Libros del Rincón


Los dos primeros afortunados


Al día siguiente mismo se encontró el primer Billete Dorado. El afortunado fue un niño llamado Augustus Gloop, y el periódico vespertino del señor Bucket traía una gran fotografía suya en la primera página. La fotografía mostraba a un niño de nueve años tan enormemente gordo que parecía haber sido hinchado con un poderoso inflador. Gruesos rollos de grasa fofa emergían por todo su cuerpo, y su cara era como una monstruosa bola de masa desde la cual dos pequeños ojos glotones que parecían dos pasas de Corinto miraban al mundo. La ciudad donde vivía Augus

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tus Gloop, decía el periódico, se había vuelto loca de entusiasmo con su héroe. De todas las ventanas pendían banderas, los niños habían obtenido un día de asueto escolar y se estaba organizando un desfile en honor del famoso muchacho.

—Sabía que Augustus encontraría uno de los Billetes Dorados —había dicho su madre a los periodistas—. Come tantas chocolatinas al día que era casi imposible que no lo encontrase. Su mayor afición es comer. Es lo único que le interesa. De todos modos, eso es mejor que ser un bandido y pasar el tiempo disparando pistolas de aire compromido, ¿no les parece? Y lo que yo siempre digo es que no comería como come a menos que necesitase alimentarse, ¿verdad? De todas maneras, son vitaminas. ¡Qué emocionante será para él visitar la maravillosa fábrica del señor Wonka! ¡No podemos sentirnos más orgullosos!

—Qué mujer más desagradable —dijo la abuela Josephine.

—Y qué niño más repulsivo —dijo la abuela Georgina.

—Sólo quedan cuatro Billetes Dorados —dijo el abuelo George—. Me pregunto quién los encontrará.

Y ahora el país entero, el mundo entero, en realidad parecía de pronto haberse entregado a una frenética orgía de comprar chocolatinas, todos buscando desesperadamente aquellos valiosos billetes restantes. Mujeres adultas eran sorprendidas entrando en las tiendas de golosinas y comprando diez chocolatinas de Wonka a la vez, y luego desgarrando el papel del envoltorio para mirar ansiosamente en su interior con la esperanza de encontrar allí el brillo del papel dorado. Los niños cogían martillos y abrían en dos sus huchas para correr a las tiendas con las manos llenas de dinero. En una ciudad, un famoso criminal robó cinco mil dólares de un banco y se los gastó todos en chocolatinas aquella misma tarde. Y cuando la policía entró en su casa para arrestarle le encontró sentado en el suelo en medio de montañas de chocolatinas, abriendo los envoltorios con la hoja de una larga daga. En la lejana Rusia, una mujer llamada Carlota Rusa dijo haber encontrado el segundo billete, pero éste resultó ser una experta falsificación. En Inglaterra, un famoso científico, el profesor Foulbody, inventó un aparato que podía averiguar en un momento, sin abrir el envoltorio de una chocolatina, si ésta contenía o no un Billete Dorado. El aparato tenía un brazo mecánico que se disparaba con una fuerza tremenda y se apoderaba de todo lo que tuviese dentro la más mínima cantidad de oro, y, por un momento, pareció que con esto se había hallado la solución. Pero desgraciadamente, mientras el profesor estaba enseñando al público su aparato en el mostrador de golosinas de unos famosos almacenes, el brazo mecánico salió disparado e intentó apoderarse del relleno de oro que tenía en una muela una duquesa que se encontraba por allí. Hubo una escena muy desagradable, y el aparato fue destrozado por la multitud.

De pronto, el día antes del cumpleaños de Charlie Bucket, los periódicos anunciaron que el segundo Billete Dorado había sido encontrado. La afortunada era una niña llamada Veruca Salt, que vivía con sus acaudalados padres en una gran ciudad lejana. Una vez más, el periódico vespertino del señor Bucket traía una gran fotografía de la feliz descubridora. Estaba sentada entre sus radiantes padres en el salón de su casa, agitando el Billete Dorado por encima de su cabeza y sonriendo de oreja a oreja.

El padre de Veruca, el señor Salt, había explicado a los periodistas con todo detalle cómo se había encontrado el billete.

—Veréis, muchachos —había dicho—, en cuanto mi pequeña me dijo que tenía que obtener uno de esos Billetes Dorados, me fui al centro de la ciudad y empecé a comprar todas las chocolatinas de Wonka que pude encontrar. Debo haber comprado miles de chocolatinas. ¡Cientos de miles! Luego hice que las cargaran

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en camiones y las transportaran a mi propia fábrica. Yo tengo un negocio de cacahuates, ¿comprendéis?, y tengo unas cien mujeres que trabajan para mí allí en mi local, pelando cacahuates para tostarlos y salarlos. Eso es lo que hacen todo el día esas mujeres, se sientan allí a pelar cacahuates. De modo que les digo: «Está bien, chicas, de ahora en adelante podéis dejar de pelar cacahuates y empezar a pelar estas ridículas chocolatinas.» Y eso es lo que hicieron. Puse a todos los obreros de la fábrica a arrancar los envoltorios de esas chocolatinas a toda velocidad de la mañana a la noche. Pero pasaron tres días y no tuvimos suerte. ¡Oh, fue terrible! Mi pequeña Veruca se ponía cada día más nerviosa, y cuando volvía a casa me gritaba: «¿Dónde está mi Billete Dorado? ¡Quiero mi Billete Dorado!» Y se tendía en el suelo durante horas enteras, chillando y dando patadas del modo más inquietante. Y bien, señores, a mí me desagradaba tanto ver que mi niña se sentía tan desgraciada, que me juré proseguir con la búsqueda hasta conseguir lo que ella quería. Y de pronto... en la tarde del cuarto día, una de mis obreras gritó: «¡Aquí está! ¡Un Billete Dorado!» Y yo dije: «¡Dámelo, de prisa!», y ella me lo dio, y yo lo llevé a casa corriendo y se lo di a mi adorada Veruca, y ahora la niña es toda sonrisas y una vez más tenemos un hogar feliz.

—Esto es aún peor que lo del niño gordo —dijo la abuela Josephine.

—Lo que esa niña necesita es una buena azotaína —dijo la abuela Georgina.

—No me parece que el padre de la niña haya jugado muy limpio, abuelo, ¿y a ti? —murmuró Charlie.

—La malcría —dijo el abuelo Joe—, y nada bueno se puede obtener malcriando así a un niño, Charlie, créeme.

—Ven a acostarte, cariño —dijo la madre de Charlie—. Mañana es tu cumpleaños, no lo olvides. Espero que te levantes temprano para abrir tu regalo.

—¡Una chocolatina de Wonka! —exclamó Charlie—. Es una chocolatina de Wonka, ¿verdad?

—Sí, mi amor —dijo su madre—. Claro que sí.

—Oh, ¿no sería estupendo que encontrase dentro el tercer Billete Dorado? —dijo Charlie.

—Tráela aquí cuando la recibas —dijo el abuelo Joe—. Así todos podremos ver cómo la abres.

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