Libros del Rincón


1. ¡No se puede!


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—Pero ¿por qué?

El padre caminaba alrededor de la habitación, movía la cabeza como si tuviera algún tornillo a punto de aflojarse y miraba a la niña.

—Porque eres una niña.

—¿Y eso qué tiene que ver?

¿Qué tenía que ver? Mayte era una niña, eso era cierto, una niña de nueve años, algo bajita y flaca, pero tenía piernas fuertes.

Eso le decían siempre sus amigos, el payaso de Javier que se pasaba todo el día haciendo chistes malísimos o Salvador que siempre parecía tener una patineta pegada a los pies: tienes piernas fuertes, puedes jugar, estamos seguros.

Pero para los padres de Mayte el asunto era diferente: ella era una niña, las niñas juegan con muñecas, hacen comiditas, se portan bien, dicen buenos días, buenas tardes y todas esas cosas.

¿Cómo iba a ocurrírsele a Mayte que quería ser jugadora de futbol?

Pero así era.

Las muñecas, medio rotas y despeinadas, terminaban siempre tiradas en el piso de su cuarto. Los vestidos color de rosa se le manchaban tan rápido que cuando volvía de la calle ya sabía lo que su madre iba a decir.

—Pero Mayte, ¿estuviste jugando futbol?

—No, mamá, me trepé a los árboles.

Jugar futbol, treparse a los árboles, desafiar a Javier o a Salva a jugar carreras, eran cosas que a Mayte le parecían infinitamente más divertidas que las muñecas.

Ahora su padre seguía caminando por la habitación y ponía cara de preocupación, esa cara que ponen los adultos cuando están pensando en decir algo muy importante.

—Mayte, ya sabes lo que los vecinos nos comentan casi todos los días. Vienen y nos dicen, ah, su hija es taaan linda, qué lástima que se porte así.

—¡Pero, papá! Esas viejas son unas taradas.

Esa era otra de las cosas que hacía enojar muchísimo al papá de Mayte. La niña no sólo quería jugar futbol, treparse a los árboles y correr carreras, sino que también era bastante mal hablada.

—¿Qué dijiste?

—Nada, nada, es que esas señoras son muy, muy molestas.

Así las cosas, Mayte se fue a su cuarto y se tiró en la cama.

Por la ventana entraba una luz suave que se partía en rayas al atravesar los visillos.

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Las rayas, tan claras, se dibujaban en la pared, justo encima de todas esas fotos de grandes jugadores, banderines y también algunos galanes de cine ya que, pese a lo que parecían creer todos, Mayte en definitiva era una niña absolutamente igual que todas.

Mayte miró por un rato las fotos y suspiró. Se sentía aburridísima. Además, también por la ventana se colaban los gritos y las risas de los varones que jugaban en la plaza de enfrente.

¿Por qué no podía jugar así?

¿Quién decía que las niñas no pueden jugar futbol?

Esas eran las preguntas que Mayte siempre se hacía. Le gustaba mucho pensar en las cosas.

Imaginarse un mundo totalmente diferente en el que los grandes campeonatos fueran jugados por mujeres.

¡Qué emocionante sería!

Pero claro, como era muy lista, se daba cuenta de que eso tendría algunas dificultades: por ejemplo, las jugadoras no podían parar el balón con el pecho.

Sonrió.

Ahora se imaginaba el final del partido. El grito de las tribunas llenas y otro problema: ¿qué haría cuando llegara el momento de intercambiar camiseta?

Nunca había pensado en eso. ¿Sería esa la razón por la cual sus padres no querían que fuera jugadora?

Si era eso, pensaba Mayte, no habría problema, después de ganar un partido no cambiaría su camiseta y asunto arreglado.

Si al menos pudiera hablarlo con alguien.

Con sus padres era muy difícil. Primero porque el papá trabajaba casi todo el día, y de noche, cuando llegaba cansado, se sentaba a mirar la tele.

Mayte se rió bajito.

Recordaba la cara de bobo que ponía su papá cuando miraba la tele. Era como si se fuera muy lejos. Sentado, con los ojos bien abiertos y cara de vaca hipnotizada, miraba primero el noticiero y después algunas de esas historias policiales.

—¡Muere maldito polizonte! ¡No me atraparás con vida! Y el héroe, generalmente escondido detrás de una lata de basura, apuntaba su arma y contestaba:

—¡Ríndete, Joe!

A Mayte no le gustaban esas historias, ni tampoco las telenovelas que veía su madre. Esas en las que la heroína resultaba ser la madre de su padre y la hija de su hermano quien a su vez resultaba ser el tío fallecido muchos años atrás.

—¡Oh Carlos Segismundo! No puedo ser tu esposa porque soy tu abuela.

Lo que sí le gustaba ver eran los partidos y, por suerte, cuando su padre también los veía, podía sentarse y dejarse llevar por la emoción.

—¡Pero, papá, ese gol fue en fuera de lugar!

—Estuvo bien —protestaba entonces el padre que, como todos los hombres, creía saber mucho sobre futbol.

—Estaba en "orsai" —protestaba Mayte que seguía concentrada en la prestancia del guardameta, con esos saltos que se convertían en vuelo cuando venía un disparo muy fuerte o las corridas de los delanteros del cuadro rival.

—¡Reviéntalo! —gritaba Mayte a sus defensores y, como por arte de magia, ¡pum! el veloz delantero terminaba con la nariz incrustada en el pasto.

—¡Bieeeeeen! —aplaudía Mayte y su padre, enojado, trataba de explicarle que no estaba bien pegar patadas.

—Pero si seguía nos iba a meter un gol —protestaba ella.

—Además, es hora de que estudies. ¿No tienes nada que estudiar?

—¡Uf!

Y así terminaban casi siempre los partidos: Papá 1 Mayte 0 y encima expulsada del terreno de juego.

Pero ahora, mientras seguía tirada en su cama pensando en todas estas cosas, escuchando las risas de los varones, trataba de imaginarse cuando fuera grande y tuviera que ser igual que su madre.

¡Puf! El bebé se hacía caca y tenía que limpiarlo. Y además la comida empezaba a quemársele en el horno y justo en ese momento un vendedor llamaba a la puerta.

—Buenas tardes, señora, estoy ofreciendo este maravilloso produc...

La puerta se cerraba de golpe casi en la cara del vendedor, un humo espeso salía de la cocina, la caca del bebé se caía al piso y...

Mayte miró otra vez las fotos, las rayas de luz. Todavía era temprano, además era domingo.

Se levantó el vestido y muy apurada fue al armario. Buscó la ropa adecuada y se quitó el vestido.

Apenas minutos después, con un pantalón corto y sus tenis, salía hacia la calle con la velocidad de un cohete espacial.


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