Libros del Rincón


Lunes


Para mí, el rojo es el color de algo que quería entender.

Una vez (eso fue el año pasado, aún no había cumplido nueve años) mi prima vino aquí con una compañera que se llamaba Janaína y que estaba toda vestida de rojo. El vestido tenía mangas grandes, era mucho más largo que el vestido que usaban mi hermana y mi prima, y sin ningún otro color: sólo ese rojo que todo el mundo en la sala se quedó mirando. Y en la frente, como un jugador de tenis, Janaína se puso una tira del vestido que llevaba.

Fue entonces cuando me apasioné por ella.

Y por la noche, durante la cena, dije:

—Estoy apasionado por Janaína.

Todo el mundo creyó que me estaba haciendo el gracioso; y mi hermana dijo que Janaína tenía quince años.

—¿Y por qué no me puedo apasionar por una mujer mayor?

—¡Fíjate!...

Y todo el mundo se rió. Me pareció mejor no decir nada más. Pero seguí apasionado. Quiero decir: a mí me parece que era pasión; no estaba muy seguro, pero cada vez que pensaba en Janaína (y pensaba en ella todo el tiempo) sentía dentro de mí una cosa diferente que no entendía qué era, pero que era roja, porque está claro que sólo pensaba en Janaína vestida con todo ese rojo.

Un día mi prima vino otra vez a Petrópolis con Janaína. Casi se me salió el corazón por la boca cuando oí a mi madre que decía:

—Hola, Janaína.

Corrí hacia la sala. No pude creerlo: ¡Janaína llevaba falda azul y blusa blanca! Y en la frente, en vez de la tira, un flequillo.

Cuanto más miraba a Janaína, más me iba apasionando. Cuando salí, fui arriba y le conté a mi Amigo Pintor (pienso que es mejor hablar de él con mayúscula) todo lo que había ocurrido. Encendió la pipa, se quedó mirando por la ventana como quien no pararía nunca de mirar, y después dijo:

—El rojo es, en verdad, un color complicado.

Y punto en boca. Porque él era así: no le gustaba hablar si no tenía ganas. Pero cuando las tenía, lo que más le divertía era hablar de arte. Entre una partida y otra de chaquete (una vez le dijo a mi madre que jugar chaquete conmigo le hacía bien al coco), me mostraba libros de pintura, contaba casos de artistas, y muchas veces yo no entendía la pintura que me mostraba.

—Pero ¿te gustó? —me preguntaba.

—Me gustó.

—Listo, pues. Más adelante entenderás. O no.

En esos momentos, miraba a mi Amigo y no era sólo la pintura que me estaba mostrando lo que no entendía: tampoco lo entendía a él.

Pienso que por eso miro tanto el rojo que pintó en la carpeta. Para ver si lo entiendo.

Para ver si lo entiendo.

Para ver si lo entiendo por qué hay gente que se mata.

Sólo después de que el reloj paró de sonar y dejó todo ese blanco allí arriba, donde mi Amigo vivía, sólo después de que lloré a rabiar viendo cómo su cuerpo pasaba por el corredor del edificio y oía a mi madre que decía que un crío no tiene por qué ir a ningún entierro, y yo no fui, entonces fue cuando una chica que vive en la planta baja se acercó y me dijo:

—Tu Amigo Pintor se fue al infierno.

Me di un susto tan grande que no me salió palabra. Ella dijo:

—El se mató. Y dicen que quien se mata va al infierno.

Pude destrabar las palabras:

—¿Quién dice que él se mató?

—Todo el mundo está hablando de eso. El dejó una carta explicándolo.

—¿Dónde está?

—No era para ti, no.

—¿Para quién era?

—Para una amiga de él, aquella que iba a su casa.

—¿Doña Clarice?

—Sí.

—¿Y qué explica en la carta?

La chica sólo se encogió de hombros y dijo con cara de quien no ha escuchado:

—A esta altura ya debe de estar tostado en el infierno, igualito al pollo que mi madre olvidó en el horno.

Aparté a esa chavala de mil demonios y me fui.

Pero hoy, sin estar esperando ni nada, ocurrió una cosa que cambió el tono rojo que estaba sintiendo dentro de mí. En la puerta del ascensor tropecé con doña Clarice. Ella salía y yo entraba. Me quedé tan aturdido que, en vez de decirle buenos días, le pregunté:

—¿El explica en la carta por qué se mató?

¡Vaya! Nunca habría pensado que una pregunta tan horrible pudiese salir sin que uno tuviese tiempo de sujetarla. Pero salió. Y doña Clarice se quedó inmóvil, con la mano en la puerta del ascensor abierta y los ojos desorbitados.

Y me quedé tan desarmado que quise desaparecer.

Menos mal que sonó el timbre del ascensor: doña Clarice pareció despertar; largó la puerta y se pasó la mano por la frente con un ademán nervioso. De repente puso cara de quien se acordaba de algo y me extendió un paquete que llevaba debajo del brazo. Mi Amigo Pintor había escrito en el paquete: «Para mi compañero de chaquete».

—Le iba a pedir al portero que te entregase esto —dijo. Y se quedó mirando al suelo, hasta que dijo bajito—: Él no se mató, no. Murió como..., como todo el mundo un día muere. —Y dijo chao y salió deprisa.

Me quedé mirando la letra de mi Amigo en el papel del paquete. Pero después me acordé del reloj y salí corriendo: ¡vaya! Si ella tenía la llave del apartamento, bien podía volver y darle cuerda al reloj.

Pero ya había desaparecido en la calle.

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Abrí el paquete. Era el tablero de chaquete, que se dobla por el medio y se cierra como caja, para guardar las fichas y los dados dentro. Me pareció muy bueno que mi Amigo me lo hubiese mandado. Pero mejor, mucho mejor que el tablero, fue lo que doña Clarice dijo mirando al suelo.

Para mí, la muerte también es algo rojo, algo difícil de entender. Pero que ella venga como viene para tantas personas todos los días, resulta un poco más fácil de comprender.

Me fui a casa, pues, con aquella frase rondando siempre en mi cabeza: él murió como todo el mundo un día muere. Y fue cuando ocurrió algo que me pareció formidable: fue naciendo allí, dentro de mi rojo, un amarillo.


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