Libros del Rincón


En este capítulo, primero tengo ganas de llorar y después lloro


Bueno, la cuestión es que con el asunto ése del suéter amarillo, el membrillete y las tobilleras con encaje, mi monstruo estaba cada día más pesado.

Tanto pesaba que, por primera vez, empecé a pensar que podía llegar a ser un poco incómodo tener un monstruo en el bolsillo.

El lunes por la mañana (el día en que mi monstruo estaba por cumplir una semana de vida en mis bolsillos) decidí que no quería llevarlo conmigo a la escuela. Porque me iba a pesar. Porque me iba a molestar en el recreo y no iba a poder jugar a las escondidas. Porque me iba a abultar mucho más que un pañuelo arrugado...

"Quieto, quieto", lo acaricié. Él me ronroneó un saludo, y yo lo recogí en mi mano y lo puse con todo cuidado dentro de una zapatilla vieja.

Esta vez no me gustó levantarlo. Estaba más pesado que una bolsita de arena y, cuando lo agarraba, se me quedaba pegado en la palma de la mano, hundiéndose, queriéndose derramar por entre los dedos.

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Y ahí fue cuando esta historia empezó a ponérseme difícil (que menos mal que la abuela Julia me dio una mano, que si no...) No sé bien cómo explicar lo que sentí. Por primera vez en toda esta historia, tuve miedo. Un miedo de ésos que a una le pegan un puñetazo en la mitad del pecho y después le hacen sudar la frente. Y le dejan una espina clavada en el corazón (como diría mi abuela). Miedo y ganas de llorar muy fuerte. Yo no quería llevar a mi monstruo en el bolsillo pero mi monstruo quería venir conmigo.

De repente, sentí una gran necesidad de deshacerme de él, de que sé fuera de una vez y me dejara.

"¿Quién te llamó?", pensé. "No te necesito", pensé. "Una cosa es tener un monstruo en el fondo del ropero, por cualquier emergencia... pero otra cosa es tener siempre siempre siempre un monstruo en el bolsillo", pensé.

Quise sacarlo con la mano. No pude. Estaba pegado a la tela.

—Vamos, Inés, se te hace tarde. Ya son las siete y media.

Hice un nuevo intento. Agarré un puñado de pelos violeta y los tiré hacia arriba.

Sucedió lo que tendría que haberme imaginado que iba a suceder. Mi monstruo me mordió. Con sus dos hileras de dientes filosos y mucho más largos que antes.

Me miré la mano. Estaba llena de sangre. No eran sólo globitos como la primera vez, no eran dos o tres marcas rojas como las del tobillo de Verónica. Era un montón de sangre que no se veía de dónde salía, sangre como cuando una se hace un buen tajo con un cuchillo.

—¡Inés! ¡Sabes la hora que es, Inés! ¿Me quieres decir qué estás haciendo que tardas tanto?

Ahí, justo ahí, dejé de ser valiente.

—¡Mami! ¡Ma! ¡Ven, ma! ¡Me sale sangre!

Me puse a llorar y dejé que mi mamá me limpiara bien la mano, me pusiera mertiolate y me vendara.

Se ve que llorar me hizo bien, porque cuando terminé de llorar tenía el estómago mucho menos revuelto, la espina en el corazón menos hundida y casi se me había desanudado la garganta.

—Bueno, Inuchita, ya está. No es nada. Son unos pinchazos de nada. Pero ¿qué pasó? ¿Con qué te lastimaste?

¡Cómo me hubiese gustado decir: "Fue mi monstruo, mami... Porque yo tengo un monstruo en el bolsillo!"

Pero no. Dije:

—Fui al costurero a buscar un segurito para el escudo, y me tropecé y...

—¡Qué barbaridad, Inés! ¡Te clavaste como seis agujas!

Mientras yo me ponía la mochila, mi mamá hacía una notita para explicar que no iba a poder escribir porque me había lastimado la mano derecha.

Cuando estaba por cerrar la puerta me gritó:

—Inés, arréglate el cuello del delantal y fíjate a ver qué es lo que te hace tanto bulto en el bolsillo.


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