Libros del Rincón


La casa de muñecas


LA ABUELA de Camila era ordenada y minuciosa. Así era también su casa. A Camila le gustaba pero se sentía más cómoda en la suya. Aquí el té se tomaba en la sala. La abuela puso las galletas en forma de animales prehistóricos sobre una charola de plata con servilletas de lino. Se veían chistosas.

—Están raras —dijo la abuela cuando las probó—, pero saben bien.

Cuando se comió la sexta galleta y dijo otra vez "están buenas", Camila se dio cuenta de que había llegado el momento y preguntó:

—¿Tú guardaste la casa de muñecas de mi mamá?

—Sí, mi hijita, está en el desván.

—¿Me dejas verla?

—Sí, pero no la toques. Me costó mucho conservarla porque tu mamá siempre andaba perdiendo las miniaturas.

Camila corrió al desván. Al principio no la encontraba. Pero su abuela gritó:

—¡Está en el tapanco!

Subió al tapanco y no encontró nada. Su abuela volvió a gritar.

—¡Descorre la cortina!

La descorrió y fue como si se levantara un telón. Ahí estaba la casita de muñecas más grande y más bonita que se hubiera podido imaginar. Tenía de todo: recámaras, baño, comedor, cocina, sala. Exactamente como la había descrito su mamá. En las paredes había cuadros y lámparas en el techo.

Empezó a abrir los cajoncitos buscando a los hermanos del duende verde, pero sólo encontró sábanas y colchitas en la cómoda, platitos y cacerolas en la cocina, diminutos libros en el librero de la sala. Lo más fascinante eran los juguetitos del cuarto de bebés.

En eso estaba cuando apareció la abuela.

—¿No te digo? Ya empezaste a desordenarla, ¡igualita a tu mamá!

—No, abuelita —se disculpó Camila—, solo quería ver todo lo que tiene. ¡Cuánto trabajó tu mamá, abuela, mira, hasta bordó las sabanitas! ¡Qué paciencia!

Eso era todo lo que la abuela necesitaba oír para agarrar el hilo de los recuerdos y empezar a platicar de su mamá, de su infancia y de la infancia de la mamá de Camila.

Durante el resto de la tarde estuvieron limpiando la casita. Mientras platicaban, levantaron las ventanitas, ordenaron y acomodaron todas las miniaturas. Quedó tal y como dijo la abuela: "¡Cómo una tacita de plata!"

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Cuando terminaron ya era tarde y la abuela la invitó a dormir, pero Camila recordó que sólo tenía dos horas para hacer el cambalache y todavía le faltaba lo más difícil. Como al mal paso hay que darle prisa, lo soltó de sopetón:

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—Abuelita, regálame la casita. ¡Por favor!

La abuela guardó silencio. Camila ya estaba pensando qué decirle para convencerla, cuando escuchó:

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—Es para ti. Por eso la guardé tanto tiempo.

Camila le dio un abrazo tan largo, que ahí se fueron como 20 minutos de las dos horas que le quedaban. Y es que de veras quería tener la casita y no sólo por el duende verde sino por su mamá, y la abuela de su mamá y el abuelo de su abuela.

De pronto, Camila cayó en la cuenta de que ahora tenía otro problema.

¿Cómo se la iba a llevar?


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