Libros del Rincón


El reino por un caballo


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Era brillante, gallardo, más blanco que un mantel al sol. Y mucho más precioso. Era el caballo del Rey. Precioso, no solamente por su belleza, sino porque sólo se alimentaba de monedas de oro.

En la caballeriza del palacio, palafreneros y caballerangos se atareaban constantemente a su alrededor con delicados tratos. Le cepillaban el inmaculado pelo, le trenzaban la crin, le enceraban los cascos, desenredaban su larga cola. En un rincón, músicos especialmente escogidos para distraerlo se turnaban para tocar el laúd.

Y una vez al día se realizaba la ceremonia de alimentación. Al sonido de las trompetas y precedidos por el Gran Ministro de los Bienes Reales, los pajes entraban en la caballeriza, cargando cestos de monedas de oro. Al batir de palmas del Palafrenero Mayor, se aproximaban uno a uno al comedero, liberaban su resplandeciente carga y ésta, en pocos momentos, desaparecía entre los amarillentos dientes del caballo.

En bien de la verdad, a poco de que el caballo fue regalado al Rey, el Ministro se había dado, durante algún tiempo, el trabajo de volver discretamente a la cuadra algunas horas después de las comidas. Armado, de una varita y cuidando de no perder su noble postura, removía el humeante estiércol para certificar que ninguna moneda había sido devuelta por los caballares intestinos. Pronto, sin embargo, se dio cuenta de la inutilidad de su proceder. El oro que entraba no salía. Todo era consumido en el oscuro misterio del vientre, asegurando tal vez el resplandor del pelaje, el brillo de los ojos y, quién sabe, hasta lo amarillento de los dientes.

Grandes eran los cofres del Rey. Un cesto de monedas, por lo menos, no hacía diferencia. Ni diez. Mientras tanto, un cesto hoy, un cesto mañana, durante semanas y meses llenos de hoy y mañanas, comenzaron a hacerse sentir. Y llegó el día en que, habiendo agotado todos los otros recursos, el Gran Ministro se vio obligado a avisarle a su majestad que, para satisfacer el apetito del caballo, en breve sería necesario vender la corona.

—¡La corona, nunca! —exclamó el Rey llevándose las manos a la cabeza.

Y sin dudarlo, decretó un nuevo impuesto, el Impuesto del Caballo, para ser pagado diariamente por todos los ciudadanos.

Con las contribuciones del pueblo, se llenó algún tiempo el comedero. Pero así como había sucedido con los cofres reales, también los pequeños cofres domésticos, los calcetines, los fondos de colchón y los cochinitos de barro poco a poco se vaciaron.

Y llegó el día en que en el reino no había monedas.

—¿Qué hacer? —preguntó el Rey al Ministro que se encontraba junto al trono.

El Ministro miró interrogativamente al otro Ministro que estaba a su lado, el cual a su vez miró al Ministro cuyo manto rozaba el suyo, éste miró al Ministro que estaba más cercano, el que, por último, miró al Gran Ministro, que no teniendo a nadie a quien mirar, se vio obligado a responder.

—¿Y si intentásemos hacerlo funcionar al contrario? —arriesgó.

—¡¡¿¿Al contrario??!! —repitieron todos en coro, sin entender.

Pero el Rey, para no dar a demostrar su ignorancia, dio las órdenes pertinentes para que se procediese con la operación sugerida.

Bajo las órdenes del Gran Ministro, se amarró a la cola del caballo una larga cuerda, cuya punta fue metida por su trasero, empujada con gentil fineza, hasta que comenzase a hacerle cosquillas en la garganta. Y en cuanto el pobrecito abrió la boca para librarse de la molestia, unas ansiosas manos removieron ahí dentro y tomaron la punta de la cuerda que asomaba.

Palafreneros, caballerangos, los músicos y el Gran Ministro en persona comenzaron a jalar. Jala que jala, he aquí, que despacio, muy despacio, el caballo fue volteado al reverso.

Y ahí estaba un caballo que, siendo el mismo, era el contrario de lo que había sido.

Faltaba comprobar los resultados. Los pajes trajeron cestos llenos de estiércol, que vaciaron uno a uno en el comedero. El caballo se aproximó y olfateó muy bien. Luego, bajo la ansiosa mirada del Rey, se fue comiendo poco a poco el contenido, tragándoselo todo entre sus dientes amarillos.

Aquella tarde, nadie movió un pie fuera de la caballeriza. Escondida tras la espalda, el Gran Ministro, aseguraba una varita. Pero no fue necesaria. Cuando finalmente, la cola del caballo se levantó levemente, fue para arrojar sobre la paja una cascada tintineante de monedas de oro.

Así, todos los días, el tintinear del oro pasó a escucharse en las bóvedas de la caballería. Las monedas caían, y eran pasadas rápidamente de la paja a los cofres reales, que en poco tiempo se llenaron, se hincharon, se desbordaron por completo.

La abundancia y las risas se esparcieron muy rápido por todo el reino.

Pero a pesar de tanta alegría, el Rey no parecía tan feliz. Andaba pensativo por los pasillos, y era visto, a veces, bajando a la caballería, donde permanecía largo tiempo, sin sonreír. Mientras las monedas caían, el Rey meditaba en que su caballo ya no era más un lindo caballo. Estaba feo, casi asqueroso. El blanco pelaje, ahora por dentro, no se veía. Por fuera, sólo se apreciaba la piel roja, como con babas. Ya no era un caballo del que un rey pudiese enorgullecerse, ni montura adecuada para pasear en los días de desfile o procesión.

Y los cofres ya estaban hasta aquí, repletitos, de muchas monedas.

Entonces, un día, después de recibir la visita de un embajador extranjero, el Rey bajó a la caballeriza agitando su manto por las escaleras, alegre como hacía mucho que no se le veía. Tenía una sonrisa en los labios, además de varias órdenes que debían ser cumplidas. Con rápida determinación, antes que el Gran Ministro oyese, mandó que se matara al caballo. Y que la cuadra fuese, inmediatamente lavada y perfumada para recibir a un lindo caballo nuevo que acababa de obtener.

Fue así que la caballeriza real, aromada con sándalo, recibió al nuevo caballo alazán, venido de tierras distantes. Raro no sólo por su belleza y noble porte, sino también porque sólo se alimentaba de piedras preciosas.

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