Libros del Rincón


La dama del abanico


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Era una dama de kimono que vivía en la plegada superficie de un abanico de papel. No vivía sola. Posada atrás de ella, una garza hundía su larga pata de coral en el agua de un lago. Mientras en el rincón de la izquierda, volaba otra garza.

Sin lluvia o nieve que viniesen a alterar el paisaje, sin frutos que sustituyesen a las flores del durazno, la dama y sus garzas parecían detenidas en el tiempo. Pero no lo estaban. El tiempo pasaba en el abanico, aunque a su modo. Pues cada vez que su dueño, un viejo mandarín, lo cerraba con un golpe seco, anochecía entre los dobleces. La dama entonces se dormía. Dormían las garzas. Y hasta los nenúfares del lago parecía que reposaban sus pétalos sobre el agua. Solamente el volcán, al fondo, continuaba soltando una columna de humo.

Sin embargo, bastaba que el mandarín abriera otra vez el abanico para que todos despertasen. Las olas del lago brillaban como si algún viento las empujase desde las montañas. Volaba la garza sin salirse del espacio. La dama de largos cabellos tocaba el instrumento que tenía sobre las rodillas, tañendo las cuerdas con sus pálidos dedos.

¡Qué acalorado era aquel mandarín! Cada instante, ¡rraac!, abría el abanico, abriendo con él los ojos de la dama y sus garzas.

¡Y qué nervioso! Apenas se había abanicado, cuando ya lo cerraba nuevamente, empuñándolo como si fuese un cetro, volcando la oscuridad sobre sus personajes.

Abre y despierta, cierra y duerme, la vida en el abanico se hacía en rápidas noches y brevísimos días. Y no sobraba tiempo para el aburrimiento.

Y así habría sido por muchos años, si el mandarín, henchido de amor por su más reciente concubina y deseando cubrirla de presentes, no le hubiera dado el abanico de regalo.

La esposa tenía modales muy diferentes. Todo, en ella era despacio. Para ella, el calor no era un tormento. Del abanico, más que la brisa, disfrutaba el pausado gesto con que lo movía, acariciando el aire y su cuello. Casi no lo cerraba. Por encima, su mirada era lanzada con disimulo. Tras él, murmuraba secretos a los oídos de las otras concubinas, escondía sonrisas y besos. Y muchas veces, descansando su mano sobre la mesa o en su regazo, se olvidaba de cerrarlo.

Con ella, los días se volvieron largos, a veces larguísimos para la dama del kimono. Tocaba su instrumento, miraba a sus aladas compañeras, y así se distraía. Sin embargo, las garzas, sin nada que hacer, sin poder pescar, tejer su nido, o aparearse, comenzaron a encontrar el cielo de papel cada vez más limitado, y el horizonte de más allá, cada vez más tentador.

Y llegó un día en que la garza del rincón de la izquierda, aquella que desde siempre mantenía sus alas abiertas, las movió levemente, después con más fuerza, y aleteando libre, al fin, voló fuera del abanico.

Durante aquel día y en los que siguieron, la dama esperó a que regresara, tocando su dulce música. Pero la garza no volvió. Y el rincón izquierdo del abanico siguió vacío, sin que ni siquiera un pequeño rastro perdido recordara la antigua presencia.

Pero el tiempo se fue, poco a poco. Ahora sola, la garza del lago ya no tenía motivo para continuar ahí, con la pata sumergida en el agua. Y en una tarde caliente en que la concubina se abanicaba con pereza, la garza estiró al fin la otra pata, irguió el cuello, desdoblando las alas que desde siempre habían permanecido cerradas. Como una corola tocada por el viento, se estremecieron sus plumas blancas. Y la garza abrió su vuelo, abandonando el abanico.

Sin un gesto, la dama vio partir a su última amiga. No lloró, porque las lágrimas no se permiten en los abanicos de papel. Pero las pálidas manos dejaron de tañer las cuerdas. Y en su regazo, enmudeció el instrumento.

Muchos y muchos años de silencio pasaron después de esto. Muchas y muchas personas poseyeron el abanico.

Hasta que un día, removiendo la mercancía de un anticuario del mercado, un joven artista lo descubrió, abierto entre las baratijas. Su atención fue atraída por la antigua delicadeza de la dama del kimono. Faltaba alguna cosa, tal vez, en el dibujo del paisaje y el papel estaba maltratado. Pero eran tan suaves las manos sobre el instrumento, tan elegantes los pliegues del vestido, que le pareció un lindo regalo para dárselo a su amada.

En casa, limpias las varitas, arreglado el papel con poco pegamento, el artista sintió el deseo de agregar alguna cosa al regalo, enriquecerlo con su amor y su talento. Tomó la caja de pinturas, se inclinó sobre el abanico, y con cuidado, aprovechando el espacio en el rincón izquierdo, pintó una garza en pleno vuelo, con las alas abiertas. Sin embargo, ocupado todo aquel rincón, algo estaba faltando del otro lado, el más cercano a la dama. Sumergió el pincel en el color blanco, y tocó levemente la punta en el color rosa. Y luego surgió otra garza, de alas cerradas, con una pata de coral hundida en el agua del lago.

Sí, ahora tenía un abanico digno de su amada.

Y había quedado tan lindo, que ella no quiso encerrarlo en el cajón. Cuidando de no herir el papel, lo colgó abierto en la pared delante de su cama.

Aquella noche, todavía lo miró con arrobamiento antes de dormir. Después apagó la luz y cerró los ojos.

Duerme la dueña del abanico, duerme la casa. Pero en la superficie del papel humea un volcán, mientras una dama de kimono les toca a sus garzas la muy suave música de un instrumento de cuerdas.

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