Libros del Rincón


En este capítulo cuento cosas de mí para que me vayan conociendo


Voy a empezar por acá porque la señorita de Español dice que cuando una se pone a contar algo siempre tiene que empezar por el principio. Será cierto, no digo que no, pero tengo ganas de escribir una cosa, una sola cosita, antes de empezar por el principio y, como últimamente me da por hacer las cosas que tengo ganas de hacer, voy a decirla: TENGO UN MONSTRUO EN EL BOLSILLO. Bueno, ya está, ahora estoy más tranquila y puedo empezar, como dice la señorita de Español, por el principio.

El principio de todo esto fue un principio así nomás, de un día de broncas, y fue por eso que al principio yo no me di cuenta de que ése era el principio. Ahora sí que me doy cuenta de que ése fue el principio. Me doy cuenta porque después me pasaron muchas cosas de ésas que no son cosas así nomás, cosas de los días de broncas, sino cosas de ésas que yo llamo Maravillosas, Terribles y Extraordinarias.

Muchas veces en los once años que tengo, me dije que lo que más quería yo en el mundo era que me pasasen cosas Maravillosas, Terribles y Extraordinarias. Pero a una chica de once, más bien chaparrita, más bien flaquita, un poco dientuda y con un pelo que siempre se le anda escapando por todos los costados, casi nunca le pasan cosas Maravillosas, Terribles y Extraordinarias.

Eso es lo que le dije una vez a Paula en un recreo.

Paula es mi mejor amiga —aunque una vez, en quinto, cortamos a muerte porque ella se hizo amiga de Verónica, que es la chocante del salón y que siempre anda revoloteando su pelo rubio, tan lisito (no como el mío) y mostrando sus famosas tobilleras con encaje...

Bueno, todo esto de Verónica también viene a cuento, aunque parezca que no. Por eso lo escribo. Y como a mí escribir no me cuesta nada (eso dice la señorita de Español), va a ser mejor que lo escriba todo, a ver si empiezo a entender algo.

Esta historia empezó un lunes. A mí los lunes no me gustan y, además, ese lunes me fui para la escuela con un poco más de bronca que otros lunes porque mi mamá quiso a toda costa que me pusiera el suéter amarillo y las dos cosas que a mí menos me gustan son los suéteres y cómo me queda el amarillo. Así que la mañana empezó con:

—¿No me puedo poner por lo menos el azul?

—Lo voy a lavar.

—¿Y si me pongo sólo la blusa?

—¡Claro, así te resfrías y tienes que faltar una semana a la escuela!

—¡Uf!

Cuando yo digo "uf`" es porque mi mamá ya ganó (mi mamá gana casi siempre).

Así que me fui a la escuela con cuatro broncas: la del lunes, la del suéter, la del amarillo y la de que mi mamá, una vez más, me había ganado la pelea.

En fin. Lo único bueno de esa mañana fue que Paula me estaba esperando en la esquina para que entrásemos juntas. Yo siempre dije que Paula es una gran amiga (siempre y cuando no se deje engañar por las chocantes del salón).

—¡Qué raro, tú de amarillo! —dijo Paula.

Y con eso me terminó de estropear la mañana.

"Ahora lo único que me falta es que se me aparezcan Verónica y Martín, los dos juntos", pensé.

Martín es Martín Reinoso. Martín es nuevo. Empezó este año. Antes vivía en Tuxpan (pero no es nayarita, es veracruzano). Tampoco vivió siempre en Tuxpan (antes vivía en Hermosillo). Eso de todos los lugares donde vivió me lo contó a mí (a mí sola) en un recreo del segundo día de clases porque, como era nuevo, nadie le hacía caso y el pobre no sabía qué hacer tan solo.

A mí me encanta que me cuenten cosas, la vida de las personas, los viajes... Eso me encanta. Mi mamá dice que voy a ser escritora, y mi tío Miguel Ángel, que siempre me toma el pelo, dice que eso no es ser escritora sino ser chismosa. Mi papá no dice nada, así que no sé qué le parece eso de que yo sea escritora. Tampoco sé qué le parecen otras cosas porque casi nunca habla.

Martín me contó eso y muchas cosas más. Y, mientras él me contaba, yo me daba cuenta de que tenía unos ojos negros muy lindos y de que me gustaba mucho cómo se le resbalaba el pelo sobre la frente.

Ese día en el recreo le conté a Paula que Martín me parecía muy agradable. Y Paula me preguntó si me gustaba. "¿Te gusta?", me dijo. Y yo no supe qué decirle porque nunca entendí bien qué quiere decir que a uno le guste alguien. Yo lo que sé es que cuando lo veo me entra una especie de calorcito, como cuando una vuelve a casa en el invierno y se acerca a la estufa, y en la mesa hay pan con mantequilla y mermelada. También sé que a veces no lo veo con los ojos pero sé que está, como si pudiese verlo con el cuerpo. Y que, si se me acerca de sopetón, me equivoco toda, se me caen las cosas y se me mezclan las palabras... Eso me pasa. Pero si me gusta o no me gusta, eso no sé. Pero yo a Paula nunca podría explicarle tantas cosas porque yo, como dice la señorita de Español, escribiendo soy muy buena, pero hablando...

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Bueno, esto venía a cuento porque el día del suéter amarillo yo me dije: "Lo único que me falta es que se me aparezcan Verónica y Martín, los dos juntos".

Y ahí fue cuando empecé a pensar que ése era un día especial, especialmente espantoso, porque fue mucha casualidad: estábamos subiendo el escalón de la puerta de entrada cuando casi nos tropezamos con Verónica y Martín, que venían juntos y platicando.

A Verónica hablando no la para nadie. Le encanta platicar. Revolotea el pelo, pega grititos, se ríe, parpadea... Parece una función de circo... Y seguramente a los muchachos eso les parece precioso porque a todos, bueno, a casi todos (a Federico, no), les gusta Verónica y en las fiestas todos quieren jugar con ella a la botella para poder darle un beso. Y lo que me da rabia es que ella se hace la princesa y que las tobilleras y que el broche de Estados Unidos y que el casete de no sé quién (que ni siquiera sabe pronunciar). Como su padre viaja... Y todos se quedan ahí, embobados, porque tiene una mochila con muchas bolsitas. ¿Y para qué sirve una mochila con muchas bolsitas?, digo yo. Para perder el tiempo buscando las cosas porque ¿cómo se va una a acordar en qué bolsita puso el borrador o el compás?

Así que, cuando la vi entrar con Martín, se me vino el alma al suelo. (Eso de "se me vino el alma al suelo" lo aprendí de mi abuela Julia y me encanta porque eso es justo lo que yo sentí, que algo de bien adentro se me caía al piso.) "Ya está, ya se pescó también a Martín", pensé, y sentí como un frío en el estómago y en la garganta.

Como pueden ver, ese lunes lo empecé con una gran bronca, un coraje gigante que casi no me cabía en el cuerpo. Pero fue peor, mucho peor todavía, porque en la tercera hora tuvimos Ciencias Sociales, y ahí sí que estalló todo.

Antes de seguir, quiero aclarar algo: yo con la señorita Betty no tengo problemas. La señorita Betty es la maestra de Ciencias Sociales. La señorita Betty no es mala, pero, a veces, parece que no se da cuenta de las cosas.

Hacía como una semana que veníamos organizando el acto del 15 de mayo porque nos tocaba organizarlo a los de sexto. Entre Federico y yo inventamos una obrita de teatro que por suerte no nos salió demasiado tonta, y yo estaba contenta porque iba a hacer de Gerónima, que era una mujer valiente, que no le tenía miedo a nadie. Ese papel me encantaba porque no tenía mucho que decir pero lo que decía era importante y, además, yo estaba de acuerdo con Gerónima. Yo pensaba igual que ella. Gerónima entraba de golpe y decía: "¡Yo también quiero ser libre!"

La abuela Julia me prestó una blusita con holanes, de esas que se usaban antes (estaba un poco amarilla pero la pusimos a asolear y quedó bastante bien), y mamá me estuvo cosiendo una falda de una cortina vieja. Además, tenía un chalecito de lana blanco que hacía de pañoleta. No estaba nada mal, porque Gerónima era una mujer de pueblo, una vendedora de velas. Además, Gerónima era un invento nuestro así que nosotros la hacíamos como queríamos.

Pero tenía que ser ese lunes nomás, y yo, con mi suéter amarillo y mi montón de rabia, tuve que oír la voz chillona de Verónica que le decía a la señorita Betty que, en una de ésas, era mejor que ella (que Verónica) hiciese de Gerónima porque había conseguido un peinetón maravilloso, una mantilla y ¡un traje verdadero para disfrazarse!

"¡Pero Gerónima era una vendedora callejera! No tenía traje de señora. Ni peinetón. Y además... ¡Gerónima soy yo!", quise decir yo, pero no dije nada (ya les expliqué que a mí las palabras me salen mejor dibujadas que habladas). Confié, eso sí, en que la señorita Betty fuese justa.

Verónica sacó de su mochila un peinetón maravilloso y una mantilla negra y explicó que el traje, que no había traído porque era demasiado delicado, era azul y ¡con encaje!

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Mientras Verónica hablaba y gesticulaba y sonreía y todos daban suspiros y gritos de admiración, yo veía cómo la pobre y valiente Gerónima se iba convirtiendo en una señorita tilinga y presumida, de ésas que pasean por el mercado con una criada atrás (cosa que siempre me había parecido muy fea). Y también veía que mi blusita, mi falda de cretona y mi pañoleta iban a volver al último cajón de la cómoda de mi mamá, que es donde se guardan esas cosas que no sirven casi nunca.

No puedo decir que se me haya ido el alma al suelo porque a la pobre no la había podido levantar todavía, y seguía ahí tirada en el piso, empolvándose entre zapatillas y mochilas.

Pero todavía me quedaba una esperanza: la señorita Betty.

Es una verdadera lástima, pero últimamente los grandes me están fallando. No se dan cuenta. Casi nunca se dan cuenta.

—¡Qué maravilla, Verónica! —dijo la señorita Betty—. Sería una pena no aprovechar todo esto.

Mi alma rodaba por entre las patas de los bancos.

—Inés (Inés soy yo, por si no lo adivinan), ¿qué te parece si Verónica hace de Gerónima y tú buscas otro papel o te inventas algo...? Además, como eres muy tímida, en una de ésas no te animas a hablar en voz bien alta, y ya sabes que no tenemos micrófono... Lo que dice Gerónima lo tienen que oír todos, hasta los de la última fila... Además, tú figuras como autora principal de la obra, y Verónica no tiene ningún papel. Tenemos que ser justos, ¿no te parece, Inesita?

Era la primera vez que la señorita Betty me decía "Inesita" y por eso la odié para toda la vida.

Mi alma seguía en el suelo y todos los que iban a ver el peinetón y a tocar la mantilla me la pisoteaban que daba gusto.

Yo no dije nada pero para mí que la señorita Betty se dio cuenta de que algo malo pasaba porque ella me miró y yo no la miré, ella me sonrió y yo volví a no mirarla.

Ahí fue donde metí las manos en los bolsillos del delantal y sentí algo peludo, tibio y que, además, mordía.


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