Libros del Rincón


Viernes


Yo no sé si nací de esa manera o me fui quedando así a causa de mi amigo pintor, pero cuando miro una cosa enseguida me fijo en el color.

La gente, una casa, un libro, da lo mismo: primero me quedo mirando el color de los ojos, de la puerta, de la tapa; sólo después me pongo a ver lo demás que tiene.

Un día un amigo mío me dijo que yo era un chaval con alma de artista, y me dio una carpeta con unos trabajos que había hecho en acuarela, óleo y pastel. Dijo que había ordenado los trabajos en la carpeta para que yo entendiese mejor ese asunto del color. En las primeras páginas sólo había color. Mejor dicho, al principio no había siquiera color: era en blanco y negro, nada más; después venían los colores: amarillo, azul, rojo, y después esos tres colores se iban mezclando para formar una parte, en unos dibujos que a veces me gustaban y otras veces no.

Mi amigo me dijo que cuanta más atención prestaba la gente a un color, más cosas salían de él. Me quedé mirándole a la cara sin entender. No entendí esa historia de que saliesen muchas cosas de dentro de un color.

Pero hoy hubo un momento en que yo no estaba como para mirar la cara de nadie. Entonces abrí la carpeta que me había dado. Sólo para quedarme mirando cada color y nada más. Miré, miré, vuelta a mirar. ¡Y de repente entendí de pe a pa lo que me había dicho! Me dieron unas ganas locas de ir y decirle:

«¡Ya sé lo que me dijiste aquel día! El negro lo estoy entendiendo a tope; te juro que ya lo veo claro y puedo entender lo que sale del amarillo.»

Pero no pude hablar con mi amigo el pintor: se murió. Hoy hace tres días que murió.

Mi amigo vive, quiero decir vivía, en el apartamento de aquí arriba. Yo iba a jugar al chaquete con él, conversábamos, y él tenía un reloj de pared que daba la hora y también la media hora. Mi padre y mi madre protestaban: «¡Oh, qué fastidio esas campanadas!» Y mi hermana me preguntaba: «¿Nunca se olvidará tu amigo de darle cuerda al reloj?»

Pero cada uno es como es, ¿no? Y a mí me gustaba cantidad oír el reloj dando la hora. De noche todavía más.

No era sólo porque sonaba bonito.

No era sólo porque a mí me parece fenomenal vivir oyendo qué hora es.

Era porque cada vez que sonaba yo pensaba: mi amigo está.

Para mí oír el reloj que sonaba era como oír a mi amigo andando. O hablando. O riéndose; ¿se entiende lo que quiero decir? Porque él era un tío por demás tranquilo, tenía la manía de hacer sólo cosas que no hacen ruido: fumar en pipa, pensar, pintar; si no hubiese sido por el reloj que sonaba, ¡vaya!, habría parecido que ni siquiera vivía allí.

Pero no era eso lo que quería contar. Lo que quería decir era que el martes, cuando llegué de la escuela, me enteré de que había muerto. Fui a su casa. No pude soportar mirarle su cara de muerto: me volví hacia la pared y me encaré con un cuadro que él había pintado: una mujer amarilla. (Un día me había dicho que ella estaba así, toda amarilla, porque se había despertado contenta, y yo —que aún no sabía nada de colores— me quedé pensando que eran chorradas de pintor.)

No me pude quedar allí arriba; volví corriendo a mi cuarto.

De repente comencé a sentirme todo oscuro por dentro. Tan oscuro que ya no podía llegar a ver nada dentro de mí.

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Pero a esa hora el reloj comenzó a sonar. De lo lindo. Porque era mediodía. Y si alguien me preguntase qué color tenían los sones, yo respondería a la carrera: ¡¡amarillo!! Ocurre que me volví igualito a mi amigo el pintor: llegué a sentir que el amarillo es un color contento. ¡Y era tan bueno oír aquel mediodía! Cuanto más sonaba el reloj, más me daba la impresión de que todo el mundo se había equivocado y que mi amigo el pintor continuaba viviendo allí arriba.

Y era el cumpleaños de mi prima. Pero no fui.

Tenía que jugar a la pelota en la escuela. Pero no fui.

Había un libro que me gustaba. Pero no lo quise leer ya.

Sólo por quedarme aquí. Escuchando el reloj que sonaba.

Y sonó. Al principio, amarillo fuerte. Pero después el amarillo se fue poniendo más suave; cada vez más suave.

El reloj estaba perdiendo cuerda y por eso los sones se arrastraban con aquel amarillo cada vez más desanimado, cada vez más blanquecino.

Hoy se puso todo blanco: el reloj no sonó más.

¡Qué ganas, qué ganas de ir a darle cuerda!

La puerta está cerrada.

—¿Quién se quedó con la llave?

—Clarice.

—Pero la cuerda del reloj se acabó.

—Ella se llevó la llave.

—Pero el reloj...

—Ella dijo que volvería.

—Pero ¿y el reloj?

De noche, cuando me fui a dormir, me quedé esperando, esperando, esperando.

Nada. Sólo el blanco ese; nunca pensé que el silencio fuese así, tan blanco. Y fue en ese momento cuando vi que mi amigo había muerto y que el blanco dolía más que el negro, ¡sin hablar del amarillo!: dolía más que cualquier color.


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