Libros del Rincón


2. Un lío gordo


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El aire húmedo y primaveral, la plaza repleta de niños, hombres, mujeres y ancianos tomando sol, todo parecía tan divertido ese domingo que a Mayte le daban ganas de correr y seguir corriendo alrededor de los prados aunque el pasto se viera tan triste y amarillo.

Su madre le había dicho que era por la sequía. Hacía como un millón de años que no llovía. Bueno, quizá no un millón, pero sí hacía varios meses y ahora la plaza, que tendría que estar verde, se había puesto amarilla.

Los árboles, que parecían agarrar con fuerza las pocas hojas que todavía les quedaban, sacudían muy lentamente sus brazos largos y torcidos como torpes y viejas bailarinas de ballet.

Pero también estaba el sol, un globo de fuego flotando en el espacio, y eso era tan agradable, aunque su madre siempre le advertía:

—No tomes mucho sol.

Y después le explicaba que había un agujero allá arriba en la capa de ozono y que los rayos ultravioletas del sol se metían por el agujero y podían ser muy malos para la piel.

Mayte no entendía. El sol siempre había sido un gran amigo, salvo cuando le dajaba la piel demasiado roja y ardiendo.

¿Acaso el sol había cambiado?

Todo eso pensaba Mayte mientras corría. Pero no corría para cualquier parte, sino directamente hacia una gran confusión de voces y piernas.

Allá, en la callecita al costado de la plaza, los varones jugaban futbol.

—¡Hola!

Javier corría cerca de la acera y trataba de eludir a un gordo alto. Salvador, parado cerca de la meta lo alentaba y le pedía el pase.

—Pásala, pásala —repetía, pero Javier nada. Esquivaba al Gordo una vez y otra. Pisaba la pelota, frenaba, amagaba seguir, volvía para atrás y vuelta a empezar.

Hasta que el Gordo se enojó.

La patada, fuerte y justo al tobillo derecho, dejó a Javier sentado sobre la vereda. Un montón de malas palabras salieron de su boca como si fueran pájaros enojados.

—¿Puedo jugar? —preguntaba Mayte a uno y a otro metiéndose en medio del gran lío que estaba a punto de comenzar ahí.

—¡Te voy a reventar, gordo panzón! —gritó Javier, muy enojado.

El Gordo, que había seguido corriendo con la pelota, frenó de pronto y lo miró.

Como si fuera un toro o un rinoceronte a punto de cargar contra un pobrecito cazador, el Gordo empezó a caminar, un paso, dos, tres.

—¿Puedo jugar? —repetía Mayte pero nadie escuchaba. Todos miraban la escena que les recordaba una película de vaqueros, de esas en las que el héroe está herido en el piso y el malvado enemigo avanza hacia él y avanza y avanza y no para de avanzar.

—¿A quién le dices panzón, flacucho?

El Gordo había llegado. Todos estaban seguros de la bronca que se iba a armar.

Javier, actuando igual que el héroe, se levantó lentamente, puso cara de valiente, miró a su enemigo directo a los ojos, y salió corriendo. Decididamente no había actuado como un héroe, pero mientras el enemigo y sus amigos se reían y le gritaban cosas a Javier, Mayte continuaba preguntando a uno y a otro.

—Ahora les falta uno. ¿Puedo jugar?

Salvador la miró. Mayte podía ser muy insistente si se lo proponía.

—Si todos están de acuerdo...

—¡Un momento! —dijo el Gordo Enemigo—. Ella no puede jugar.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no?

—Cómo que por qué, es una niña —dijo el Gordo y sus amigos movieron sus cabezas arriba-abajo, arriba-bajo lo que significaba que estaban de acuerdo.

Siempre la misma historia. Mayte estaba realmente enojada.

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—Salva dice que puedo y, además, yo juego mucho mejor que tú —protestó Mayte.

El Gordo puso cara de superioridad y la miró. Ella era más baja que él y, claro, era una niña, no había razón para preocuparse.

—El futbol es cosa de hombres, nena.

—A mí no me digas nena ¡gordo panzón!

Las palabras de Mayte no habrían causado muchos problemas porque el Gordo sabía que los hombres no deben pegarle a las mujeres, pero nadie le había dicho a Mayte que las mujeres no deben pegarle a los hombres.

En efecto, al mismo tiempo que decía panzón, Mayte le dio un bonito puntapié en el tobillo.

—¡Y eso es por mi amigo Javier!

El Gordo de pronto olvidó todas sus lecciones y se tiró encima de Mayte.

Pronto intervino Salvador y el enfrentamiento entre los dos cuadros dejó de ser futbolístico.

Mayte, en medio de aquel terremoto, corría de un lado a otro gritando, ¡bien!, ¡dale a ese!, ¡toma! Pero claro, no era lo que se dice un gran espectáculo. Algunos padres que estaban en la plaza llegaron para separar, mientras algunas señoras que vivían en la misma cuadra que Mayte hablaban entre ellas.

—¿Vieron quién estaba ahí?

—Sí, esa es la niña de la que te hablé ayer, ¿vieron?

—¿La que anda por los árboles?

—La misma. Deberían darle una buena lección, andar por ahí peleando con los niños. ¡Qué vergüenza!

La que más hablaba era una vecina llamada Pola con la que Mayte no se llevaba nada bien. Doña Pola tendría unos quinientos años o quinientos veinticinco —eso decía siempre de ella Javier—, además era soltera, muy entrometida y, adivinen qué: era la que siempre le iba con el cuento a la madre de Mayte.

Mayte, con la ropa llena de tierra, los pelos todos revueltos y la nariz sucia, esperó a que terminara la pelea.

Algunos padres se llevaron a sus pequeños imitadores de Mike Tyson, otros recomendaron a los suyos que si no podían jugar tranquilos, entonces sería mejor que no jugaran.

Pero al final todo volvió a la normalidad.

Algunos dijeron que querían volver a empezar el partido.

Esa era la oportunidad que Mayte estaba esperando.

—¿Entonces puedo jugar?

El Gordo, que tenía un chistoso moretón en un cachete, dijo que no, otra vez dijo que no. Esta vez sus amigos movieron las cabezas para un costado y otro.

—Déjalos —intervino Salvador—. Es que tienen miedo.

—¿Miedo nosotros? Si hasta íbamos ganando.

—Porque hiciste trampa

—¿A quién le dices tramposo?

El asunto estaba a punto de volver a empezar, pero no llegó a más porque una cierta señora había cruzado la calle hasta una cierta casa donde le había contado a cierta madre de los líos ocasionados por una cierta niña.

—¡Mayte!

La voz de la cierta madre sonaba enojada. Mayte se hizo la sorda.

—¡Mayte!

—Creo que te llaman —le dijo Salva.

Adiós emocionante partido de futbol, pensó Mayte tratando de quitarse un poco la tierra de la ropa.

¡Ahora sí que la había hecho! Mayte imaginaba el castigo que le impondría su madre.

Seguramente el castigo sería cruel, quizá hasta la obligara a ordenar su cuarto.


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