Libros del Rincón


EL GIGANTE ITZEHECAYAN


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EN LA LÍNEA DE SALIDA el nahual, asustado, se detuvo. El terror le impedía ladrar. Mudo como había quedado, señaló una sombra negra, monstruosa, amenazadora sombra.

Ehécatl Quetzalcóatl volvió la vista donde el aterrado perrito le indicaba:

—Ya lo presentía —dijo—. Es Itzehecayan.

—¿El espantoso viento de navajas? —pálido le preguntó el nahual.

—Ése. Como bien puedes ver, es como una fortaleza que rodea todo el Mictlan, y lo defiende; y aunque es ciego y carece de tacto, puede oler y puede oír mejor que un tigre.

—¿Qué, otro tigre?, ¿Otro tigre? —repitió, presa de pánico, el nahual—. ¡Éste sí nos matará! ¿Cómo podrías vencerlo, Quetzalcóatl, si a mí, con sólo respirar a veinte pasos, me mandaría de regreso hasta mi choza?

Y era cierto. El nahual tenía razón. Itzehecayan era enorme, incalculable la fuerza de sus brazos. Desde lejos podían vérsele los músculos, altos como montañas; una pierna de Itzehecayan era gruesa como un roble; de los orificios de su nariz, al respirar, parecían salir ciclones y huracanes, y en sus doscientas manos se acumulaban dardos, puntas de flecha, navajas de obsidiana y agujas de maguey.

El nahual, que temblaba como una mariposa, no podía dejar de verlo. Aun Quetzalcóatl, con ser un dios, sudaba frío ante Itzehecayan. Ehécatl se puso a meditar: sabía que los vientos, no siendo inteligentes, eran muy asustadizos y sensibles. Sí, ahí estaba la clave, el triunfo sobre Itzehecayan dependería de una cosa: la sorpresa.

Rápido como el rayo, Quetzalcóatl ordenó a su nahual:

—¡Corre, ven, perrito mío, voy a llevarte escondido en mi sobaco!

Y lo tomó, lo levantó en sus brazos, y así lo protegió. El perrito, asustado, gemía, pero su gemido oculto no se dejaba escuchar.

Ehécatl llamó entonces a sus vientos; éstos acudieron al instante, y siguiendo las instrucciones del dios, recogieron cal y la regaron alrededor del monstruo; luego cortaron mezquites de ramas espinosas y copas abundantes, y a una señal del dios, convertidos en guerreros valerosos, empezaron a correr y a gritar, chillaron y vociferaron, arrastrando sobre la cal las tupidas ramas de los árboles, y la cal se levantó y quemó al gigante; y los vientos atacaron tan sorpresivamente que el gigante, ciego ya y a punto de asfixiarse en aquel cemento blanco, presa del terror, preguntó: —¿Qué pasa, qué pasa?, ¿se ha caído el cielo? ¿acaso se han salido los mares de sus recios litorales?, ¿es que se acaba el mundo?

Y convencido de que fuerzas desconocidas e invencibles se habían unido contra él y lo tenían rodeado, bajó los doscientos brazos y se rindió.

Ehécatl y sus vientos se acercaron, lo sujetaron: le ataron las manos de dos robles y los pies de dos encinas.

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—El trabajo ha sido fácil —comentó, pavoneándose, Nictlampa.

—Pero pudo ser difícil —le contestó Tlalocáiutl.

Los vientos, satisfechos de haber servido a su amo, se despidieron.

El perrito se asomó, vio al gigante sujeto y brincó, bajó de la axila del dios y se puso a ladrar; entusiasmado, saltaba y aplaudía.

—¿Lo hemos vencido, Quetzalcóatl? —preguntó, y no aguardó la respuesta—: Pero sí, ¡lo hemos vencido! —dijo—. ¡Lo hemos vencido! ¡No lo puedo creer! ¡Viva, viva! ¡Lo hemos vencido! —y no dejaba de ladrar y de brincar, y bailaba y echaba maromas alegres en el aire.

A la orilla del mundo, Xólotl, el Pie de Bola Xólotl, recibía al Sol una vez más y, tomándolo de la mano, lo fue guiando por el oscuro mundo de los muertos.


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