Libros del Rincón


La maravillosa medicina n.° 2


Ahora estaban en la cocina y la gran cacerola estaba sobre el fuego. Todas las cosas que el Sr. Locatis había comprado estaban alineadas cerca del fregadero.

—¡Adelante, hijo mío! —gritó el señor Locatis—. ¿Cuál pusiste primero?

—Esto —dijo Jorge—. Champú Brillodorado.

Vació el frasco en la olla.

—Ahora la pasta de dientes —continuó Jorge—. Y el jabón de afeitar... y la crema para la cara... y el esmalte de uñas...

—¡Sigue, muchacho! —gritó el señor Locatis, bailando por la cocina—. ¡Sigue echándolos! ¡No te detengas! ¡No descanses! ¡No vaciles! ¡Es un placer verte trabajar!

Uno por uno, Jorge vertió y estrujó los productos dentro de la cacerola. Teniendo todo tan a mano, el trabajo no le llevó más de diez minutos. Pero cuando terminó, la olla parecía estar tan llena como la primera vez.

—¿Qué hiciste ahora? —gritó el señor Locatis—. ¿Lo removiste?

—Lo herví —dijo Jorge—. Pero no mucho rato. Y también lo removí.

Así que el Sr. Locatis encendió el gas debajo de la olla y Jorge removió la mezcla con la misma cuchara larga de madera que había usado antes.

—No queda lo bastante marrón —dijo Jorge—. ¡Espera un minuto! ¡Ya sé lo que he olvidado!

—¿Qué? —gritó el Sr. Locatis—. Dime, ¡rápido! Porqué si hemos olvidado algo, aunque sea la cosa más pequeña, ¡entonces, no servirá! Por lo menos, no de la misma manera.

—Un cuarto de pintura brillante marrón —dijo Jorge—. Eso es lo que se me olvidó.

El Sr. Locatis salió disparado de la casa y entró en su coche como un cohete. Condujo a toda velocidad hasta el pueblo, compró la pintura y volvió rápidamente. Abrió la lata en la cocina y se la entregó a Jorge, el cual echó la pintura en la cazuela.

—Ajá, eso está mejor —dijo Jorge—. Ahora se parece más el color.

—¡Está hirviendo! —gritó el Sr. Locatis—. ¡Está hirviendo y burbujeando, Jorge! ¿Está listo ya?

—Ya está listo —dijo Jorge—. Al menos, eso espero...

—¡Estupendo! —gritó el Sr. Locatis, dando saltitos—. ¡ Vamos a probarlo! ¡Vamos a dárselo a un pollo!

—Dios mío, ¿por qué no te calmas un poco? —dijo la Sra. Locatis, entrando en la cocina.

—¿Calmarme? —vociferó el Sr. Locatis—. Pretender que me calme, ¡cuando estamos preparando la medicina más extraordinaria que se ha descubierto nunca en la historia del mundo! ¡Anda, Jorge! Llena una taza en la olla y coge una cuchara; le daremos un poco a un pollo, sólo para estar absolutamente seguros de que hemos hecho la mezcla correcta.

Fuera, en el patio, había varios pollos que no habían tomado la Maravillosa Medicina de Jorge Número Uno. Estaban picoteando en la tierra de esa forma tan tonta en que lo hacen los pollos.

Jorge se agachó y tendió una cucharada de la Maravillosa Medicina Número Dos.

—Ven, pollo —dijo—. Pollito. Pita-pita-pita.

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Un pollo blanco con manchas negras en las plumas levantó la cabeza y miró a Jorge. Se acercó a la cuchara y picó.

El efecto que la medicina número 2 le hizo a este pollo no era exactamente igual al que producía la medicina número 1, pero era muy interesante. El pollo chilló «Juuush», salió disparado hasta dos metros de altura y volvió a bajar. Entonces, de su pico saltaron chispas, chispas de fuego, amarillas, brillantes, como si alguien estuviese afilando un cuchillo en una piedra dentro de su tripa. Luego, sus patas empezaron a crecer. Su cuerpo permaneció del mismo tamaño, pero las dos patas delgadas y amarillas se volvieron cada vez más largas y más largas y más largas... y todavía más largas...

—¿Qué le pasa? —gritó el Sr. Locatis

—Algo va mal —dijo Jorge.

Las patas continuaron creciendo, y cuanto más crecían, más subía el cuerpo del pollo. Cuando las patas medían unos cuatro metros, dejaron de crecer. El pollo tenía un aspecto perfectamente absurdo con aquellas patas largas, largas, y allá en lo alto, un cuerpecillo corriente. Parecía un pollo montado en zancos.

—¡Oh, madre mía! —gritó el Sr. Locatis—. ¡Lo hemos hecho mal! ¡Este pollo no vale para nada! ¡Es todo patas! ¡Nadie quiere patas de pollo!

—Debo de haberme olvidado de algo —dijo Jorge.

—¡Claro que te has olvidado de algo! —gritó el Sr. Locatis—. ¡Piensa, muchacho piensa! ¿Qué es?

—¡Ya lo tengo! —dijo Jorge.

—¿Qué era? ¡Rápido!

—Polvos antipulgas para perros.

—¿Quieres decir que pusiste polvos antipulgas en la primera?

—Sí, papá. Un paquete entero.

—¡Entonces, es eso!

—Espera un minuto —dijo Jorge—. ¿Pusimos betún marrón en la lista?

—No.

—También lo usé.

—Vaya, no me extraña que saliera mal —dijo el Sr. Locatis.

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Ya iba corriendo hacia el coche y pronto estuvo camino del pueblo para comprar más polvos antipulgas y más betún.


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