Libros del Rincón


El Recinto del chocolate


—¡Esta es una estancia muy importante! —exclamó el señor Wonka, extrayendo un manojo de llaves de su bolsillo e introduciendo una de ellas en la cerradura de la puerta—. ¡Este es el centro neurálgico de la fábrica entera, el corazón de todo el sistema! ¡Y es tan hermoso! ¡Yo insisto en que mis habitaciones sean hermosas! ¡No puedo soportar la fealdad en las fábricas! ¡Vamos adentro! ¡Pero tened cuidado, mis queridos niños! ¡No perdáis la cabeza! ¡No os excitéis demasiado! ¡Mantened la calma!

El señor Wonka abrió la puerta. Cinco niños y nueve adultos se apresuraron a entrar, y ¡qué espectáculo más asombroso se presentó ante sus ojos!

Lo que veían desde allí arriba era un magnífico valle. Había verdes colinas a ambos lados del valle, y en el fondo del mismo fluía un ancho río de color marrón.

Es más, había una enorme cascada en el río, un escarpado acantilado sobre el que el agua rodaba y ondulaba en una sólida capa, y luego se estrellaba en un hirviente, espumoso remolino de salpicaduras.

Debajo de la cascada (y éste era el espectáculo más maravilloso de todos) una masa de enormes tubos de vidrio colgaba sobre el río desde algún sitio del techo, a gran altura. Eran realmente enormes estos tubos. Debía haber al menos una docena, y lo que hacían era succionar el agua oscura y barrosa del río para llevársela a Dios sabe dónde. Y como estaban hechos de vidrio, podía verse fluir el líquido a borbotones en su interior, y por encima del ruido de la cascada podía oírse el interminable sonido de succión de los tubos a medida que hacían su trabajo.

Gráciles árboles y arbustos crecían a lo largo de las orillas del río, sauces llorones y alisos y altos rododendros llenos de capullos violetas y rosados. En las colinas crecían miles de botones de oro.

¡Mirad! —exclamó el señor Wonka, bailando excitadamente y señalando el río de color marrón con su bastón de puño dorado—. ¡Es todo de chocolate! Hasta la última gota de ese río es chocolate derretido caliente de la mejor calidad. De una calidad insuperable. ¡Hay allí chocolate suficiente para llenar todas las bañeras del país entero! ¡Y todas las piscinas también! ¿No es fantástico? ¡Mirad esos tubos! Succionan el chocolate y lo llevan a todas las demás dependencias de la fábrica, donde haga falta. ¡Miles de litros por hora, mis queridos niños! ¡Miles y miles de litros!

Los niños y sus padres estaban demasiado atónitos para responder. Estaban aturdidos. Estaban alucinados.

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Estaban admirados y maravillados. Estaban completamente desconcertados por el tamaño de todo ello. Miraban todo con los ojos muy abiertos, sin hablar.

—¡La cascada es muy importante! —prosiguió el señor Wonka—. ¡Mezcla el chocolate! ¡Lo bate! ¡Lo tritura y lo desmenuza! ¡Lo hace ligero y espumoso! ¡Ninguna otra fábrica del mundo mezcla su chocolate por medio de una cascada! ¡Pero es la única manera de hacerlo! ¡La única manera! ¿Y os gustan mis árboles? —exclamó, señalándolos con su bastón—. ¿Y mis hermosos arbustos? ¿No os parece que son muy bonitos? ¡Ya os dije que detestaba la fealdad! Y, por supuesto, son todos comestibles! ¡Todos ellos están hechos de algo diferente y delicioso! ¿Y os gustan mis colinas? ¿Os gustan la hierba y los botones de oro? La hierba que pisáis, mis queridos niños, está hecha de una nueva clase de azúcar mentolada que acabo de inventar! ¡La llamo mintilla! ¡Probad una brizna! ¡Por favor! ¡Es deliciosa!

Automáticamente, todo el mundo se agachó y cogió una brizna de hierba; todos, excepto Augustus Gloop, que cogió un enorme puñado.

Y Violet Beauregarde, antes de probar su brizna de hierba, se quitó de la boca el chicle con el que había batido el récord mundial y se lo pegó cuidadosamente detrás de la oreja.

—¿No es maravilloso? —susurró Charlie ¿No es verdad que tiene un sabor maravilloso, abuelo?

—¡Podría comerme el campo entero! —dijo el abuelo Joe, sonriendo de placer—. Podría ponerme a cuatro patas como una vaca y comerme toda la hierba que hay en el campo!

—¡Probad un botón de oro! —dijo el señor Wonka—. ¡Son aún mejores!

De pronto, el aire se llenó de gritos excitados. Los gritos provenían de Veruca Salt. Ésta señalaba frenéticamente el otro lado del río.

—¡Mirad! ¡Mirad allí! —chilló—. ¿Qué es? ¡Se está moviendo! ¡Está caminando! ¡Es una personita! ¡Es un hombrecito! ¡Allí, debajo de la cascada!

Todos dejaron de coger botones de oro y miraron hacia el río.

¡Tiene razón, abuelo! —gritó Charlie—. ¡Es un hombrecito! ¿Lo ves?

Y ahora todo el mundo empezó a gritar a la vez.

—¡Hay dos!

—¡Dios mío, es verdad!

—¡Hay más de dos! ¡Hay uno, dos, tres, cuatro, cinco!

—¿Qué están haciendo?

—¿De dónde salen?

—¿Quiénes son?

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Niños y grandes corrieron a la orilla del río para verlos de cerca.

—¿No son fantásticos?

—¡No son más altos que mi rodilla!

—¡Su piel es casi negra!

—¡Es verdad!

—¿Sabes lo que creo, abuelo? —exclamó Charlie—. ¡Creo que el señor Wonka los ha hecho él mismo, de chocolate!

Los diminutos hombrecillos —no eran más grandes que muñecas de tamaño mediano— habían dejado lo que estaban haciendo y ahora contemplaban desde el otro lado del río a los visitantes. Uno de ellos señaló a los niños, susurró algo a los otros cuatro, y los cinco estallaron en sonoras carcajadas.

—¿Es verdad que están hechos de chocolate, señor Wonka? —preguntó Charlie.

—¿Chocolate? —gritó el señor Wonka—. ¡Qué tontería! ¡Son personas de verdad! ¡Son algunos de mis obreros!

—¡Eso es imposible! —dijo Mike Tevé—. ¡No hay gente en el mundo tan pequeña como ésa!


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