

Se trataba de una conquista callada e insensible, que avanzaba día a día, y contra la que nadie se resistía, porque nadie conseguía darse cuenta de ella. Y los conquistadores, ¿quiénes eran?

Ni siquiera el viejo Beppo, que se daba cuenta de tantas cosas que los demás no veían, observaba los hombres grises que recorrían, incansables, la ciudad y parecían estar siempre ocupados. Y eso que no eran invisibles. Se les veía, y no se les veía. De algún misterioso modo eran capaces de pasar desapercibidos, de manera que no se les observaba o se volvía a olvidar, en seguida, su aspecto. Así podían operar en la clandestinidad, precisamente porque no se ocultaban. Y como nadie reparaba en ellos, nadie les preguntaba de dónde habían salido y de dónde salían, porque cada día eran más.

Circulaban por las calles en elegantes coches grises, entraban en todas las casas, se sentaban en todos los restaurantes. Muchas veces hacían anotaciones en sus agendas.

Eran unos hombres vestidos con trajes de un color gris telaraña. Incluso sus caras parecían ser de ceniza gris. Llevaban bombines y fumaban pequeños puros grises. Cada uno llevaba siempre un maletín gris plomo.

Tampoco Gigi Cicerone había notado que varias veces, algunos de esos hombres grises habían estado cerca del anfiteatro y habían apuntado muchas cosas en sus agendas.

Sólo Momo había observado que una tarde habían aparecido sus oscuras siluetas por el borde superior del anfiteatro. Se habían hecho señas los unos a los otros y después se habían reunido a discutir. No se había oído nada, pero Momo, de repente, había sentido un frío muy especial, como no lo había notado nunca antes. No le sirvió de nada que se arrebujara más estrechamente en su gran chaquetón, porque no era un frío normal.

Después, los hombres grises se habían ido de nuevo y no habían vuelto a aparecer.

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Esa noche, Momo no había podido oír, como otras veces, la música callada y poderosa. Pero al día siguiente, la vida había continuado como siempre, y Momo no volvió a pensar en los curiosos visitantes. También ella los había olvidado.


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