Libros del Rincón


14. Guerreros vs. Diente de leche


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En medio del público, formado en su mayoría por vecinos y escolares, el padre de Mayte se comía las uñas.

Las cosas no iban nada bien para el Diente de Leche Futbol Club pues el rival, que tenía jugadores más grandes y, por supuesto pesados, parecía tener siempre el dominio del juego y atacaba una y otra y otra vez.

Susana y Andrea habían logrado que mucha gente se uniera a sus cánticos en los primeros minutos, pero a medida que pasaba el tiempo más y más personas se quedaban calladas y seguían con atención las jugadas.

Una vez un delantero de Los Guerreros logró escapar de la marca de Salva pero, por suerte, su tiro se estrelló en uno de los postes.

El padre de Mayte se agarró la cabeza.

Otra vez uno de Los Guerreros fue amonestado por el señor Romualdo por pegarle una patada a Javier.

Pero, mientras unos y otros agitaban las banderas hechas a mano y trataban de alentar a sus equipos, ocurrió lo inesperado.

Gol de Los Guerreros.

¿Cómo era posible? Justo en ese momento el partido se había puesto más parejo y hasta Mayte había logrado pegarle un par de veces a la pelota, aunque sin mucha suerte.

El gol había llegado por una jugada de un flaco altísimo y rubio que había corrido casi media cancha esquivando a uno y otro marcador hasta pegarle tan fuerte a la pelota que el pobre Javier, aunque voló al mejor estilo Supermán, no lo pudo evitar.

Los gritos de la tribuna de Los Guerreros no se hicieron esperar. Allí todo era alegría y saltos y papel picado volando por el aire como un ejército de polillas.

Enfrente todo era silencio. El papá de Mayte miraba su reloj y seguía comiéndose las uñas.

Susana, Andrea y los otros no sabían qué hacer. El tiempo, en el reloj del señor Romualdo, avanzaba rápidamente, tic, tac, tic, tac.

Mayte corría. Realmente se esforzaba en marcar a los contrarios. Pero algunas veces el flaco altísimo le había pegado un codazo y otras un pelirrojo sin dientes que jugaba atrás le había jalado el pelo.

El señor Romualdo, que seguramente era corto de vista, no hacía caso de las protestas de Mayte, ni de los gritos cada vez más fuertes de su padre que llegaban desde el costado de la cancha.

El Gordo, que jugaba de guardameta, se reía y cada vez

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que Mayte andaba cerca de la portería le recordaba la apuesta.

—¡Dos goles! —repetía—. Vas a ser mi novia —agregaba.

Mayte, enojada, le mostraba la lengua y comenzaba a preocuparse cada vez más.

Sin embargo, en una mágica jugada de Salva, ocurrió el milagro.

Salvador había recibido un pase de Javier y, como si todavía tuviera la patineta pegada a los pies, había avanzado haciendo eses por el costado de la cancha.

Primero, haciendo un amague, había dejado sentado en el piso al flaco altísimo y después el pelirrojo sin dientes había seguido de largo hasta chocar con una viejita que tejía al costado de la cancha.

—¡Tira! —le gritaba Mayte parándose en medio del área enemiga—. ¡Tira!

Salvador tiró.

Pero su disparo, en lugar de ir la portería, salió fuerte derecho al lugar donde estaba Mayte.

¿Qué hacer? La pelota venía derecho a ella. ¡Y tan fuerte!

Mayte, que al parecer no era muy buena para calcular distancias, se agachó para esquivar el tiro, pero lo hizo de tal forma que terminó, sin querer, por pegarle a la pelota con la frente.

La tribuna de Los Guerreros enmudeció: la pelota picó violentamente en el suelo y luego le pasó justo por arriba al Gordo.

Era el gol del empate.

Mayte no lo podía creer. Saltó, gritó y corrió a abrazar a Salva y después a su padre que, parado encima de su banco, levantaba los puños al aire y le decía a todo el que quisiera escucharlo: "¡ésa es mi nena!"

El señor Romualdo dio la orden para reanudar el juego. Ahora el entusiasmo estaba en la tribuna del Diente de Leche.

¡Y dale y dale Mayte dale!

¡El Diente no se rinde!

Susana y Andrea, como dos bailarinas de ballet hacían cómicos pasos en el borde de la cancha mientras los demás compañeros de Mayte sacudían la gloriosa bandera blanca.

El señor Romualdo miró su reloj, y terminó el primer tiempo.

GUERREROS 1 - DIENTE DE LECHE 1, decía un pizarrón que habían colocado a modo de tablero. Los jugadores salieron de la cancha y se tiraron sobre el pasto. Hacía mucho calor, demasiado, y se sentían supercansados.

—Muy bien, muy bien —decía el padre de Mayte dándole palmadas en la espalda.

—Esto está difícil —decía Salva secándose con una toalla vieja.

Mayte no pensaba lo mismo. Se sentía maravillosamente. Había anotado un gol.

¡Había anotado un gol de cabeza! Eso era increíble. Ya imaginaba su nombre en todos los diarios, su foto en las revistas de deportes.

Claro que no dirían nada acerca de que lo había logrado un poco de casualidad: lo importante es que ella había estado en el lugar exacto en el momento justo.

Su padre, que parecía más entusiasmado que los mismísimos jugadores, seguía dándole consejos.

—Acuérdate, Mayte, abajo y a las puntas.

—Sí, papá.

El sol calentaba cada vez más. El pasto, después del descanso que le había dado la tormenta, comenzaba a ponerse amarillo otra vez.

El señor Romualdo caminó hasta el centro del terreno levantando nubecitas de polvo con los zapatos negros acordonados que usaba los días de fiesta.

Mayte se secó el sudor, respiró hondo y volvió a entrar a la cancha junto a sus compañeros.

Los cachetes del señor Romualdo se inflaron y su silbato hizo comenzar el segundo y último tiempo.

Corridas, tiros, salidas del terreno, algún codazo, gritos cada vez más fuertes en ambas tribunas, el partido era disputado con el entusiasmo de una verdadera final, como esas que Mayte había visto en la televisión.

Pero a veces un exceso de entusiasmo y esfuerzo hace que las personas hagan cosas que no deben.

Mayte, cansada de que el flaco altísimo le diera codazos, esperó una oportunidad y cuando éste le quitó el balón y comenzó a correr hacia la portería de Javier, vio que, por fin, el momento había llegado.

Parecía un leopardo, puf, puf, persiguiendo su presa, hasta que logró darle alcance. Después, como un guerrero de esas películas de karatecas, se tiró hacia adelante con las dos piernas bien estiradas y le enganchó los pies.

—El flaco tropezó, parecía una garza a punto de aterrizar, dio un paso, se tambaleó y cayó de cara dibujando con su nariz una larga raya en el suelo.

La tribuna de los Guerreros se paró en sus asientos reclamando la expulsión.

—¡Afuera! ¡Afuera! —gritaban.

Mayte se levantó y se sacudió la camiseta para quitarse polvo, pero cuando vio que el señor Romualdo corría enojado hacia ella, puso su mejor cara de angelita y hablando suavemente, como su prima Esther a la hora del té dijo:

—¡Ay, señor Romualdo! Creo que tropecé con una piedra, no fue nada serio ¿verdad?

Mayte pestañeó un par de veces y bajó la mirada. Realmente parecía muy muy avergonzada.

—El señor Romualdo, confundido, le dijo que estaba bien, pero le recomendó que tuviera cuidado.

Puedes llegar a lastimarte, Mayte —dijo amablemente.

Claro que el flaco no quedó nada conforme, aunque también se confundió por el tono de voz de Mayte. Pero cuando se le acercó un poco, ella lo miró, esperó a que el señor Romualdo se alejara, y le dijo en voz baja:

—Eso es para que aprendas a no pegar codazos. El partido siguió.

Los Guerreros parecían jugar mejor, pero no tenían buena puntería, tres veces anduvieron cerca de anotar, pero una vez Javier y otras dos veces los postes impidieron que se pusieran en ventaja.

Pero allá, cuidando su meta como si fuera un castillo, el Gordo seguía riéndose: el tiempo pasaba y si Mayte no hacía otro gol...

Faltaban apenas cinco minutos y nada.

Después faltaban cuatro y pese a los intentos de Salva, el pelirrojo sin dientes siempre lograba quitarle la pelota a tiempo.

Ahora faltaban tres minutos.

Mayte había recibido un pase y corría derecho a la portería, rápido, muy rápido, muy rá....

Se había caído al tropezar en un pequeño pozo. Dos minutos. El papá miraba su reloj. Susana y Andrea estaban roncas de tanto gritar.

¿Tendría Mayte que convertirse en la novia de un gordo que escribía malos poemas?

Las banderas se agitaban. Parecían las velas de los barcos piratas en medio de una tormenta. El sol seguía haciendo sudar a los jugadores.

Un minuto.

El Gordo se frotaba las manos, aunque enseguida tuvo que frotarse los ojos pues creyó estar viendo un espejismo.

Mayte le había robado el balón al flaco y ahora se venía sola hacia el arco. Parecía un toro en embestida, los ojos fijos en el Gordo, los labios apretados y sus brazos, puf, puf, moviéndose como si trataran de nadar en el aire.

Detrás de ella venía el pelirrojo. La cara chorreada de sudor, los ojos pequeños y sus piernas tan cortas que parecían las ruedas de una bicicleta.

Mayte entró al área. Iba a patear. En la tribuna todos se pusieron de pie.

Iba a patear. Iba a patear, pero justo en ese momento el pelirrojo se tiró desde atrás y la hizo caer.

¡Penal!

El grito de la tribuna del Diente de Leche sonó como un trueno.

¡Penal!

El señor Romualdo había sonado su silbato indicando la falta. Ya era la hora del final del partido, la última oportunidad. Salva era muy bueno pateando penales y estaba seguro de poder hacerlo para ganar el partido, pero también estaba el asunto de la apuesta de Mayte.

Los dos se reunieron frente a la pelota.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Salva—. ¿Te animas a tirarlo?

Abajo y a las puntas, abajo y a las puntas, Mayte pensaba en las recomendaciones de su padre.

En la valla, el Gordo ya no reía. Parecía muy preocupado. Prefería que lo tirara Salva porque, aunque perdieran el partido, él ganaría la apuesta y además, si lo tiraba Mayte y lo hacía, no sólo estaba la cuestión de que no sería su novia, sino que en la escuela todos se burlarían de él.

—¡Una chica te ganó! —ya podía imaginarse los comentarios.

Mayte no sabía qué hacer. Primero miró el cielo y pestaño un par de veces. Estaba tan cansada, hacía tanto calor que sentía como si hubieran encendido un fuego dentro de ella.

Después miró a la tribuna y vio a su padre, sonriente y preocupado a la vez y también a su madre, la que había querido ser bailarina.

Ella parecía más tranquila. Estaba simplemente ahí, sentada y sonriente, y su sonrisa parecía la respuesta a todo: transmitía confianza y serenidad.

Eso era todo lo que Mayté necesitaba.

Se puso las manos en la cintura y movió la cabeza hacia atrás para acomodarse el cabello.

—Lo tiro yo —dijo Mayté colocándose en posición.

Salva se alejó unos pasos.

Si en ese momento alguien hubiera pasado por fuera del club, jamás lograría enterarse de que allí adentro se jugaba una gran final, pues no se escuchaba ningún sonido.

El silencio, el sol, todo parecía congelado.

El señor Romualdo se llevó el silbato a la boca. Mayté miró al Gordo a los ojos.

El señor Romualdo hizo sonar el silbato. Mayté tomó carrera y avanzó. Un paso, dos, tres...

Abajo y a la punta.

El público aguantó la respiración: una cosa redonda y blanca como la luna salió disparada desde el pie derecho de Mayte hacia el arco.

El Gordo, en una escena que parecía en cámara lenta, tomó impulso, se estiró y estiró, alargó sus brazos más y más hasta caer levantando una enorme nube de polvo.

Un grito que enorme desataba los nudos de las gargantas. ¡Gooooool!

Los abrazos de Susana y Andrea, el salto en el aire del papá y la sonrisa enorme de su madre.

Mayte corría por toda la cancha con los brazos abiertos y estirados en forma de alas de avión. Atrás, como una banda de enanos saltarines, la seguían todos los Dientes de Leche.

El partido había terminado.

DIENTE DE LECHE 2 - GUERREROS 1

Después vinieron los abrazos, los besos de papá y mamá, el sacudir de la bandera, el canto de ¡dale campeón, dale campeón! y los planes de Susana y Andrea para formar un equipo femenino de futbol y hacer un campeonato en la escuela.

Pero cuando todo eso pasó y Mayte tenía todavía los ojos llenos de chispas, alguien dijo su nombre.

De pie, con la cabeza agachada, el Gordo Derrotado la llamaba.

Mayte dejó por un momento los festejos y se le acercó.

—Te felicito —dijo el Gordo con la cara roja.

—¡Gracias! Te dije que podía.

—Ajá...

Los dos se miraron sin saber qué decir.

—¿Y si escribo poemas sin faltas? —preguntó finalmente el Gordo como si le costara un enorme esfuerzo.

Mayte sonrió.

Después de todo nadie que escribiera poemas podía ser tan malo.

—A lo mejor... —contestó y se alejó corriendo para seguir festejando.


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