Libros del Rincón


Una grúa para la abuela


La abuela, desde lo alto del tejado, veía todo lo que pasaba, y no le gustaba nada lo que veía. Quería ser el centro de atención y nadie le hacía el menor caso. Jorge y el Sr. Locatis corrían de acá para allá y se entusiasmaban con los enormes animales. La Sra. Locatis estaba fregando en la cocina, y la abuela estaba completamente sola en el tejado.

—¡Eh, tú! —gritó—. ¡Jorge! ¡Tráeme una taza de té ahora mismo, condenado vago!

—No hagas caso a la vieja —dijo el Sr. Locatis—. Está ahí atrapada, afortunadamente.

—Pero no podemos dejarla allí arriba, papá —dijo Jorge—. ¿Y si llueve?

—¡Jorge! —chilló la abuela—. ¡Eres un niño insoportable! ¡Un asqueroso gusano! ¡Tráeme una taza de té inmediatamente, y una rebanada de bizcocho con pasas!

—Tendremos que sacarla de ahí, papá —dijo Jorge—. No nos dejará en paz si no lo hacemos. La Sra. Locatis salió de la casa y se mostró de acuerdo con Jorge.

—Es mi madre —dijo.

—Es una pelmaza —dijo el Sr. Locatis.

—No me importa —dijo ella—. No voy a dejar a mi madre asomando por el tejado para el resto de su vida.

Así que, finalmente, el Sr. Locatis telefoneó a la. Compañía de Grúas y pidió que le mandasen enseguida la grúa más grande que tuvieran.

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La grúa llegó una hora más tarde. Iba montada sobre ruedas y había dos hombres dentro. Los hombres subieron al tejado y le ataron cuerdas a la abuela por debajo de los brazos. Luego, tiraron de ella y la sacaron por encima del tejado...

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En cierto modo, la medicina le había sentado bien a la abuela. No la había vuelto menos gruñona y malhumorada, pero, al parecer, le había curado todos sus dolores y molestias, y de pronto, estaba tan juguetona como un cachorrito. En cuanto la grúa le dejó en el suelo, corrió hacia el enorme pony de Jorge y lo montó de un salto. La vieja bruja, que ahora era tan alta como una casa, se puso a galopar por toda la granja, saltando árboles y cobertizos, y gritando:

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—¡Apartaos de mi camino! ¡Despejad las cubiertas! ¡Quitaos de en medio, miserables enanos, si no queréis que os aplaste! —y otras tonterías semejantes.

Pero, como la abuela era ahora demasiado alta para poder entrar en la casa, esa noche tuvo que dormir en el granero con las ratas y los ratones.


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