Libros del Rincón


SÍ ERA CIERTO


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Y SÍ ERA CIERTO QUE el nahual y su amo se hallaban a punto de lograr su objetivo, puesto que en sólo tres lunas habían remontado, con éxito, las traidoras corrientes del río Apanoayan, desafiado los choques de las montañas Tepeme Monacmitia, el ataque del zopilote real y la escalada, que parecía imposible, del ltztépetl; y puesto que, asimismo, habían recorrido sin novedad los collados y los páramos, y triunfado también sobre la fuerza bruta del gigante Itzehecayan.

Y tan a punto estaban que aguzando la vista pudieron distinguir, entre confusos vahos y brumas tenebrosas, las nueve corrientes del río Chiconahuapan; vieron asimismo el principio de los silenciosos y oscuros aposentos donde Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl guardaban, celosamente, los sagrados despojos, los mismos que los viajeros venían a buscar para crear a los nuevos hombres.

Aguzando más la vista, pudieron ver al perrillo bermejo, experto nadador, que esperaba a los difuntos para cruzarlos de una orilla a otra orilla de las nueve corrientes del proceloso río. Y pues no iba a ser cosa de que Ehécatl fuera a tratar de sobornarlo pidiéndole que cruzara a su perrito, no, más bien llamó al nahual y —Fíjate bien —le dijo.

Y le dio precisas y detalladas instrucciones. Lo que vino después, fue otro golpe de sorpresa que punto por punto sucedió de esta manera. Primero, los viajeros se aconsejaron; segundo, los viajeros se separaron; tercero, Quetzalcóatl montó en el cuadrado lomo del bermejo; cuarto, el bermejo se lanzó a la corriente; quinto, rápido como el rayo, el nahual se tiró al agua, y veloz como una flecha se cogió de la cola del bermejo, que distraído por los rápidos jalones de una corriente y otra, no alcanzaba a darse cuenta de que jalaba un peso extra; sexto, así llegaron al otro lado y saltaron los tres a tierra; séptimo, en tan sólo un parpadeo, el nahual corrió a ocultarse, y octavo y último, el bermejo se regresó y el dios y su nahual se abrazaron, contentos y felices de su triunfo.

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—¡Hemos llegado, hemos llegado, engañamos al bermejo, hemos llegado! —ladraba y bailaba el nahual.

—¡Sssh! —le advirtió Quetzalcóatl—, calla, amigo, calla. Ahora más que nunca debemos ser prudentes, caminemos de puntillas para que no nos sientan...

Muerto de risa aún, el nahual lo interrumpió.

—¿Quién? ¿La araña y el voz de chirimía? —preguntó—. Ja, ja, ja, el voz de chirimía y la araña —repitió—. Pero pronto se dio cuenta del peligro que corría; entonces enmudeció, se volvió a un lado y a otro. Un sudor frío y abundante se concentró en el rojo botoncito de su chata nariz. Miró con preocupación y descubrió cada vez con mayor claridad y con más miedo, aquellos espacios negros, lóbregos, malolientes, del lugar en que se hallaban, donde colgaban polvorientas telarañas, cruzaban el aire fétido docenas de murciélagos peludos, reptaban por las paredes gusanos bigotones, lombrices y víboras chaparras; se unían y separaban miles, millones de sombras silenciosas, vigilantes; había otras más que se veían o se adivinaban apiñadas o en cuclillas. Sí, aquél era ya el Mictlan, donde todo era como un largo quejido intermitente que se perdía, entraba y salía de los nueve salones que componían el hogar interminable de los muertos.

El nahual buscó un apoyo pero no lo encontró. Sentía que se desmayaba y, con voz quebrada y débil, recurrió a Ehécatl:

—¡A... amo mi... mío Que... Quetzal... zal... cóatl!

El dios acudió al llamado de su doble y dulcemente le ordenó:

—Ten valor, mi nahual. Tómate de una punta de mi manta, cierra los ojos y sígueme. Continuaremos por estos angostos y cerrados corredores hasta el único salón adonde sí llegan la luz de las estrellas y el pálido reflejo de la luna. En esa pequeña sala es donde guardan los señores de los muertos los huesos más preciados, aquellos que un día pertenecieron a los sabios y a los hombres que en vida fueron justos, a los héroes y a los príncipes.

A la voz de su amo, el nahual se recuperó y obedeció. Muy unidos, el dios y su doble caminaban deprisa, y así fueron cruzando cada uno de los cuartos con olor a podredumbre y humedad hasta llegar al último. En su centro, sorprendidos, al fin se detuvieron. ¡Allí estaban, tal y como Ehécatl lo había anunciado: eran los hermosos huesos de los justos, de los héroes, de los sabios y los príncipes! ¡Lucían limpios, enteros, blanquísimos, brillantes!

Quetzalcóatl miraba y miraba, imaginando a sus nuevos hombres: "Serán altos y fuertes, honestos, hermosos, valientes", se decía.

Una vez que salieron de su asombro, el dios y su perro se aproximaron, y con unción tomaron los sagrados huesos, los acariciaron y besaron. Enseguida los colocaron en los grandes costalones que habían tejido durante el viaje, y ya estaban por salir cuando, hosco y sombrío, entró Mictlantecuhtli, quien alzando la voz se dirigió a sus acompañantes:

—¡Pues mirad cómo es cierto que se atreve! ¡Que los toma y se los lleva! Y vosotros, habitantes del Mictlan, ¿qué esperáis? ¡Andad a detenerlos, andad!

Mictlantecuhtli se apartó de la puerta, dando paso a mil sombras que al entrar se prolongaban, se encogían y, ligeras, se desplazaban con rapidez; no era fácil evadirlas. Quetzalcóatl y su doble, que entrenados en su largo recorrido habían logrado adquirir una gran agilidad, se trasladaron a un rincón y a otro de aquella breve estancia, eludiendo a los espectros que en su contra mandó Mictlantecuhtli.

El Señor de los Muertos se volvió al nahual de Quetzalcóatl:

—Y tú también, ridícula especie de nahual, ¿qué esperas? ¡Dile que deberá dejarlos!

—Que deberás dejarlos, dice —anunció, humillado y temeroso, el pequeño perrito al Dios del Viento, mirando con gran resentimiento al Señor de los Descarnados.

Quetzalcóatl afianzó su preciada carga y se la echó al hombro:

—Ve y contéstale a ese ruin que sí, que los voy a dejar —le ordenó a su doble con voz firme.

—¡Pero no los dejarás! —exclamó el nahual incrédulo—. Mira que esto no es nudo ciego que no pueda deshacerse.

—¿Acaso me has tomado por un tonto? ¡Tú obedece!

Con la colita corta entre las patas, y soltando su saco, dijo el nahual:

—Que dice él, Quetzalcóatl, que dice que sí los dejará.

Pero no, no los dejó, no; al contrario, los abrazó con fuerza y aconsejó al nahual:

—Ahora preparémonos a huir, mi perrito adivino. Anda, ven, pégate a mí.

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Mictlantecuhtli volvió a la carga.

—Y vosotros, sombras huecas del Mictlan, ¿no veis que no los deja? ¡Actuad rápido, actuad! ¡Haced pronto un hoyo grande donde vaya a caer con su sarnoso!

Las sombras obedecieron. Escarbaron con rapidez a gran profundidad. Tomados de la mano los fugitivos huyeron, y en su prisa tropezaron. Cayeron. Los huesos se dispersaron entonces, y sobre ellos, alborotando y aleteando, cayeron cientos de codornices.

—¿Cómo ha sido, nahual mío? ¿Qué ha pasado? —preguntó Quetzalcóatl, aturdido por el golpe y por aquellos crecientes alboroto y aleteo.

—¿Cómo ha de ser?, ¡casi nada, que se arruinó el negocio! Sea como fuere, ahí se va, se hizo lo que se pudo, Quetzalcóatl, ¿no te parece?

Pero no, no se resignaba el dios. En silencio recogió los tan deseados huesos, los colocó de nuevo en su gran saco de ixtle, y con él al hombro escapó, salió del agujero, llevándose los huesos y llevando a su nahual, que ya fuera de peligro comentaba orgulloso:

—Siempre supe, Quetzalcóatl, y te lo dije, que todo saldría bien. Por eso mi corazón se alegra cuando está próximo a ti, y te mira desde abajo cómo te alzas: alto y hermoso ahuehuete, y se acerca uno y se alegra, y se acoge uno a tu sombra.


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