Libros del Rincón


13. La gran fiesta


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Sábado. El sol era una bengala inmóvil. El calor, otra vez pegajoso, se adhería a la ropa de los niños que corrían y saltaban en la callecita al costado de la plaza.

Por fin había llegado el sábado, el día de la gran práctica. La última oportunidad para poner a punto el equipo, planificar jugadas y dejar todo listo para que el domingo se viviera una verdadera fiesta.

Mayte, con las manos en la cintura, como había visto que hacían los grandes jugadores, esperaba que Salva le pasara la pelota.

Salva corrió unos metros y tiró alto. Mayte calculó mal y en lugar de pegarle con el pie, terminó por recibir un pelotazo en la cara.

—¿Te duele? —preguntó Salva disculpándose.

La verdad es que dolía, Mayte sentía que la cara se le había puesto rojísima, pero dijo que no.

En el costado de la calle, avisándoles cuando doblaba un automóvil o dando indicaciones, estaba su padre.

—¿Estás bien? —le preguntó acercándose.

Después, como si fuera un gran maestro, el padre comenzó a darle grandes sugerencias.

—No le pegues con la punta del pie, tienes que darle así, ¿lo ves? —y el padre pateaba.

—Si viene por arriba, tienes que tratar de pegarle con la frente —el padre tiraba la pelota para arriba y le pegaba con la frente.

—Cuando tengas que marcar al contrario, siempre mira el balón y póntele adelante, así —y el papá se ponía adelante mirando el balón, así.

Mayte, que cuando había jugado sólo corría para donde lo hacían los otros y trataba de patear como pudiera, se maravillaba de descubrir que algo que parecía tan fácil tuviera tantos secretos.

Después practicaron algunas jugadas que, por secretas, es mejor no relatar y, por último, tuvieron una agotadora sesión de tiros a la portería, en la que el padre de Mayte hizo las veces de portero.

—No, Mayte, trata de pegarle abajo y a una de las puntas, así es más difícil de agarrar —decía el padre al que Salva, Javier y los otros estaban matando a goles.

Pero por más que lo intentara, a Mayte los disparos siempre le salían igual: derechitos a la mitad de la portería, donde era facilísimo atajarlos.

—¡Dale fuerte! —le gritaba Salva—. ¡Piensa en el Gordo!

A lo mejor ese era el problema. Mayte pensaba en el

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Gordo y trataba de juntar todas sus fuerzas para tirar bien, pero no podía.

¿Sería que ya no estaba tan segura de poder ganar? Recordó el desastroso poema que le hizo pensar en las telenovelas.

¡Oh Mayte, amor mío!

¡Tus vellos hojos!

¡Puf!

Era como esa música que pasan en los supermercados, esa cosa suave suave, superdulzona, que chorrea desde las bocinas mientras la gente empuja los carritos y compra comida para perros.

Pero no era sólo eso. Si quería llegar a ser una gran jugadora, tenía que hacer dos goles y ganar, aunque los adultos siempre dijeran cosas bobas como:

"Lo importante es competir".

Mayte se imaginaba al público de un gran equipo de primera división que perdía la final.

"No importa, lo importante es competir", gritaba el público y los jugadores perdedores sonreían.

Todos sabían que eso nunca ocurría.

Trató de imaginarse entonces un partido así, en el que la gente no gritara malas palabras y dijera a sus jugadores cosas como : ¡adelante nobles defensores!

Y cuando, en el último minuto del partido, el árbitro les cobraba un penal en contra, la gente agitada gritaba: ¡árbitro vendido!

Ella sabía que en la vida real las cosas eran bien diferentes.

Una vez su padre la había llevado al estadio.

Todos allí parecían acordarse de la familia del árbitro a cada rato.

Nadie parecía creer que lo importante fuera competir, sino ganar.

Más tarde, sintiéndose muy cansada de correr y patear, todos se juntaron para decidir una cuestión fundamental: el nombre del equipo.

Alguien quiso ponerle Los Piratas Futbol Club, pero a Mayte no le gustó. Se imaginó un equipo en el que los delanteros tenían patas de palo.

Javier propuso llamarlo Los Gladiadores, porque había visto una de romanos en la televisión.

Otra vez dijo Mayte que no. Sería difícil jugar con armadura y espadas y, además, no iban a jugar contra leones.

Salva votó por Los Cometas y alguien, un niño bajito y muy flaco que era el más callado de todos tuvo una idea muy original: ponerle el nombre de la calle.

A nadie le gustó esa idea. ¿A quién se le podía ocurrir ponerle a un equipo de futbol General Hermenegildo Gómez?

Mayte pensó en todos su amigos corriendo dentro de ridículos uniformes verdes.

La discusión seguía. Sentados en la banqueta, continuaban proponiendo nombres como Los Invencibles, Saeta o El Rayo Destructor. Mayte propuso ponerle La Luna, pero a los otros no les parecía buena idea.

Hasta que al final Salvador, después de pensarlo un momento, dijo:

—Tiene que ser algo que tenga que ver con nosotros, ¿qué tal si le ponemos Diente de Leche?

Quien más quien menos, a todos les faltaba todavía cambiar algún diente. La idea fue aprobada por mayoría, ya que Mayte —otra vez— se opuso al imaginarse un montón de dientes corriendo por ahí.

Pero para la noche, después de bañarse y cenar, ya estaba convencida. Tal vez fuera un nombre chistoso, pero había empezado a gustarle y, después de todo, habían resuelto jugar con camisetas blancas como dientes, pues era el único color que todos tenían.

¿Cómo se llamaría el otro equipo?

Mayte pensó que eso seguramente lo decidiría el Gordo.

Para estar a tono con su estilo, le pondría un nombre como Los Malvados o Los Rompepiernas, algo así, para tratar de asustarlos.

Esa noche estaba tan nerviosa que le costó muchísimo dormirse. Trataba de acordarse de los consejos de su padre y, más que nada, la preocupaban los tiros de penal, esos que siempre le salían a la mitad de la portería.

—Abajo y a la puntas —se decía una y otra vez—. Abajo y a las puntas, abajo y a las...

Se durmió y, otra vez, soñó que tenía un traje de astronauta y que ponchaba la luna de una patada.

Pero temprano, casi junto con el sol, ya estaba levantada, con la camiseta puesta.

Su madre le había dibujado con marcador negro un enorme y bonito número nueve atrás, pues todos habían acordado que si tenía que hacer dos goles, lo mejor era que jugara como centro delantero.

Se puso el pantalón corto, las medias blancas, los zapatos y miró el reloj.

Todavía faltaban dos horas para el partido.

Dos horas tan largas que Mayte creyó que su reloj tenía tortugas en lugar de agujas.

Pero entre el desayuno y los nuevos consejos de su padre —medio dormido ya que los domingos solía quedarse hasta más tarde en la cama—, el tiempo terminó por pasar.

Entonces los tres caminaron hasta el club, uno de esos lugares no muy grandes que tienen como sede una casa antigua y una cancha detrás.

¡Mayte!

Escuchó voces conocidas, pero estaba tan nerviosa que no pudo distinguir quiénes eran los que gritaban.

¡May-te! ¡May-te!

Vio un cartel de tela en el que decía: ¡Diente de Leche F.C.! y al costado un grupo grande de niños y niñas, todos de su escuela.

Eran sus compañeros que, comandados por Susana y Andrea, ensayaban cantos y descubrían que era bastante difícil hacer rimar Diente de Leche con algo.

¡Y dale, y dale el Diente dale!

Era gracioso y bastante desafinado, pero a Mayte le parecía lo más maravilloso del mundo.

Su padre le dio las últimas recomendaciones y después fue con su madre a sentarse en unos bancos de madera que habían traído algunos vecinos.

Mayte caminó despacio, muy despacio, hasta donde su equipo ensayaba tiros a la portería.

Del otro lado de la cancha, con camisetas rojas, practicaban Los Guerreros y Mayte podía escuchar que el Gordo decía: ¡a esos los vamos a reventar!

Eso no era muy poético que digamos.

Mayte se reunió con los suyos y practicó hasta que finalmente el árbitro, el señor Romualdo a quien todos compraban el pan por las mañanas, llamó a los capitanes al centro de la cancha.

Salvador y Javier, para tratar de impresionar más a los contrarios, resolvieron designar nada menos que a Mayte como capitana.

Se acercó al medio de la cancha donde se encontraba ya el gordo.

—¡ Hola! —dijo el Gordo haciéndose el simpático y después bajando la voz preguntó: —¿Te gustó el poema?

Mayte no sabía qué decir. Ahora resultaba que el Gordo no le parecía ni tan gordo, ni tan malo, ni tan feo.

—Tiene muchas faltas —susurró Mayte para que el señor Romualdo, que estaba al lado, no escuchara.

—Ah —dijo el Gordo sin saber si eso quería decir que le había gustado o que no.

—Pero voy a hacer dos goles —le dijo Mayte hablando más fuerte.

El Gordo pareció desilusionado y volvió a ser como antes.

—¡Ja! ¡Ustedes no le ganan a nadie! —rió.

El señor Romualdo miró su reloj, les dijo que ya era la hora y tocó su silbato.

A los costados de la cancha los niños de la escuela tiraron papel picado y empezaron a cantar.

¡Y dale y dale y dale Diente dale!

Los del otro lado, que apoyaban a Los Guerreros también gritaban cosas muy originales como ¡dale campeón, dale campeón!

El gran partido había comenzado.


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