Libros del Rincón


Este capítulo es muy corto porque quiero y no puedo ordenar mis pensamientos


A mí cuando estoy preocupada se me revuelve el estómago. (Eso de los estómagos revueltos también es cosa de mi abuela, como la cuestión de los nudos en la garganta y de las almas que se caen al suelo.) Y, como cualquiera puede darse cuenta, cuando los estómagos están revueltos la comida no les entra. Fue por eso que la noche del cumpleaños de Yanina le dije a mi mamá que no quería comer. ("Cada día estás más flaca", "no sé cómo quieres crecer sin comer", "la semana que viene te llevo con la doctora porque esto no puede seguir así", etcétera: mi mamá no es partidaria de los estómagos revueltos.)

Me fui corriendo a mi pieza, me puse el camisón y me metí a la cama. La falda escocesa quedó tirada sobre una silla. No me preocupé por ordenar nada y ni siquiera me lavé los dientes (eso, según mi mamá, me va a costar varias caries).

Lo único que quería era acostarme, taparme bien con la cobija y pensar en todo lo que me estaba pasando.

Lo malo de ponerse a pensar es que el que piensa no puede organizar lo que va pensando. Por ejemplo, yo quería pensar ordenadamente en todo lo que había pasado esa semana y empezaba a pensar en cosas que no tenían nada que ver, en esas salchichas con cara que había inventado la mamá de Yanina, en la cara de Federico cuando me vio el broche y también sobre todo en esos dos o tres puntitos de sangre en el tobillo de Verónica. A cada rato pensaba en el tobillo de Verónica y a cada rato me decía: "Yo no tengo la culpa. Fue mi monstruo".

"Mi monstruo y yo, yo y mi monstruo", eso era lo que pensaba todo el tiempo.

La falda escocesa seguía tirada en la silla.

"¿Cómo hará para salir del bolsillo?", me preguntaba. Al fin y al cabo no era la primera vez que mi monstruo tomaba las cosas por su cuenta y ¿saltaba? ¿volaba? ¿flotaba? en busca de alimento.

Tal vez, si apagaba todas las luces y me quedaba quieta en la cama, espiando, podría verlo salir de su nido y volar por el aire. Pero no era muy probable. Ya se había comido el encaje de las tobilleras de Verónica y seguramente estaba lleno, sin hambre.

Apagué la luz y me acurruqué debajo de la cobija, con el cuello bien tapado, como me gusta a mí, tapada hasta la cabeza, de costado, con las rodillas tocándome casi la cara. ("No sé cómo puedes dormir así, hecha una pelota", dice mi mamá; pero yo, si no es así, no duermo.)

Por la punta de la cobija puedo espiar la habitación. Entra algo de luz por las rendijas de la puerta y reconozco el estante con los libros, la silla de paja, la puerta del ropero, un poco entreabierta... Y, por ahí cerca, el montoncito que forma en la silla la falda escocesa.

No distingo nada, no sé dónde está el bolsillo, pero sé que se mueve. Mi falda escocesa, suave y silenciosamente, se mueve al compás de mi monstruo.

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