Libros del Rincón


5. Cuentos para muchos y cuentos para una


POCO a poco, Momo se había vuelto totalmente imprescindible para Gigi Cicerone. En la medida en que se puede afirmar eso de un tipo tan inconstante corno él, había cobrado un profundo cariño por la niña, y hubiera querido llevarla consigo a todas partes.

El contar historias era, como ya sabemos, su pasión. Y precisamente en este punto se había operado un cambio en él. Antes, sus historias habían resultado, de vez en cuando, un tanto pobres, no se le ocurría nada interesante, repetía algunas cosas o recurría a alguna película que había visto o alguna noticia que había leído. Por decirlo así, sus historias habían ido a pie, pero desde que conocía a Momo, le habían crecido alas.

Especialmente cuando Momo estaba con él y le escuchaba, su fantasía florecía como un prado en primavera. Niños y mayores se apiñaban a su alrededor. Ahora era capaz de contar historias que se estiraban en muchos capítulos a lo largo de días y semanas, y nunca se le agotaban las ocurrencias. El mismo, por cierto, también se escuchaba con la máxima atención, porque no tenía la más mínima idea de a dónde le conduciría su fantasía.

Una vez que llegaron unos viajeros que querían visitar el anfiteatro (Momo estaba sentada, algo apartada, en las gradas de piedra), comenzó del modo siguiente:

«¡Estimadas señoras y caballeros! Como acaso todos ustedes sepan, la emperatriz Basilisca Agustina emprendió incontables guerras para defender su imperio de los constantes ataques de los pitos y flautas.

»Cuando hubo sometido una vez más esos pueblos, estaba tan irritada por la inacabable molestia, que amenazó con exterminar a todos los atacantes a menos que su rey Xaxotraxolus le cediera, como castigo, su carpa dorada.

»Pues en aquella época, damas y caballeros, las carpas doradas todavía eran desconocidas aquí. Pero la emperatriz Basilisca había oído de boca de un viajero, que el rey Xaxotraxolus poseía un pececito que, en cuanto hubiera acabado de crecer, se convertiría en oro puro. Y esa rareza quería poseerla a cualquier precio la emperatriz Basilisca.

»El rey Xaxotraxolus se rió para sus adentros Ocultó debajo de la cama la carpa dorada, que efectivamente poseía, e hizo entregar a la emperatriz, en una sopera incrustrada de diamantes, una ballena pequeñita.

»Bien es cierto que la emperatriz quedó un tanto sorprendida por el tamaño del animal, pues se había imaginado la carpa dorada un poco más pequeña. Pero pensó que cuanto mayor, mejor, pues tanto más oro produciría, al final, el pez. Pero, por otro lado, ese pez no parecía dorado, y eso la intranquilizaba. Pero el emisario del rey Xaxotraxolus le declaró que el pez no se convertiría en oro hasta haber acabado de crecer, no antes. Por eso era muy importante que no se le estorbara en su crecimiento. Con eso, la emperatriz Basilisca se dio por satisfecha.

»El pececito crecía de día en día y consumía enormes cantidades de comida. Pero la emperatriz no era pobre y el pez recibía todo lo que podía tragar, con lo que se hizo grande y gordo. Pronto, la sopera se quedó pequeña.

»"Cuanto mayor, mejor", dijo la emperatriz Basilisca, y lo hizo trasladar a su bañera. Pero al poco tiempo ya no cabía tampoco en la bañera. Crecía y crecía. Entonces fue trasladado a la piscina imperial. Eso ya era un transporte bastante complicado, porque el pez ya pesaba tanto como un buey Uno de los esclavos que tenía que arrastrarlo resbaló y la emperatriz lo mandó tirar a los leones, porque el pez lo era todo para ella.

»Todos los días se pasaba muchas horas sentada al borde de la piscina y lo veía crecer. No pensaba más que en el oro, pues es sabido que llevaba una vida muy espléndida y nunca tenía oro suficiente.

»"Cuanto mayor, mejor", murmuraba para sí. Esa frase se convirtió en el lema del imperio y se grabó en letras de oro en todos los edificios estatales.

»Pero, hasta la piscina imperial resultó demasiado pequeña para el pez. Entonces, Basilisca mandó construir este edificio, cuyas ruinas, señoras y señores, tienen ante sí. Era un enorme acuario, totalmente circular, lleno hasta el borde de agua, en el que. el pez, por fin, podía estirarse a gusto.

»La emperatriz, como ya hemos dicho, pasaba día y noche en este lugar y esperaba que el pez gigante se convirtiera en oro. Ya no se fiaba de nadie, ni de sus esclavos ni de sus parientes, y temía que le fueran .a robar el pez. De modo que ahí estaba, adelgazaba más y más por el miedo y la preocupación, no pegaba ojo y vigilaba el pez, que nadaba divertido y no pensaba siquiera en convertirse en oro. Y Basilisca se despreocupaba más y más de los asuntos del gobierno.

»Eso precisamente habían esperado los pitos y flautas. Bajo la dirección de su rey Xaxotraxolus, emprendieron una última campaña y conquistaron todo el imperio en un paseo militar. No se encontraron con ningún soldado y al pueblo tanto se le daba quién lo gobernaba.

»Cuando la emperatriz Basilisca se enteró, por fin, del asunto, pronunció las famosas palabras: "íAy de mí! Ojalá..." El resto, por desgracia, no ha llegado hasta nosotros. Lo que sí se sabe con certeza es que se lanzó a este acuario y se ahogó al lado del pez, tumba de todas sus esperanzas. Para celebrar la victoria, el rey Xaxotraxolus mandó matar la ballena, de modo que todo el pueblo recibió, durante ocho días, filete de pescado asado.

Así pueden ver, señoras y señores, a dónde conduce la credulidad. »

Con estas palabras concluyó Gigi su relato, y los oyentes estaban visiblemente impresionados. Miraban las ruinas con todo respeto. Sólo uno de ellos desconfiaba un poco y preguntó:

—¿Y cuándo dice que ocurrió todo eso?

Pero Gigi nunca dejaba una pregunta sin contestar y dijo:

—Como todo el mundo sabe, la emperatriz Basilisca fue contemporánea del filósofo Sínaca el Viejo.

El desconfiado, claro está, no quería reconocer que no sabía cuándo había vivido el filósofo Sínaca el Viejo, por lo que sólo dijo:

—Ah, muchas gracias.

Todos los oyentes estaban sumamente satisfechos y decían que esa visita realmente había merecido la pena, y que nadie les había explicado nunca, tan comprensiblemente, los hechos de la historia. Entonces Gigi presentó, modestamente, su gorra, y la gente se mostró generosa. Incluso el desconfiado echó unas monedas en ella. Además, desde que había llegado Momo, Gigi no contaba nunca dos veces la misma historia. Le habría resultado demasiado aburrido. Si Momo estaba entre los oyentes, le parecía que en su interior se abrían unas compuertas por las que fluían más y más ocurrencias, sin que tuviera necesidad de parar a pensárselas.

Al contrario: muchas veces tenía que intentar refrenarse, para no ir demasiado lejos, como aquella vez, en que dos damas americanas, mayores, distinguidas, habían aceptado sus servicios. Pues les había dado un buen susto cuando les relató lo siguiente:

«Claro está que incluso en su bella y libre América, estimadas señoras, sabrán que el cruel tirano Marjencio Communo había concebido el plan de cambiar el mundo según sus ideas. Pero hiciera lo que hiciera, la gente seguía siendo más o menos igual y no se dejaba cambiar. Entonces, en su vejez, Marjencio Communo se volvió loco. Como ustedes saben, estimadas señoras, en aquel tiempo no había todavía psiquiatras que supieran curar esas enfermedades. Con lo que había que dejar que los tiranos hicieran el loco como quisieran. En su locura, a Marjencio Communo se le ocurrió la idea de dejar que el mundo siguiera siendo como quisiera y hacerse otro, nuevo, a su gusto.

»Así que ordenó que se construyera un globo que tenía que tener el mismo tamaño que la vieja Tierra, y en el que había que reproducir, con toda fidelidad, cada detalle: cada casa, cada árbol, todas las montañas, ríos y mares. Toda la humanidad fue obligada, bajo pena de muerte, a trabajar en la ingente obra.

»En primer lugar, construyeron un pedestal, sobre el que debía apoyarse ese globo gigantesco. La ruina de ese pedestal, estimadas señoras, es la que tienen ustedes ante sí.

»Entonces se comenzó a construir el propio globo terráqueo, una esfera gigantesca, del mismo tamaño que la Tierra. Cuando se acabó de construir la esfera, se reprodujo con cuidado todo lo que había sobre la Tierra.

»Claro está que se necesitaba mucho material para ese globo terráqueo, y ese material no se podía tornar de ningún lado más que de la propia Tierra. Así, la Tierra se hacía cada vez más pequeña, mientras el globo se hacía mayor.

»Y cuando se hubo terminado de hacer el nuevo mundo, hubo que aprovechar para ello precisamente la última piedrecita que quedaba de la Tierra. Claro está que también todos los habitantes se habían ido de la vieja Tierra al nuevo globo terráqueo, porque la vieja se había acabado. Cuando Marjencio Communo se dio cuenta de que todo seguía igual que antes, se cubrió la cabeza con la toga y se fue. Nadie sabe a dónde.

»Ven ustedes, estimadas señoras, este hueco en forma de embudo, que permite distinguir las ruinas en la actualidad, es el pedestal que se apoyaba en la superficie de la vieja Tierra. Así que deben imaginárselo todo al revés. »

Las dos distinguidas damas de América palidecieron, y una preguntó:

—¿Y dónde ha quedado el globo terráqueo?

—Están ustedes en él —contestó Gigi—. El mundo actual, señoras mías, es el globo terráqueo.

Las dos damas chillaron horrorizadas y huyeron. Gigi presentó en vano la gorra.

Pero lo que más le gustaba a Gigi era contarle cuentos sólo a Momo, cuando no escuchaba nadie más. Casi siempre eran cuentos que trataban de los propios Gigi y Momo. Y sólo estaban destinados a ellos dos y eran totalmente diferentes a los que Gigi contaba en otras ocasiones.

Una noche hermosa y cálida, los dos estaban sentados callados en los escalones de piedra. En el cielo brillaban ya las primeras estrellas y la luna se perfilaba, grande y plateada, sobre las siluetas negras de los pinos.

—¿Me cuentas un cuento? —pidió Momo.

—Está bien —dijo Gigi—. ¿De quién?

—De Momo y Girolamo, si puede ser —contestó Momo.

Gigi reflexionó un momento y preguntó:

—¿Y cómo ha de llamarse?

—Quizá... ¿el cuento del espejo mágico?

Gigi asintió, pensativo:

—Eso suena bien. Veamos qué pasa.

Puso un brazo alrededor de los hombros de Momo y comenzó:

«Érase una vez una hermosa princesa llamada Momo, que vestía de seda y terciopelo y vivía muy por encima del mundo, sobre la cima de una montaña, cubierta de nieve, en un castillo de cristal.

»Tenía todo lo que se puede desear, no comía más que los manjares más finos y no bebía más que el vino más dulce. Dormía sobre almohadas de seda y se sentaba en sillas de marfil. Lo tenía todo, pero estaba completamente sola.

»Todo lo que la rodeaba, la servidumbre, las camareras, gatos, perros y pájaros e incluso las flores, todo, no eran más que reflejos de un espejo.

»Porque resulta que la princesa Momo tenía un espejo mágico grande, redondo y de la más pura plata. Lo enviaba cada día y cada noche por todo el mundo. Y el gran espejo flotaba sobre países y mares, sobre ciudades y campos. La gente que lo veía no se sorprendía, sino que decía: "Es la luna"

»Y cada vez que el espejo volvía, ponía delante de la princesa todos los reflejos que había recogido durante su viaje. Los había bonitos y feos, interesantes y aburridos, según como salía. La princesa escogía los que le gustaban, mientras que los otros los tiraba simplemente a un arroyo. Y los reflejos liberados volvían a sus dueños, a través del agua, mucho más de prisa de lo que te imaginas. A eso se debe que veas tu propia imagen reflejada cuando te inclinas sobre un pozo o un charco de agua.

»A todo esto he olvidado decir que la princesa Momo era inmortal. Porque nunca se había mirado a sí misma en el espejo mágico. Porque quien veía en él su propia imagen, se volvía, por ello, mortal. Eso lo sabía muy bien la princesa Momo, y por lo tanto no lo hacía. De ese modo vivía con todas sus imágenes, jugaba con ellas y estaba bastante contenta.

»Pero un día, el espejo mágico le trajo una imagen que le interesó más que todas las otras. Era la imagen de un joven príncipe. Cuando lo hubo visto le entró tal nostalgia, que quería llegar hasta él como fuera. Pero, ¿cómo? No sabía dónde vivía, ni quién era, no sabía ni siquiera cómo se llamaba.

»Como no encontraba otra solución, decidió mirarse por fin en el espejo. Porque pensaba: a lo mejor el espejo llevará mi imagen hasta el príncipe. Puede que mire casualmente hacia el cielo, cuando pase el espejo, y verá mi imagen. Acaso siga el camino del espejo y me encuentre aquí.

»Así que se miró largamente en el espejo y lo envió por el mundo con su reflejo. Pero así, claro está, se había vuelto mortal.

»En seguida oirás cómo sigue esta historia, pero primero he de hablarte del príncipe.

»Este príncipe se llamaba Girolamo y vivía en un reino fabuloso. Todos los que vivían en él amaban y admiraban al príncipe. Un buen día, los ministros dijeron al príncipe: "Majestad, debéis casaros, porque así es como debe ser."

»El príncipe Girolamo no tenía nada que oponer, de modo que llegaron al palacio las más bellas señoritas del país, para que pudiera elegir a una. Todas se habían puesto lo más guapas posible, porque todas querían casarse con él.

»Pero entre las muchachas también se había colado en el palacio un hada mala, que no tenía en las venas sangre roja y cálida, sino sangre verde y fría. Claro que eso no se le notaba, porque se había maquillado con mucho cuidado.

»Cuando el príncipe entró en el gran salón dorado del trono, para hacer su elección, ella pronunció rápidamente un conjuro, de modo que Girolarno no vio a nadie más que a ella. Y además le pareció tan hermosa, que al momento le preguntó si quería ser su esposa.

»—Con mucho gusto —dijo el hada mala—, pero pongo una condición.

»—La cumpliré —respondió Girolamo, irreflexivo.

»—Está bien —contestó el hada mala, y sonrió con tanta dulzura, que el desgraciado príncipe casi se marea—, durante un año no podrás mirar el flotante espejo de plata. Si lo haces, olvidarás al instante todo lo que es tuyo. Olvidarás lo que eres en realidad y tendrás que ir al país de Hoy, donde nadie te conoce, y allí vivirás como un pobre diablo. ¿Estás de acuerdo?

»—Si no es más que eso —exclamó el príncipe Girolamo—, la condición es fácil.

»¿Qué ha ocurrido mientras tanto con la princesa Momo?

»Había esperado y esperado, pero el príncipe no había venido. Entonces decidió salir a buscarle ella misma. Devolvió la libertad a todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente sola y en sus suaves zapatillas, desde su palacio de cristal, a través de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países, hasta que llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban gastadas y tenía que ir descalza. Pero el espejo mágico con su imagen seguía flotando por el cielo.

»Una noche, el príncipe Girolamo estaba sentado en el tejado de su palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y fría. De repente cayó una gota diminuta sobre la mano del príncipe.

»—Empieza a llover —dijo el hada de la sangre verde.

»—No —contestó el príncipe—, no puede ser porque no hay ni una sola nube en el cielo.

»Y miró hacia lo alto, directamente al gran espejo mágico, plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa Momo y observó que lloraba y que una de sus lágrimas le había caído sobre la mano. En el mismo momento se dio cuenta de que el hada le había engañado, que no era hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde y fría. Era a la princesa Momo a la que amaba en verdad.

»—Acabas de romper tu promesa —dijo el hada verde, y su cara se crispó hasta parecer la de una serpiente— y ahora has de pagarlo.

»Introdujo sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo, que se quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese mismo instante olvidó que era el príncipe Girolamo. Salió de su palacio y de su reino como un ladrón furtivo. Caminó por todo el mundo, hasta que llegó al país de Hoy, donde vivió en adelante como un pobre inútil desconocido y se llamaba simplemente Gigi. Lo único que había llevado consigo era la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío.

»Mientras tanto, los vestidos de seda y terciopelo de la princesa Momo se habían gastado. Ahora llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, y una falda de remiendos de todos los colores. Y vivía en unas ruinas.

»Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce al príncipe Girolamo, porque ahora es un pobre diablo. Tampoco Gigi reconoció a la princesa, porque ya no tenía ningún aspecto de princesa. Pero en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban mutuamente.

»Una noche, cuando volvía a flotar en el cielo el espejo mágico, que ahora estaba vacío, Gigi sacó del bolsillo la imagen y se la enseñó a Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aún así, la princesa se dio cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al príncipe Girolamo, al que siempre había buscado y por quien se había vuelto mortal. Y se lo contó todo.

»Pero Gigi movió triste la cabeza y dijo:

»—No puedo entender nada de lo que dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.

»Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y desató, con toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la mano y se fue con ella muy lejos, a su país.»

Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un ratito; después Momo preguntó:

—¿Y después han sido marido y mujer?

—Creo que sí —dijo Gigi—, más tarde.

—¿Y han muerto mientras tanto?

—No —dijo Gigi con decisión—. Eso lo sé exactamente. El espejo mágico sólo hacía a alguien mortal, cuando

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se miraba en él a solas. Pero si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y eso hicieron estos dos.

La luna se veía grande y plateada sobre los pinos negros y hacía brillar misteriosamente las viejas piedras de las ruinas. Momo y Gigi estaban sentados en silencio el uno al lado del otro y se miraron largamente en ella: sintieron con toda claridad que, durante ese instante, ambos eran inmortales.


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