Libros del Rincón


La gran idea del Sr. Locatis


Al día siguiente, el padre de Jorge bajó a desayunar en un estado de mayor excitación que nunca.

—¡He pasado toda la noche despierto, pensando en eso! —gritó.

—¿En qué, papá? —preguntó Jorge.

—¡En tu maravillosa medicina, claro está! ¡Ahora no podemos detenernos, hijo mío! ¡Tenemos que empezar a hacer más enseguida! ¡Más y más y más!

El día anterior habían vaciado completamente la gigantesca cacerola, porque había muchos corderos, cerdos, vacas y bueyes a los cuales tenían que dar una dosis.

—Pero, ¿para qué necesitamos más, papá? —preguntó Jorge—. Se la hemos dado a todos nuestros animales y hemos hecho que la abuela se ponga más juguetona que un cachorrito, a pesar de que tiene que dormir en el granero.

—Mi querido hijo —gritó el Sr. Locatis— ¡necesitamos barriles y barriles! ¡Toneladas y toneladas! ¡Luego se la venderemos a todos los granjeros del mundo, para que todos puedan tener animales gigantes! Construiremos una Fábrica de la Maravillosa Medicina y la venderemos en frascos, a cinco libras cada uno. ¡Nos haremos ricos y tú serás famoso!

—Pero, espera un momento, papá —dijo Jorge.

—¡Nada de esperar! —gritó el Sr. Locatis, tan nervioso que puso mantequilla en su café y leche en la tostada—. ¿No comprendes lo que este fabuloso invento tuyo va a significar para el mundo? ¡Nadie volverá a pasar hambre nunca!

—¿Por qué? —preguntó Jorge.

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—¡Porque una vaca gigante dará cincuenta cubos de leche al día! —gritó el Sr. Locatis, agitando los brazos —¡Un pollo gigante servirá para cien cenas de pollo frito, y de un cerdo gigante se harán mil chuletas! ¡Es fabuloso, hijo mío! ¡Es fantástico! ¡Esto cambiará el mundo!

—Pero espera un minuto, papá —dijo Jorge otra vez.

—¡No sigas diciendo que espere un minuto! —gritó el Sr. Locatis—. ¡No hay un minuto que perder! ¡Tenemos que ponernos en marcha ahora mismo!

—Cálmate, querido —dijo la Sra. Locatis—. Y deja de poner mermelada en tus cereales.

—¡Al diablo mis cereales! —gritó el Sr. Locatis, levantándose de su silla de un salto—. ¡Venga, Jorge! ¡Vamos allá! Lo primero que vamos a hacer es preparar otra cacerola de medicina, como prueba.

—Pero, papá —dijo Jorge—, el problema es...

—No habrá ningún problema, hijo —gritó el Sr. Locatis—. ¿Cómo puede haber problemas? Lo único que tienes que hacer es poner en la olla los mismos productos que pusiste ayer. Y mientras lo haces, yo iré apuntando cada cosa. ¡Y así obtendremos la receta mágica!

—Pero, papá —dijo Jorge—. Por favor, escúchame.

—¿Por qué no le escuchas? —dijo la Sra. Locatis—. El chico está tratando de decirte algo.

Pero el Sr. Locatis estaba demasiado excitado para escuchar a nadie, salvo a sí mismo.

—Y luego —gritó—, cuando la nueva mezcla esté lista, la probaremos con una gallina vieja, sólo para estar absolutamente seguros de que nos ha salido bien, y después de eso, ¡todos gritaremos viva y construiremos una fábrica gigante!

—Pero, papá...

—Bueno, venga, ¿qué es lo que quieres decirme?

—No puedo recordar todos los cientos de cosas que puse en la cacerola para hacer la medicina —dijo Jorge.

—Claro que puedes, hijo —gritó el Sr. Locatis-. ¡Yo te ayudaré! ¡Estimularé tu memoria! Al final te acordarás, ¡ya lo verás! Así que, ahora, ¿cuál fue la primera cosa que pusiste?

—Primero fui al cuarto de baño —dijo Jorge—. Usé un montón de cosas del cuarto de baño y del tocador de mamá.

—¡Vamos, entonces! —gritó el señor Locatis—. ¡Subiremos al cuarto de baño!

Cuando llegaron allí, encontraron, naturalmente, un montón de tubos, aerosoles y frascos vacíos.

—Magnífico —dijo el Sr. Locatis—. Así sabemos exactamente lo que usaste. Si algo está vacío, quiere decir que lo utilizaste.

Por lo tanto, el Sr. Locatis empezó a hacer una lista de todo lo que estaba vacío en el cuarto de baño. Luego fueron al tocador de la Sra. Locatis.

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—Una caja de polvos —dijo el señor Locatis, anotándolo—. Laca Helga. Perfume Flores de Nabo. Estupendo. Esto va a ser fácil. ¿Dónde fuiste después?

—Al lavadero —dijo Jorge—. Pero, ¿estás seguro de que no te has olvidado nada aquí, papá?

—Eso eres tú quien debe decirlo. ¿Falta algo?

—Creo que no —dijo Jorge.

Así que bajaron al lavadero y el señor Locatis se puso otra vez a escribir los nombres de todos los frascos y botes vacíos.

—¡Dios mío, qué barbaridad de cosas usaste! —gritó— ¡No me extraña que tuviera efectos mágicos! ¿Eso es todo?

—No, papá.

Jorge llevó a su padre al cobertizo donde se guardaban las medicinas de los animales y le enseñó los cinco frascos grandes, vacíos, que estaban sobre el estante. El señor Locatis escribió todos los nombres.

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—¿Algo más?

Jorge se rascó la cabeza y pensó y pensó, pero no pudo recordar haber puesto nada más. El Sr. Locatis se metió en su coche a toda prisa y se fue al pueblo a comprar nuevos frascos, tubos y botes de todas las cosas que había en la lista. Luego fue al veterinario y compró una nueva remesa de todas las medicinas para animales que Jorge había usado. —Ahora enséñame cómo lo hiciste, Jorge —le dijo—. Vamos. Enséñame exactamente cómo lo mezclaste todo.


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