Libros del Rincón


Entre la espada y la rosa


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¿Cuándo es la hora de casarse, si no aquella en que el corazón dice "quiero"? Aquella en que el padre lo desea. Eso descubrió la princesa la tarde en que el Rey la mandó llamar, y sin rodeos, le dijo que habiendo decidido entablar una alianza con el pueblo de las fronteras del norte, había prometido darla en matrimonio a aquel jefe. Si era viejo o feo, ¿qué importaba frente a los soldados que se agregarían al ejército, a las ovejas que poblarían los pastos y las monedas que arrojaría a los cofres reales? Que estuviese lista, pues dentro de poco, el novio iría a buscarla.

Cuando regresó a su cuarto, la Princesa lloró más lágrimas de las que pensaba que tenía para llorar. Acurrucada en la cama, entre sollozos, imploró a su cuerpo y a su mente que le ayudasen a encontrar una solución para escapar de la decisión de su padre. Al final, agotada, se durmió.

En la noche, su mente se ordenó, y en la oscuridad se trenzó su cuerpo. Al despertar por la mañana, los ojos aún ardiéndole de tanto llorar, la Princesa percibió que algo extraño estaba ocurriendo. ¡Con cuánto miedo corrió al espejo! ¡Con qué espanto vio los pelirrojos cabellos que le rodeaban las mejillas! No lo podía creer, pero era verdad. En su rostro, una barba había crecido.

Pasó sus dedos lentamente entre los sedosos cabellos. Y ya extendía su mano buscando las tijeras, cuando finalmente lo comprendió. Aquella era la solución. Podía venir a buscarla el novio. Podía venir con sus soldados, sus ovejas y sus monedas. Pero cuando la viese, ya no la querría más. Ni él, ni cualquier otro que el Rey escogiera.

Sin embargo, aunque se salvara la hija, se perdía la alianza del padre, que preso de horror y de furia frente a la barbada joven, y alegando que la vergüenza caería sobre el reino a causa de tal rareza, le ordenó abandonar el palacio inmediatamente.

La Princesa hizo un atado pequeño con sus joyas, escogió un vestido de terciopelo color sangre, y sin despedirse, atravesó el puente levadizo, pasando al otro lado del foso. Atrás quedaba todo lo que había sido suyo, y por delante estaba aquello que le era desconocido.

En la primera aldea donde llegó, después de mucho caminar, se ofreció de casa en casa como sirvienta. Sin embargo, nadie quiso aceptarla porque, con aquella barba, les parecía evidente que era hombre.

En la segunda aldea, esperando tener más suerte, se ofreció como sirviente. Pero nadie quiso aceptarla porque, con aquel cuerpo, estaban seguros de que era mujer.

Cansada, pero todavía con esperanzas, al ver de lejos las casas de una tercera aldea, la Princesa pidió un cuchillo prestado a un pastor y se rasuró la barba. Sin embargo, a punto de entrar a la aldea, ya la barba había crecido otra vez, más ensortijada, brillante y rojiza que antes.

Entonces, ya sin pedir nada, la Princesa vendió sus joyas a un armero, a cambio de una coraza, una espada y un yelmo. Y quitándose el anillo que había sido de su madre, lo vendió a un mercader, a cambio de un caballo.

Ahora, debajo de la coraza, nadie vería su cuerpo, debajo del yelmo, nadie vería su barba. Montada a caballo, empuñando su espada, ya no sería más ni hombre ni mujer. Sería un guerrero.

Y en valiente guerrero se convirtió a medida que servía a los señores de los castillos, manejando diestramente sus armas. En poco tiempo, no había quien la superase en los torneos, ni la venciese en las batallas. La fama de su valor se extendió por todas partes e iba delante de ella. Ni siquiera necesitaba presentarse frente a los muros de las ciudades y castillos. La coraza hablaba más que el nombre.

Poco se demoraba en cada lugar. Luchaba cumpliendo con su trato y su deber, se batia con lealtad por el Señor. Sin embargo, sus victorias atraían las miradas de la Corte, y pronto los murmullos comenzaban a recorrer los pasillos. ¿Quién era aquel caballero, osado y gentil, que nunca se quitaba sus vestidos de guerra? ¿Por qué no participaba de las fiestas, ni le cantaba a sus damas?

Cuando las preguntas se hacían en voz alta, ella sabía que había llegado la hora de partir. Al amanecer, montaba en su caballo y dejaba el castillo, sin romper el misterio con el que había llegado.

Únicamente estando sola, cabalgando en el campo, osaba levantar la visera para que el viento le refrescase el rostro, acariciando sus rizos. Pero la bajaba en cuanto veía agitarse en la distancia las banderas de alguna torre.

Así, de castillo en castillo, había llegado a uno gobernado por un joven Rey. Y ya había pasado algún tiempo desde su llegada.

Desde el día en que la había observado, parada frente a la gran puerta, erguida la cabeza, ofreciendo su espada, él había demostrado preferirla a los otros guerreros. Era a su lado donde la quería en las batallas, a ella la llamaba para los ejercicios en la sala de armas, era su compañía predilecta, su mejor consejero. Con el tiempo, más de una vez uno había salvado la vida del otro. Y parecía natural, como el fluir de los días, que sus vidas transcurriesen juntas.

Compañero de guerras y de cacerías, se inquietaba el Rey viendo que su amigo jamás se quitaba el yelmo. Y aún más se preocupaba, al sentir que crecía dentro de él un sentimiento nuevo, diferente a todos, una devoción más profunda por aquel amigo del que un hombre siente por otro hombre.

Pues no podía saber que en la noche, atrancada la habitación, la Princesa recargaba su escudo en la pared, vestía el traje de terciopelo rojo, se soltaba los cabellos, y delante de su reflejo en el lustroso metal, suspiraba largamente pensando en él.

Muchos días pasaron en que intentando escapar de lo que sentía, el Rey evitaba verla. Y otros tantos en que percibiendo, que eso no la apartaba de su recuerdo, la mandaba llamar, para arrepentirse en seguida y pedirle que se retirase.

Por fin, como nada de eso calmaba su tormento, ordenó que viniese a su presencia. Y con voz grave, le dijo que hacía mucho tiempo que toleraba a su lado un caballero con el rostro siempre cubierto, pero que ya no podía confiar en alguien que se escondía tras el hierro. Que se quitase el yelmo y mostrase el rostro. O tenía cinco días para dejar el castillo.

Sin gesto ni respuesta, dejó el salón la Princesa, refugiándose en su cuarto. El Rey nunca podría amarla con su barba pelirroja. Y ya no la iba a querer como guerrero, con su cuerpo de mujer. Lloró todas las lágrimas que aún tenía para llorar. Doblada sobre sí misma, sollozando, imploró a su cuerpo, que la liberase, suplicó a su mente que le diese una solución final. Y agotada, finalmente se durmió.

Su mente se ordenó en la noche, y su cuerpo, echó botones en la oscuridad. Y al despertar por la mañana, con los ojos hinchados de tanto llorar, la Princesa notó que pasaba algo raro. No se atrevió a levantar las manos a su rostro. Con miedo, ¡cuánto miedo!, se aproximó al escudo bruñido, y buscó su imagen. Y con espanto, ¡ cuánto espanto!, vio que de verdad, la barba había desaparecido. Pero en su lugar, rojas como los rizos, muchas rosas le rodeaban sus mejillas.

Aquel día no osó salir de la habitación para que el perfume no la denunciara, pues era tan intenso, que ella misma se sentía embriagada de primavera. Y se preguntaba de qué servía haber cambiado su barba por flores, cuando mirando, el escudo con atención, le pareció que algunas rosas perdían su rojizo vigor, tomándose más oscuras que el vino. De hecho, al amanecer, había pétalos en su almohada.

Una tras otra, las rosas se marchitaron, cayendo los pétalos lentamente, sin que ningún botón viniese a sustituir las flores que se iban. Poco después, apareció la rosada piel hasta que no hubo flor alguna. Sólo un rostro de mujer.

Había llegado el quinto día. La Princesa soltó sus cabellos, vistió su vestido color sangre. Y arrastrando la cola de terciopelo, descendió las escaleras que la llevarían hasta el Rey, mientras un perfume de rosas se derramaba por el castillo.

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