Libros del Rincón


Un cambalache


YA TENÍA la casita pero, ¿cómo transportarla? Había llegado hasta la casa de la abuela en bicicleta. Ella manejaba muy bien la bici, pero no tanto como el panadero que podía llevar la gran canasta haciendo equilibrio sobre la cabeza. Además, estaba segura que la casita pesaba mucho más.

—No seas impaciente —dijo la abuela, intentando ser comprensiva—. Mañana vendrá Ramón, el pastelero, a traerme una sorpresa que encargué para tu mamá y le pediremos que la lleve en la camioneta.

—No puede ser —se angustió Camila—, el viernes será demasiado tarde.

La abuela no entendió por qué el viernes iba a ser demasiado tarde, pero no tuvo tiempo de pensar en eso porque en ese momento tocaron a la puerta.

—No lo puedo creer —gritó Camila— ¡hoy es mi día de suerte!

En efecto, ese era su día de suerte. Ramón, el pastelero, estaba ahí con su enorme camioneta.

Pasaba por la calle y se detuvo a preguntarle a la abuela cuántas cucharadas de manteca llevaba su pastel de mantequilla.

Ramón y la abuela podían estar horas haciendo recetas de cocina, así que Camila tuvo que ser de veras muy insistente para que Ramón les ayudara a bajar la casita y la metiera en la camioneta. Por fortuna, su casa estaba a sólo cinco minutos de ahí. Cuando llegaron faltaban todavía 20 minutos para la cita.

Otra vez Camila se felicitó por su suerte. Su papá ya estaba en la casa; él podría ayudar a Ramón a meter la casita. Pero no se acordaba que Ramón y papá podían estar horas hablando de futbol. El reloj caminaba rápidamente, faltaban ocho minutos y la casita todavía estaba en la puerta de la casa.

Llamó a su mamá, pero la mamá de Camila se puso tan contenta cuando vio la casita, y se le vinieron encima tantos recuerdos, que ya no se la quería dar.

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—Es mía, me la hizo el abuelo, la pondré en mi cuarto, pero no te enojes, te la puedo prestar.

Camila estalló.

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—Estamos perdiendo el tiempo y sólo faltan tres minutos para que empiece el Kinding.

La mamá iba a preguntar qué era el Kinding, pero la vio tan apurada que decidió ayudarla. La casa era muy pesada para ellas dos.

—Se necesita más fuerza —dijo Camila.

—O ingenio —dijo mamá, y trajo la patineta azul.

Con mucho cuidado subieron la casa a la patineta y así rodando, la llevaron hasta el cuarto.

¡Suerte!, en ese momento papá llamó a la mamá de Camila. La niña cerró su cuarto. Sólo faltaba medio minuto cuando abrió el cajón y sacó al duende verde.

Lo atrapó entre sus manos y lo llevó ante la casita, entonces, lentamente, separó sus dedos para que el duende pudiera ver y le dijo:

—Cambalache, duende verde, dame el agujero negro.

Cuando el duende vio la casita empezó a saltar del gusto y Camila movía las manos de arriba para abajo, como una loca, tratando de que no se le escapara. En eso, regresó su mamá para preguntarle si quería cenar.

—¿Qué haces? —preguntó sorprendida.

—Son, este... son unos ejercicios de gimnasia que nos recomendó el maestro, y no quiero cenar porque merendé con la abuelita.

Su mamá se fue, Camila cerró la puerta y esta vez, puso el seguro. El duende seguía saltando.

—Cálmate, cálmate —decía la niña— y no te pongas tan contento, porque te traje la casa pero a tus hermanos no los vi por ninguna parte.

—Los humanos no saben buscar; mira:

Camila vio.

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