Libros del Rincón


El señor Willy Wonka


El señor Wonka estaba totalmente solo, de pie al otro lado de los portones de la fábrica.

¡Y qué hombrecillo tan extraordinario era!

Llevaba en la cabeza una chistera negra.

Llevaba un frac de hermoso terciopelo color ciruela.

Sus pantalones eran verde botella.

Sus guantes eran de color gris perla.

Y en una mano llevaba un fino bastón con un mango de oro.

Una pequeña y cuidada barba puntiaguda le cubría el mentón. Y sus ojos, sus ojos eran maravillosamente brillantes. Parecía estar destellando todo el tiempo. Toda su cara, en realidad, resplandecía con una risueña alegría.

¡Y qué inteligente parecía! ¡Qué sagaz, agudo y lleno de vida! Hacía todo el tiempo pequeños movimientos rápidos con la cabeza, inclinándola a uno y otro lado, y observándolo todo con aquellos ojos brillantes. Era como una ardilla por la rapidez de sus movimientos, como una astuta ardillita del parque.

De pronto, improvisó un pequeño baile saltando sobre la nieve, abrió los brazos, sonrió a los cinco niños que se agrupaban junto a los portones y dijo en voz alta:

—¡Bienvenidos, amiguitos! ¡Bienvenidos a la fábrica!

Su voz era aguda y aflautada.

—Entrad de uno en uno, por favor —dijo—, y traed a vuestros padres. Luego enseñadme vuestros

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Billetes Dorados y decidme vuestros nombres. ¿Quién es el primero?

El niño gordo dio un paso adelante.

—Yo soy Augustus Gloop, —dijo.

—¡Augustus! —exclamó el señor Wonka, cogiéndole de la mano y estrechándosela con una fuerza terrible—. ¡Mi querido muchacho, cuánto me alegro de verte! ¡Encantado! ¡Es un placer! ¡Estoy contentísimo de tenerte con nosotros! ¿Y éstos son tus padres? ¡Qué bien! ¡Pasen! ¡Pasen! ¡Eso es! ¡Pasen por aquí!

Era evidente que el señor Wonka estaba tan excitado como todos los demás.

—Mi nombre —dijo la niña siguiente— es Veruca Salt.

—¡Mi querida Veruca! ¿Cómo estás? ¡Es un gran placer! Tienes un nombre muy interesante, ¿verdad? Yo siempre creí que una Veruca era una especie de grano que sale en los dedos de las manos. Pero debo estar equivocado, ¿verdad? ¡Qué guapa estás con ese precioso abrigo de visón! ¡Me alegro tanto de que hayas podido venir! Dios mío, ¡va a ser un día tan emocionante! ¡Espero que lo disfrutes! ¡Estoy seguro de que así será! ¡Sé que lo disfrutarás! ¿Tu padre? ¿Cómo está usted, señor Salt? ¿Y la señora Salt? ¡Me alegro mucho de verles! ¡Sí, el billete está en regla! ¡Pasen, por favor!

Los dos niños siguientes, Violet Beauregarde y Mike Tevé, se adelantaron para que les examinara sus billetes y luego para que el enérgico señor Wonka les estrechara la mano con tanta fuerza que casi les arranca el brazo.

Y, por último, una vocecilla nerviosa murmuró:

—Charlie Bucket.

—¡Charlie! —grito el señor Wonka—. ¡Vaya, vaya, vaya! ¡De modo que tú eres Charlie! Tú eres el que hasta ayer no encontró su billete, ¿no es eso? Sí, sí. Lo he leído todo en los periódicos de la mañana. ¡Justo a tiempo, mi querido muchacho! ¡Me alegro tanto! ¡Estoy tan contento por ti! ¿Y este señor? ¿Es tu abuelo? ¡Encantado de conocerle, señor! ¡Maravilloso! ¡Fascinado! ¡Muy bien! ¡Excelente! ¿Han entrado ya todos? ¿Cinco niños? ¡Sí! ¡Bien! Y ahora, ¿queréis seguirme, por favor? ¡Nuestra gira está a punto de empezar! ¡Pero manteneos juntos! ¡No os separéis del grupo, por favor! ¡No me gustaría perder a ninguno de vosotros a esta altura de los acontecimientos! ¡Oh, ya lo creo que no!

Charlie miró hacia atrás por encima de su hombro y vio que los grandes portones de hierro se cerraban lentamente detrás de él. Fuera, la multitud seguía gritando y empujándose. Charlie les dedicó una última mirada. Luego, cuando los portones se cerraron con un metálico estruendo, toda perspectiva del mundo exterior desapareció.

—¡Aquí estamos! —exclamó el señor Wonka, trotando a la cabeza del grupo—. ¡Por esta puerta roja, por favor! ¡Eso es! ¡Veréis que dentro hace una temperatura muy agradable! ¡Tengo que mantener caliente la fábrica por los obreros! ¡Mis obreros están acostumbrados

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a un clima muy cálido! ¡No pueden soportar el frío! ¡Morirían si salieran fuera con este tiempo! ¡Se quedarían congelados!

—Pero, ¿quiénes son estos obreros? —preguntó Augustus Gloop.

—¡Todo a su tiempo, mi querido muchacho! —dijo el señor Wonka, sonriéndole a Augustus—. ¡Ten paciencia! ¡Lo verás todo a medida que vayamos avanzando! ¿Estáis todos dentro? ¡Bien! ¿Os importaría cerrar la puerta? ¡Gracias!

Charlie Bucket se encontró de pie ante un largo corredor que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. El corredor era tan ancho que fácilmente podía circular un automóvil. Las paredes eran de un color rosa pálido, y la iluminación era suave y agradable.

—¡Qué bonito, y qué temperatura tan agradable! —susurró Charlie.

—Sí. ¡Y qué maravilloso aroma! —respondió el abuelo Joe, aspirando una profunda bocanada. Los más apetitosos olores del mundo parecían mezclarse en el aire que les rodeaba: el olor de café tostado y el de azúcar quemada y el de chocolate derretido y el de menta y el de violetas y el de puré de castañas y el de azahar y el de caramelo y el de corteza de limón...

Y a lo lejos, en el corazón de la inmensa fábrica, se oía un ahogado rugido de energía, como si una enorme, monstruosa máquina, estuviese haciendo girar sus ruedas a toda velocidad.

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—Y bien, éste, mis queridos niños —dijo el señor Wonka, elevando la voz por encima del ruido—, éste es el corredor principal. ¿Me hacéis el favor de colgar vuestros abrigos y sombreros en esas perchas que hay en la pared y seguirme? ¡Así me gusta! ¡Bien! ¡Todos preparados! ¡Vamos entonces! ¡Vamos allá! —echó a trotar rápidamente a lo largo del corredor con los faldones de su frac de terciopelo color ciruela flotando detrás, y todos los visitantes se apresuraron a seguirle.

Era un grupo bastante numeroso si uno se paraba a considerarlo. Eran nueve adultos y cinco niños, catorce en total. Podéis imaginaros la de apretujones y empujones que hubo cuando todos echaron a correr pasillo abajo intentando mantener la marcha de la veloz figurilla que les precedía

—¡Vamos! exclamó el señor Wonka—. ¡Daos prisa, por favor! ¡Jamás terminaremos en un solo día si os movéis con tanta lentitud!

Pronto salió del corredor principal para entrar en un pasaje ligeramente más estrecho.

Luego dobló a la izquierda.

Luego otra vez a la izquierda.

Luego a la derecha.

Luego a la izquierda.

Luego a la derecha.

Luego a la derecha.

Luego a la izquierda.

El sitio era como un gigantesco laberinto, con pasillos que llevaban aquí y allá en todas direcciones.

—No te sueltes de mi mano, Charlie —susurró el abuelo Joe.

—¡Fijaos cómo estos pasillos van cuesta abajo —dijo el señor Wonka—. ¡Estamos yendo bajo tierra! ¡Los recintos más importantes de mi fábrica están bajo tierra!

—¿Por qué? —preguntó alguien.

—¡Porque no habría suficiente espacio para ellos allá arriba! —respondió el señor Wonka—. ¡Estos recintos que vamos a ver ahora son enormes! ¡Son más grandes que campos de futbol! ¡Ningún edificio del mundo sería lo bastante grande para contenerlos! ¡Pero aquí, bajo tierra, tengo todo el espacio que necesito! No hay límite. Todo lo que tengo que hacer es excavar.

El señor Wonka dobló a la derecha.

Luego dobló a la izquierda.

Volvió a doblar a la derecha.

Ahora los pasillos iban hacia abajo en una pendiente cada vez más pronunciada.

De pronto, el señor Wonka se detuvo. Frente a él había una puerta de brillante metal. El grupo se agolpó a su alrededor. Sobre la puerta, en grandes letras, decía:

RECINTO DEL CHOCOLATE


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