Libros del Rincón


La abuela toma la medicina


La abuela se sentaba, encorvada, en su sillón junto a la ventana. Los maliciosos ojillos no se apartaron de Jorge mientras él cruzaba la habitación.

—Llegas tarde —soltó.

—Creo que no, abuela.

—¡No me interrumpas en mitad de una frase! —gritó.

—Pero si habías terminado la frase, abuela.

—¡Otra vez igual! —chilló ella—. Siempre interrumpiendo y discutiendo. Verdaderamente, eres un niño insoportable. ¿Qué hora es?

—Exactamente las once, abuela.

—Mientes, como de costumbre. Deja de hablar tanto y dame mi medicina. Agita el frasco, primero. Luego, échala en la cuchara y asegúrate de que sea una cucharada llena.

—¿Te la vas a tragar de un golpe? —le preguntó Jorge—. ¿O la tomas a sorbitos?

—Lo que yo haga no es asunto tuyo —dijo la vieja—. Llena la cuchara.

Mientras quitaba el corcho y empezaba a verter muy despacio el espeso líquido marrón en la cuchara, Jorge no pudo evitar el recordar todas las cosas locas y maravillosas que constituían los ingredientes de esta mezcla disparatada: el jabón de afeitar, el depilatorio, el tratamiento anticaspa, los polvos de la lavadora automática, los polvos contra las pulgas, el betún, la pimienta negra, la salsa de rábanos y todo lo demás, por no mencionar las fuertes píldoras, polvos y líquidos para los animales... y la pintura marrón.

—Abre bien la boca —dijo— y te la meto dentro.

La vieja abrió su pequeña boca arrugada, mostrando unos asquerosos dientes marrón claro.

—¡Vamos allá!—-gritó Jorge—. ¡Trágatelo!

Metió la cuchara bien adentro y le echó la mezcla por la garganta. Luego se apartó para observar el resultado.

Valía la pena.

La abuela aulló «¡Ouiiiii!» y todo su cuerpo salió disparado, juush, por los aires. Era exactamente como si alguien hubiera metido un cable eléctrico a través del asiento de su sillón y hubiese conectado la corriente. Subió como impulsada por un resorte... y no bajó... se quedó allí... suspendida en el aire... a unos sesenta centímetros... aún en posición sentada... pero ahora, rígida... congelada... temblando... los ojos fuera de las órbitas... los pelos de punta.

—¿Pasa algo, abuela? —le preguntó Jorge, cortésmente—. ¿Estás bien?

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Suspendida allí, en el espacio, la vieja se había quedado sin habla.

La reacción que la maravillosa mezcla de Jorge le había producido debía ser tremenda.

Se podría pensar que se había tragado un atizador al rojo vivo por la forma en que despegó del sillón.

Luego volvió a bajar y cayó sobre su asiento con un plop.

—¡Llama a los bomberos! —gritó de pronto—. ¡Me arde el estómago!

—Es la medicina, abuela —dijo Jorge—. Es fuerte y buena.

—¡Fuego! —chilló la vieja—. ¡Fuego en el sótano! ¡Trae un cubo! ¡Usa la manguera! ¡Haz algo, rápido!

—¡Calma, abuela! —dijo Jorge.

Pero se asustó un poco cuando vio que le salía humo por la boca y la nariz, nubes de humo negro que flotaban en el cuarto.

—Madre mía, estás ardiendo de verdad —dijo Jorge.

—¡Claro que estoy ardiendo! —chilló ella—. ¡Acabaré chamuscada, churruscada! ¡Frita como una patata! ¡Hervida como una remolacha!

Jorge corrió a la cocina y volvió con una jarra de agua.

—Abre la boca, abuela —gritó.

Entre el humo, apenas la veía, pero logró echarle media jarra de agua por la garganta. Un sonido siseante, como el que hace una sartén caliente si se pone bajo el grifo del agua fría, surgió de las profundidades de la abuela.

La vieja bruja dio un respingo y un bufido. Jadeó y gorgoteó. Le salieron chorros de agua por la boca. Y el humo se desvaneció.

—El fuego está apagado —anunció Jorge orgullosamente—. Ahora estarás bien, abuela.

—¿Bien? —aulló ella—. ¿Quién está bien? ¡Tengo saltamontes en el estómago! ¡Tengo culebras en la barriga! ¡Tengo petardos en el trasero!

Empezó a dar brincos en el sillón. Era evidente que no se sentía muy a gusto.

—Ya verás cómo te sienta bien la medicina, abuela.

—¿Bien? —berreó ella—. ¿Sentarme bien? ¡Me está matando!

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Luego comenzó a abultarse.

¡Se estaba hinchando!

Alguien la estaba inflando con una bomba... ¡Eso es lo que parecía!

¿Reventaría?

¡Su cara iba pasando del color morado al verde!

¡Un momento! ¡Tenía un pinchazo en algún sitio! Jorge oía el escape de aire. Había dejado de hincharse y se estaba reduciendo. Iba adelgazando lentamente, encogiéndose poco a poco hasta volver a ser una vieja arrugadita.

—¿Cómo van las cosas, abuela? —preguntó Jorge.

No hubo respuesta.

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Luego sucedió una cosa rara. El cuerpo de la abuela dio una repentina y fuerte sacudida y saltó del sillón, aterrizando limpiamente sobre sus pies en la alfombra...

—¡Eso es fantástico, abuela! —gritó Jorge—. ¡No habías estado así desde hace años! ¡Fíjate! ¡Estás de pie tú sola, sin bastón, ni nada!

La abuela ni siquiera le oía. Tenía otra vez los ojos saltones, con la mirada fija. Estaba a kilómetros de allí, en otro mundo.

Maravillosa medicina, se dijo Jorge. Encontraba fascinante estar allí, observando el efecto que le hacía a la bruja. ¿Qué pasaría ahora?, se preguntó.

Pronto lo descubrió.

De repente, ella empezó a crecer.

Al comienzo fue bastante despacio... solamente un crecimiento muy gradual... arriba, arriba... centímetro a centímetro... cada vez más alta y más alta... aproximadamente un centímetro cada pocos minutos... y, al principio, Jorge no lo notó.

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Pero cuando había pasado de la marca de un metro sesenta y ocho centímetros y continuaba subiendo, camino del metro ochenta, Jorge dio un salto y gritó:

—¡Eh, abuela! ¡Estás creciendo! ¡Estás subiendo! ¡Espera, abuela! ¡Más vale que pares o chocarás con el techo!

Pero la abuela no paró.

Era un espectáculo realmente fantástico, ver a aquel vejestorio esmirriado crecer y crecer, alargándose y adelgazando más y más, como si fuese un pedazo de elástico que unas manos invisibles estuvieran estirando.

Cuando su coronilla tocó finalmente el techo, Jorge pensó que tendría que parar ya.

Pero, no.

Hubo un crujido, y una lluvia de trocitos de yeso y cemento se desprendió del techo.

—¿No sería mejor que parases ya, abuela? —dijo Jorge—. Papá acaba de pintar toda la habitación.

Pero ya no había forma de pararla.

Pronto, su cabeza y sus hombros habían desaparecido por un agujero en el techo y seguía creciendo.

Jorge subió las escaleras como un rayo hacia su propio cuarto, y allí estaba ella, saliendo del suelo como una seta.

—¡Yuupii! —gritó, recuperando la voz al fin—. ¡Hurra, aquí estoy!

—Cálmate, abuela —dijo Jorge.

—¡Ánimo y arriba! —gritó ella— ¡Fíjate cómo crezco!

—Este es mi cuarto —dijo Jorge—. Y mira cómo me lo estás poniendo.

—¡Estupenda medicina! —gritó ella—. ¡Dame un poco más!

Está como una cabra, pensó Jorge.

—¡Venga, muchacho! ¡Dame más! ¡Prepárala! ¡Estoy perdiendo velocidad!

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Jorge continuaba aferrando el frasco de la medicina en una mano y la cuchara en la otra. Bueno, pensó, ¿por qué no? Sirvió una segunda dosis y se la metió en la boca.

—¡Uyyy! —chilló ella, y se lanzó hacia arriba. Sus pies seguían en el cuarto de estar, en el piso de abajo, pero su cabeza se aproximaba rápidamente al techo del dormitorio.

—¡Allá voy, muchacho! —gritó ella desde la altura—. ¡Mírame!

—¡Tienes la buhardilla encima, abuela! —gritó Jorge—. ¡Yo que tú, no entraría ahí! ¡Esta llena de bichos y de fantasmas!

¡Crash! La cabeza de la vieja atravesó el techo como si fuese de mantequilla.

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Jorge permaneció en su dormitorio contemplando los destrozos. Había un gran agujero en el suelo y otro en el techo, y entre los dos, como un poste, estaba el cuerpo de la abuela. Sus piernas estaban en el cuarto de abajo y su cabeza en la buhardilla.

—Sigo creciendo —llegó desde arriba la voz chillona—. Dame otra dosis, muchacho, ¡y atravesaré el tejado!

—¡No, abuela, no! —contestó Jorge—. ¡Estás destrozando toda la casa!

—¡A la porra la casa! —gritó ella—.

¡Quiero tomar aire fresco! ¡Hace veinte años que no salgo!

—¡Madre mía, va a atravesar el tejado! —se dijo Jorge.

Corrió escaleras abajo, cruzó precipitadamente la puerta trasera y salió al patio. Sería sencillamente espantoso, pensó, que rompiera también el tejado. Su padre se pondría furioso. Y le echaría la culpa a él. El había hecho la medicina. El le había dado demasiada cantidad.

—No atravieses el tejado, abuela —rezó—. No, por favor.

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