Libros del Rincón


En el castillo que se va


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En su castillo de aire vivía el Rey de Nada. No tenía paredes aquel castillo, no tenía tejado. Pero así, transparente, era bello y delicado como ningún otro.

Y porque el Rey nada poseía, ni siquiera un pedacito de tierra, a cualquier soplo de viento, allá se iba el castillo con toda su corte, celeste arquitectura flotando en el espacio. Se posaba cuando amainaba el viento. Ahora lo descubrían en un pico escarpado, o aparecía a la orilla del mar o se asentaba en alguna llanura. Nada lo sujetaba a ningún lugar. El mundo entero era su reino.

Ahora, después de una tempestad que lo había sacudido llevándolo encima de las montañas, reposaba el castillo entre las flores de un valle. Las damas salían a pasear tiñendo los pastos con sus largos trajes, ligeros como suspiros; los caballeros disputaban torneos de imaginación, mientras los niños de la corte inventaban juegos con manzanas recién arrancadas de las ramas.

Y muchos días habían pasado de esa amable vida.

No lejos del valle, sin embargo, ejercía su poder un temible rey, llamado Rac. Al pronunciar su nombre todos bajaban la voz y la mirada. Feroz, había tomado muchos reinos a la fuerza. Guerrero, había vencido en todas las guerras. A fuego y hierro ampliaba cada vez más sus dominios, sus riquezas y el número de sus súbditos. Así, despierto o durmiendo, soñaba volverse algún día, el Rey de Todo.

Bastó, por lo tanto, que sus espías le trajesen noticias de la existencia de un nuevo castillo, para que sus ojos se encendiesen de codicia.

—¡Que mis embajadores partan inmediatamente hacia allá llevando una declaración de guerra! —ordenó.

Fueron los embajadores con sus lujosas vestiduras de terciopelo. Y en sus vestiduras, un poco arrugadas, regresaron, cuando ya el Rey Rac se preparaba para la batalla.

La declaración de guerra no había sido aceptada, explicaron cabizbajos.

El Rey Rac nunca había recibido tal insulto, nunca había encontrado un monarca tan esquivo. Pero dispuesto a hacer la guerra, quisiera o no quisiera el otro, partió de inmediato a la cabeza de su ejército.

Al amanecer llegaron al valle. Los caballos resoplaban pisoteando las flores, tenían escudos y corazas, sus armas brillaban desenvainadas. Y cuando el Rey de Nada apareció en la puerta de su diáfano castillo acompañado de algunos miembros de su corte, se adelantó sin apearse, el Rey Rac.

—Supe que deseas hacerme la guerra —dijo el Rey de Nada—. Humildemente te pregunto por qué ese deseo.

—Porque todo lo que puedo ver me pertenece. Y mío es también todo aquello que la mirada no alcanza a ver —respondió el Rey Rac desde lo alto de su caballo—. Sin embargo, en medio de todo lo que conquisté, existen ahora este palacio y esta corte que no son míos. Por eso es necesario que yo los posea.

—Pero todo esto que estás viendo —dijo el pequeño Rey abriendo los brazos— es Nada. Sólo la Nada es lo que me pertenece.

—Pues entonces, ¡es esa Nada lo que yo quiero!

Discretamente, intentando esconder su boca tras el cetro transparente, rió el Rey de Nada. Y como contagiados por las palabras del Gran Rac, se rieron las damas y los caballeros del castillo. Al principio, bajando el rostro para disimular, después abiertamente, sin control, la delicada corte se rió frente al ejército que aguardaba. Rieron la Reina y el cocinero, los pajes y los niños, rió, por primera vez más que todos, el bufón de la corte.

Y el soplo de aquellas bocas abiertas, el eco de todas aquellas risas, hizo ondear los cortinajes, movió los inexistentes torreones, las ausentes paredes. Como un navío que levanta sus velas, el castillo entero comenzó a flotar, partiendo dulcemente hacia nuevos horizontes.

Debajo de las patas de los caballos, los pastos se enlamaban. El ejército envainó sus espadas, recogió sus lanzas. Impotente, el Rey Rac vio que la victoria se alejaba. A causa de aquel Nada, de aquel castillo impalpable que se iba en el regazo del viento, nunca más sería el Rey de Todo. Su sueño se había perdido para siempre. Furioso, espoleó al caballo y partió al galope. A lo lejos, ligeras como un tintinear de cristales, se oían aún las risas de la corte.

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