Libros del Rincón


La gallina marrón


Jorge se quedó parado en el patio, mirando al tejado. La vieja granja tenía un hermoso tejado de tejas rojo claro y altas chimeneas.

No había señales de la abuela. Solamente se veía un tordo posado en una chimenea, cantando una canción. La bruja se ha quedado atascada en la buhardilla, pensó Jorge. Gracias a Dios.

De pronto, una teja se desprendió y cayó al patio. El tordo echó a volar y se alejó rápidamente.

Después, se vino abajo otra teja.

Luego, media docena más.

Y entonces, muy despacio, como un extraño monstruo de las profundidades, la cabeza de la abuela apareció por el tejado...

Luego, el cuello flaco...

—¿Qué tal lo hago? —gritó— ¿Qué te parece este estirón?

—¿No crees que deberías parar ya, abuela?

—¡Ya he parado! —contestó—. ¡Me encuentro fenomenal! ¿No te dije que tenía poderes mágicos? ¿No te advertí de que tenía brujería en las puntas de los dedos? Pero tú no querías creerme, ¿verdad? ¡No querías escuchar a tu abuelita!

—Esto no lo has hecho tú, abuela —le contestó Jorge—. ¡Lo hice yo! ¡Te preparé una nueva medicina!

—¿Una nueva medicina? ¿Tú? ¡Qué tontería! —vociferó.

—¡Sí! ¡Sí! —gritó él.

—¡Mientes, como de costumbre! —vociferó la abuela—. ¡Siempre estás mintiendo!

—No miento, abuela. Te juro que no.

La cara arrugada le miró desde lo alto del tejado, con suspicacia.

—¿Quieres decir que de verdad hiciste una nueva medicina tú solo? —gritó.

—Sí, abuela, yo solo.

—No te creo —contestó ella—. Pero estoy muy cómoda aquí arriba. Tráeme una taza de té.

Había una gallina marrón picoteando por el suelo, cerca de donde estaba Jorge, y al verla, se le ocurrió una idea. Rápidamente, destapó el frasco de la medicina y echó en la cuchara un poco de líquido.

—¡Mira esto, abuela!

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Se agachó, ofreciendo la cuchara a la gallina.

—Gallinita —dijo—. Pita-pita-pita. Ven aquí. Toma esto.

Las gallinas son unas aves muy tontas y muy voraces. Creen que todo es comida. Esta pensó que la cuchara estaba llena de grano. Se acercó a saltitos, torció la cabeza a un lado y miró la cuchara.

—Anda, gallinita —dijo Jorge—. Gallinita buena. Pita-pita-pita.

La gallina extendió el cuello hacia la cuchara y picó. Bebió un poco de medicina.

El efecto fue electrizante.

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«Uyyy», hizo la gallina y salió disparada por los aires, como un cohete, hasta la altura de la casa.

Luego cayó al suelo, plof, y se quedó allí sentada, con todas las plumas tiesas y una expresión de asombro en su estúpida cara. Jorge se quedó observándola. Desde lo alto del tejado, la abuela la observaba también.

La gallina se puso de pie, bastante temblorosa. Hacía un gorgoteo raro con la garganta y abría y cerraba el pico. Tenía el aspecto de una gallina muy enferma.

—¡Buena la has hecho, estúpido! —gritó la abuela—. ¡Esa gallina se va a morir! ¡Tu padre se pondrá furioso contigo! ¡Te dará una paliza, y te estará bien empleado!

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De repente, la gallina empezó a echar humo negro por el pico.

—¡Está ardiendo! —vociferó la abuela—. ¡La gallina está ardiendo!

Jorge corrió al abrevadero y trajo un cubo de agua.

—¡Esa gallina estará asada y lista para comer dentro de un momento! —gritó la abuela.

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Jorge vació el cubo de agua sobre la gallina. Se oyó un sonido siseante y el humo se desvaneció.

—¡La gallina ha puesto su último huevo! ¡Las gallinas no ponen huevos después de haber estado en el fuego! —gritó la abuela.

Ahora que se había apagado el fuego, la gallina parecía encontrarse mejor. Se sostenía bien en pie, y agitó las alas. Luego se agachó, como si se preparase a saltar. Y saltó. Saltó muy alto y dio una voltereta completa, aterrizando sobre las patas.

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—¡Es una gallina de circo! —gritó la abuela desde el tejado—. ¡Es una condenada acróbata!

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Entonces la gallina empezó a crecer.

Jorge había estado esperando que sucediera esto.

—¡Está creciendo! —chilló—. ¡Está creciendo, abuela! ¡Mira cómo crece!

Se volvía más y más grande... más y más alta. Pronto tuvo cuatro o cinco veces su tamaño normal.

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—¿Lo ves, abuela? —gritó Jorge.

—¡Lo veo, muchacho! —contestó ella—. ¡La estoy mirando!

Jorge daba brincos, muy excitado, señalando a la enorme gallina y gritando:

—Ha tomado la medicina mágica, abuela, ¡y está creciendo como te pasó a ti!

Pero había una diferencia entre la forma en que crecía la gallina y la forma en que creció la abuela. A medida que la abuela se volvía cada vez más alta, se ponía cada vez más delgada. La gallina, no. Seguía estando gorda y hermosa.

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Pronto fue más alta que Jorge, pero no se detuvo ahí. Continuó creciendo hasta que fue tan grande como un caballo, más o menos. Entonces, paró.

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—¿A que está maravillosa, abuela? —gritó Jorge.

—¡No es tan alta como yo! —canturreó la abuela—. ¡Comparada conmigo, esa gallina es pequeñísima! ¡Yo soy la más alta de todos!


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